El teatro, que agoniza, se diferencia del cine en que la mayor parte de lo que cuenta lo hace con palabras, mientras que el cine lo expresa con imágenes. Es más fácil leer cine que escuchar teatro, porque una imagen contiene muchas palabras y normalmente es más fácil de leer. Salvo que el director de la película sea uno de esos extravagantes genios, que suelen premiar los más eruditos, que podrían haber querido decir cualquier cosa, tal y como lo dicen, para cuantos lo miran puede entenderse como el observador prefiera y a la gente le gusta: a) acreditar su inteligencia, por medio de entender lo que los demás no son capaces y b) de modo que ese entendimiento sea exclusivo, para tener el placer adicional de haber entendido lo que nadie entiende, o haber entendido bien lo que los demás entienden mal.
Nos encanta asegurar que todos somos iguales –cosa que sólo básicamente es cierta-, pero nada más que por si acaso, es decir, para partir de la seguridad de que no somos menos que otro, y, en seguida, emprendemos la búsqueda de los elementos diferenciadores que nos identifican respecto de los demás.
Es evidente que quienes de nuestro entorno proclaman su adhesión a las declaraciones de derechos humanos, no los reconocen todos según la brillante y expresiva declaración de su existencia y aplicabilidad inmediata a los top manta que huyen, con sus pequeñas almadrabas de películas pirata, de una divertida policía municipal que en cambio los tolera con benevolencia comprensiva.
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