martes, 29 de abril de 2008

Tengo desperdigadas por la memoria
tus palabras,
mezcladas con las que yo hubiese preferido. Tú
me hablas de las pequeñas cosas habituales,
a mí me gustaría
que me hablases de amor.
Hablar de amor no es decir su concepto, ni la palabra,
ni adornar con diversas flores, sonidos, colores y luces
su altar. Hablar
de amor
es repetir las cosas rutinarias
con ese tono,
ese acento,
ese amor de que no hace falta hablar.
Sigue siendo importante saber contar una historia. Bien contados, los cuentos tradicionales o los de propia invención, deslumbran a los niños y da miedo contárselos porque se les podría empañar, se les ve en los ojos, el alma. En cambio, estos profesionales del mercado forzado, la manipulación y una y otra vez la misma tediosa incapacidad, disfrazada de ingeniosidades yuxtapuestas. Comprendo que debe ser difícil escribir una novela, crear primero a los personajes y luego aprender a respetarlos y que se te impongan, como discípulos aventajados a quienes hay veces que sorprender pensando cosas que no se te habían ocurrido ni a ti, pero, si no puedes, no escribas. Y sin embargo lo entiendo, comprendo la tentación de ver cómo los personajes empiezan por discrepar de lo que pensabas y acaban enriqueciéndote con lo que nada más nacer ya están discurriendo por su cuenta. Lo que abomino es lo artificial. Que el autor se limite a ponerse distintos disfraces y se dedique a repetirse y yuxtaponerse a sí mismo. Me parece un timo, por buen escribidor que sea.

