lunes, 29 de octubre de 2007

Me dicen de mi Colegio Mayor que van a celebrar una fiesta conmemorativa. Y descubro que conservo, no diría que el espíritu intacto, pero sí que una gran parte del espíritu de mi Colegio Mayor, que aún recorro parcial y repetidamente en sueños de los de verdad, de los de estar dormido y haberme perdido porque no encuentro los pasillos de las viejas habitaciones, cuando, como tantas veces, llego corriendo, tarde y mal al comedor de a cuatro, en que aprendimos a discutir sobre tantas cosas que no concernían a nuestro respectivo estudia habitual, pero nos iban enriqueciendo. Sería tremendo, difícilmente soportable que una mayoría superviviente de aquel lustro acudiésemos y nos encontráramos, quizá hasta nos reconociésemos, en la sala al pie de la escalera, al lado de la chimenea jamás encendida sobre cuya repisa se dejaban las cartas que venían de la novia y de casa. Había una casa, en la retaguardia, y gente que nos echaba de menos, como luego aprendí que se echa de menos a los hijos que se van a ser ellos en la vida, con sus problemas que ya son otros y que casi nunca comprenderemos del todo, porque es imposible, a la velocidad que gira todo, comprender esas cosas nuevas, que se mezclan con las de antes y con las de siempre. Procuraré ir a la fiesta. Qué bueno sería que una pequeña multitud de aquel centenar aproximado que éramos, viniese también, a recordar, adosando las palabras de uno a las de otro, y, con los ojos cerrados, pensar que mañana a las nueve tendré clase y hasta puede que pregunten y cuando acabe la tertulia he de subir a repasar los apuntes de anteayer.

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