sábado, 6 de octubre de 2007

Estamos haciendo tránsito a un extravagante comportamiento dependiente del parque móvil mundial. Dependemos del automóvil, como concepto, y de los automóviles como plaga invasora que nos empuja y reduce a inverosímiles reducciones de espacio. Crece el número de automóviles y se proyectan para ellos ensanches imposibles, carreteras desmesuradas, garajes inmensos, aparcamientos desmedidos. A pesar de lo cual, cada día encuentras un nuevo espacio, una acera más, un jardincillo, ocupados en parte por automóviles que “es un memento, señor/a, perdóneme, en seguida me lo llevo”. Pero antes de que se lo lleve, viene otro, que, animado por la presencia del primero, sube sus ruedas laterales a la misma acera, trepa con ellas al mismo jardincillo, y cada vez son más y cada momento se suma al momento del siguiente y del otro y al final hay un nuevo espacio conquistado, un trozo de acera menos para el peatón, un espacio verde mermado en beneficio del puñetero automóvil. Dios te guarde, en cambio, de pisar territorio de circulación del monstruo. Te perseguirán torrentes de improperios, si tienes suerte y no te alcanza y desbarata en proporción a la prisa casi siempre desaforada del crispado conductor, evidentemente necesitado de espacios libres para dar suelta a los numerosos caballos que esconde el motor de la bestia en sus cada vez más sofisticadas entrañas, afinadas para dar el do de pecho de velocidades imposibles. Y leo hoy, para colmo, que se habla de coches voladores, que, dice un imaginativo redactor, podrían abandonar volando los atascos. Me imagina on par de centenares de semejantes híbridos, alzando el vuelo a la vez, para evita el atasco, y creando otro por encima del primero, disputando entonces ya el espacio de los pájaros.

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