Puedes tener el miedo en casa como quien tiene u n cachorro de tigre o de león, juguetones ambos, de pequeños, pero a medida que mayores tú mismo ves el peligro que estás corriendo, como ocurre con el miedo, que, racionalizado, es minúsculo, apenas un hamster, y sin embargo, un día te levantas de dormir apaciblemente la siesta en tu sillón preferido, soñando alguno de tus mejores sueños, abres los ojos y el miedo lo ha invadido todo con su presencia semitransparente –el miedo nunca deja ver lo que hay del otro lado de esa sobrecogedora membrana translúcida en que consiste y a través de la cual ves sombras que te incitan a pensar que hay más o cosa diferente de la que hay y todas peligrosas para nosotros.
El miedo crece más que nada con la sabiduría y con la posesión, y, sobre todo, con la propiedad de las cosas. Conocimiento o cosa que adquieres trae su porción de miedo adherida, taraceada, incorporada, y con cada bizna se hace mayor y tiene además un reflejo más allá de cada esquina de las que debes doblar, y otro en cada encrucijada en que debes resolverte a seguir por uno de los caminos que confluyen en ella.
Cada mañana, con el primer albor, sin acabar de despertar, aún cegados por la luz y la sorpresa, antes de desayunar, sin habernos visto y comprobado que estamos todavía vivos, maquina de afeitar en mano, sostenemos nuestro primer duelo con el miedo. Que se nos enfrenta nos acoquina o huye, pero regresa siempre, como si quisiera despojarnos de este territorio que ni siquiera es nuestro más que provisionalmente, lo sé, pero es lo que tenemos y preparamos para tratar de sentirnos medianamente seguros mientras dure.
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