lunes, 28 de abril de 2008

Si, un pensamiento es como una nube, vaga
sin rumbo,
entregado al viento
que se forma allá en el horizonte de la memoria y viene
resbalando
sobre la mar, que somos
tan pronto quieta,
tan pronto turbulenta,
tan pronto alegría, amor,
o, sin dejar de serlo, miedo, dolor, inenarrable
tristeza de amor.
Tal vez, cada pensamiento
no sea
más que una hilacha desprendida del amor
que es lo único que somos
sin saberlo.
No se si alguna vez habrás echado cuenta de la cantidad de gente que ha sido imprescindible para que estemos aquí en este momento los vivos, eslabones de esa cadena, miembros de esta especie aposentada en este pedrusco atrapado por la legislación rectora del Universo para que se mueva justo lo bastante para que hayamos sobrevivido enfrascados en tantas cosas como nos ofuscan. Dos padres, cuatro abuelos, ocho bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y a partir de ahí se va disparando de tal modo el numero de cómplices que allá por el año mil ya serán como medio millón, entre hombres y mujeres, los complicados en la confección de nuestro árbol genealógico y la elaboración de nuestro código genético. Que se van cerrando hasta concretarnos, pero a la vez se abren en la multitud de colaterales con que tendremos digo yo que ver, sin saberlo siquiera, por lo menos por coincidencia de eslabones de la cadena, gotas, genes o fracción, ya que al parecer todo es divisible, hasta la última partícula que algún sabio investigador es capaz de advertir, pero nadie creo que se atreva a asegurar que no podría dividirse de nuevo, puesto que todavía es materia y donde hay materia cabe división, por lo menos teórica, pese a que no dispongamos de medios ni para ver más allá ni para cortar de nuevo.
No me dice nada,
hoy,
al pasar,
el viento.
¿Cómo voy a escribir
si estoy
sin sus palabras de todos los días?
Y,
de pronto,
descubro
que es él, también, el que me trae los sueños,
embarcados
en silenciosos veleros,
que me llevan
de mundo en mundo, más allá del tiempo,
sin el descanso
siquiera
de un recuerdo.
Me pregunto qué harán ahora los piratas, cuando han soltado ya, es probable que vendido a sus rehenes, con los bolsillos llenos, atracarán a puerto, se gastarán los cuartos … ¿y después? ¿Saldrán mañana, pasado, dentro de una semana, a la mar, en busca de otra presa, más dinero, el salario de lo que al parecer saben hacer tan bien: echar manos de otros semejantes inermes, llamar por teléfono, poner precio. ¿Son profesionales, estos piratas del siglo XXI? ¿Son ocasionales aficionados o gente que necesitó con urgencia dinero para alguna quisicosa brillante, o tal vez para comer o beber? Barrios enteros clausurados a ciertas horas del día o de la noche o siempre. Ciudades calificables de peligrosas. Países donde el guía te advierte que a poco que te descuides, alguien, uno de los que nunca duermen o lo hacen como las liebres, con un ojo abierto y avizor, te aliviará de tus bienes muebles y del metálico que te viene estorbando. Y ahora la mar, que, incauto de mí, imbécil, pensaba que era territorio abierto, lugar de soledades hondas, sin caminos, donde esparcir el espíritu en calma o faenar sin más miedo que el de las tormentas más o menos perfectas. Y resulta que como en los tiempos de la vela y de los galeones, de las islas del Caribe y los juncos de Sandokan y sus huestes, pululan por la mar, por los siete mares, hordas de piratas nuevos, armados hasta los dientes con las más modernas y sofisticadas armas blancas y de fuego, laser y puede que hasta bombillas atómicas de fabricación casera, lanchas rápidas y me figuro que en cuanto mejoren de fortuna y se hagan más ricos, portaviones que les servirán de base, según los mapas llenos de calaveras y tibias que prodigó la televisión mientras duró la incertidumbre del secuestro, felizmente incruento.
Era fea,
sin gracia, pero estaba
llena de amor henchida, desbordante
de un amor sin límites ni sombras, que una noche
se cerró sobre ella,
la ahogó y convirtió en sombra transparente,
neblina del alba,
sonido
del arroyo cuando lo besa el sol
por primera vez
cada mañana.
Nadie lloró, el tiempo
engulló su recuerdo. Sólo el jardín
donde fue niña fea
suspiró un lirio, durante muchos años, cada verano,
en su rincón,
donde lloraba a solas.
Luego quedó el silencio,
pensativo,
como si ella estuviese aún allí,
respirándolo.
El sábado, treinta grados centígrados de súbito en un asombrado termómetro, voy por la vieja carretera de la capital de la provincia, curvas y más curvas laberínticas, que llega un momento en que como los niños cuando juegan a la gallina ciega, no sabe uno muy bien si va o si viene, sonando por todas partes los regueros antiguos, las torrenteras, un atolondrado piar de pájaros que justo en cuanto hace sol, ahora, en primavera, recuerdan el asunto que tienen pendiente y sin cesar reclaman incansables a sus hembras, que, como suele suceder, que dice la fábula, se hacen de rogar con melindres y semivuelos de disimulo. Vino el calor, engañoso sin duda, como si nos diese un repentíno pescozón, una colleja inesperada. Salíamos a primera hora, el perro y yo, y ya estaba el mirlo en el humeiro, sobre el río lleno de agua y luz mezcladas, batientes, espumosas, picoteando sus escalas más limpias. Se va volando y descubro que atraviese el camino de su vuelo la senda del mínimo jardín que cuida mi mujer en el patio y lo desborda de flores y limones. El mirlo tiene vocación de misterioso cuentacuentos, vestido como siempre va de riguroso negro, con el contraste amarillodorado, tal vez oro, del pico. Se mete por el zarzal como Pedro por su casa, sin que se le arrugue ni desgarre el atavío y se adivina que conoce los más intrincados caminos que pasan por entre zarzas, en su tiempo zarzamoras y madreselvas. Me gusta que su camino de huída atraviese el patio por que habitualmente correteas hormigas, lagartijas, un poco más avanzada la estación, salamandras y ciempiés. Sabía que lo frecuentaban los jilgueros, las lavanderas y los gorriones. No sabía del mirlo. Bajo el alero, el año pasado, hubo una familia de golondrinas. A los que echo afuera es a los caracoles, que se comen las hojas de los acantos y de los lirios.

