lunes, 22 de octubre de 2007

No hay perdón para los diferentes. Cuando menos, inquietan por ser más sabios, más ricos, más inteligentes, más capaces de concentración, de trabajo, de comunicarse. Y sin embargo todos somos de algún modo diferentes, por más que esencialmente, en la quintaesencia de la esencia personal, seamos iguales, individuos múltiples, por añadidura, todavía resultaremos más distintos según desde se nos mire y con la intención, subjetiva, con que nos mire el observador. Conclusión, en caso de estricta aplicación de criterios subjetivos, que suelen ser característicos de modos absolutistas de practicar la sociopolítica, cualquiera de nosotros podría ser ajusticiado por diferenciarse de sus acusadores, jueces y verdugos.

Civilizarse consiste, en términos generales, en tratar de imbricar a los distintos para que convivan. Pero la civilización, como la cultura, no impregna más que hasta cierta capa de la piel de la sociedad y más abajo permanece el instinto
–aquello de la quintaesencia de la esencia, es decir, lo indispensable para constituirnos en especie diferenciada-, que entra en erupción, nos desborda, enloquecidos, y provoca las catástrofes, las guerras, la violencia desatada.

Conocernos alivia la tensión, porque ayuda a entender que el supuesto privilegiado también tiene sus esquinas, costados y rincones frágiles. Por eso es tan peligroso que nos estemos disociando, huyamos del encuentro personal, nos constituyamos en contracultura de aula única, con la basura televisiva como muestra de conducta, que, por desgracia, al haber sustituido al prestigio de la letra impresa, se convierte en falsilla, ya que no modelo, de conducta.

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