Se corre detrás de los propios fantasmas, se alcanzan y son nuestra sombra nada más, alargada, mentida por la inclinación de este sol de otoño, que viene, reflejado del agua del río, como una de esas piedras con que de niños no acertábamos a hacer sopas en aquella piel tersa, brillante, frágil.
La sombra baja al río y de seguro que allí absorbe ese olor peculiar que hay que bajarse para percibir y no se parece a ningún otro, el olor de la textura del río y de su arrastre, que no es ni frutal, ni agradable ni al contrario, sino su olor corporal, identificativo.
El perro la sigue, husmea, llega al agua que bebe sin gana, por el puro placer de reconocer su sabor salvaje de río sin más trabas que las del cauce.
No hay comentarios:
Publicar un comentario