lunes, 15 de octubre de 2007

Curioso mercado artesano en que se entremezclan groseras chapuzas, aún así respetables, con delicados trabajos de orfebrería, y, al lado, comestibles que huelen a apetito desordenado, picoteo con copas, aflojamiento del cinturón, que no sé lo que me pasa, pero estos cinturones de ahora y las cinturas de los pantalones, tal parece que encogen. Bolas de barro cristalizado y juguetes de madera, madreñas y collares de lapislázuli, plata, estaño, bronce y cobre. Se aglomera la gente y se suda como en un zoco, hay que huir afuera, a la luz del mediodía, que se asombra y taracea de niños que corren, saltan, se caen, lloran amargamente, silban, rugen y aúllan sin saber por qué, como si ensayaran lo que podrá servirles, según les vaya, cuando sean mayores. Charlo como en el zoco, me intereso por lo que hacen sobre todo los artesanos estos que van adelgazando la madera o quitándole tiras o deformes pedazos o que manosean pacientes el barro, cuantos, en definitiva, hacen casi milagros con las manos, apenas ayudadas de unas herramientas que parecen toscas, elementales, ajustadas y brillantes de tanto cooperar con su amo y acoplarse a su mano y a las manías deformatorias hasta la expresividad material. Todos responden despacio, sin apartar la vista del objeto protagonista de su trabajo, con la paciencia de quien ha aprendido a convivir con el tiempo que pasa sin darle importancia, consciente de que apenas es nada más que un soplo que nos permite preparar la supervivencia recordatoria de una obra cualquiera, que tantas veces irá a un desván a esperar la resurrección del hallazgo en la generación siguiente, donde nadie acertará a explicar quien fue el autor.

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