Aquí, acababa la tierra. Su final estaba en la costa gallega de la muerte, en la simiesquina, casi el chaflán de Finisterre, que de ahí el nombre, aterrador. Nada más y nada menos que el fin del mundo. Un paso más y el vacío, o quién podría aventurar si algo peor. Siempre cabe imaginar algo mejor y algo peor, de modo que por eso valdría más, digo yo, apartarse, quedarse en la herba d’enamorare de san Andrés de Teixido, que por mucho que asuste por eso de que todo gallego que haya muerto sin haber peregrinado a san Andrés debe ir allí de morto, transfigurado, Kafka nos valga, en sabandija, y por eso deberás cuidarte mucho de pisar las que contigo concurran a la romería del Santo. Lo que pasa es que el mar, que por eso le llaman los marineros la mar, por lo que tiene de sugestivo escorzo, atrae, llama, convoca, sugiere, y un alguien, haya sido o no don Cristóbal Colón, decidió salir a ver.
Ahora Finisterre, y su costa cercana, de la muerte, da morte, se ha quedado, como tantos otros lugares tan misteriosos como el triángulo de las Bermudas, en puerta preferencial, probablemente dotada de poderes de sugestión o de atractivo, de la muerte. Porque las puertas de la muerte se abren y se cierran en cualquier lugar de este mundo, con la misma facilidad con que se parpadea o se chascan los dedos.
Debe haber otro mundo, por debajo de las tonalidades de cada paisaje, tal vez una delgada y delicada capa de óleo –mezcla de aceite y pigmentos con algún excipiente y algún conservante-, y, debajo, o, si prefieres, del otro lado, debe haber otro mundo. Cada día, una multitud, pasa al otro lado y como decía Chesterton, descubre, cada uno de sus miembros, lo único que vale la pena saber..
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