viernes, 25 de abril de 2008

El paso de la noche es,
para el insomne, lento,
apresurado
para quien sufrió de amores y esta noche
los quema en el ardor de una caricia,
la última de aquel amor,
primera de este recuerdo,
para el niño,
sólo
un cerrar de ojos en el miedo y abrirlos
en la sorpresa nueva ya
del alba,
tal vez por eso, los antiguos
confundieron el tiempo con un dios
y le llamaron Cronos
sin tampoco entenderlo.
De vez en cuando, se escribe un libro, se publica un artículo o se edita una colección de fotografias en que se habla de lugares misteriosos de la tierra, construcciones aparentemente imposibles o aparentemente inexplicables, que algunas luego se interpretan con extraordinaria sencillez. Nunca de manera definitiva ni excluyente del aliento, la posibilidad, la inequívoca e inquietante permanencia del mito. Algunas veces, bajo de los anaqueles uno de esos ejemplares –que puedo y suelo haber hallado cuando buscaba otra cosa- y repaso de modo muy somero sus descripciones, examino su aspecto fotográfico, examino, cuando la hay, la última explicación del caso y se me encienden esas lucecitas por las esquinas de la ciudad de fantasías que llevamos dentro, donde se guarda el libro de las leyendas conocidas, con capítulos en blanco, donde deberían figurar las que cada cual ignora. Cada leyenda es posible, en la doble medida de que haya sido hasta determinado punto cierta, y, de no haberlo sido, incluso si imposible, en la de la ingenuidad de aquel a quien se cuente con el lujo de detalles con que se suelen contar.
Había, en el mercado,
un viejecito que no tenía nada que vender.
Deme –le dije, por probar a ver si …-
deme un kilo de tiempo. Hurgó en su zurrón
y me dio una piedra verde,
sin libro de instrucciones.
Me volví a preguntarle, pero había
desaparecido
como si el mercado lo hubiera olvidado de repente.
Ahora no sé qué hacer,
cómo usar
mi tiempo nuevo,
recién comprado
ni saber qué puede ocurrirme si lo pierdo.
Leo con estupor que a lo largo de las costas del mundo hay centenares, tal vez miles de piratas –retorno a la adolescencia, Mompracén, los Tigres de la Malasia, Sandokan , Yáñez, Tremal Naik, Kammamuri-, pero éstos se apoderan de la gente y la truecan por papel moneda –el papel moneda y las cuentas de los paraísos se han popularizado, llegan a los ultramodernos piratas del GPS, las armas de repetición, los visores nocturnos, el radar-, lo que queremos –dicen- es money, y se lo darán, a cambio de la vida -¡qué poco han cambiado las cosas!, continúa siendo aquel la bolsa o la vida de los bandoleros que apuntaban desde más allá de la boca inmensa, casi soñolienta, del trabuco o del naranjero de la serranía-, porque puestos en la evidencia, los gobiernos no pueden, no saben, no arriesgan y no permiten que ágiles sombras atraviesen la noche, bajo las aguas, invadan la guarida de los piratas –cuando aquello de los Tigres de Mompracén estábamos del lado de los piratas, al hilo de sus yataganes y de sus kriss malayos, ahora estamos del lado del miedo a que sean ellos los que desembarquen y nos tomen como rehenes y digan que con dinero se arregla todo- Nadie sabe en realidad qué hacer ni cómo hacerlo. Ni a la mar siquiera te puedes echar, solitario, en un velero.
Un momento,
tal vez el tiempo no importe, si la vida
cabe toda
en un momento
sin final
siquiera imaginable
de uno u otro lado del espejo.
No sabe nadie por qué, un autor se escapa de las lecturas habituales de su generación. Casi siempre es difícil de recuperar para incorporarlo a lugar que ya es, en otra edad, inalcanzable para el lector. Queda así una desgarradura en el retal que es el vivir, que de alguna manera produce un inexplicable desasosiego, algo así como cuando se echa de menos algo, no se sabe qué, que hace un momento se llevaba n la mano y ahora falta sin que sepamos en concreto de lo que se trataba.

Leo una gavilla de supuestos poemas. No sé, quince o veinte trabajos. Sólo hay uno o dos, en realidad. Lo demás no me dice, por lo menos, nada. Y sin embargo hay alguien que ha hecho esta selección, ha sentido, tal ven entendido algo que yo no entiendo, no alcanzo, no interpreto, me temo que no existe. Ellos, los poetas, que de seguro lo son, estarán orgullosos de releer, ahora en el libro, el folleto, el ramillete, su composición. Y hasta es probable que esta publicación les sirva para mejorar, perfeccionarse, a lo mejor, en el momento menos esperado, llegar a escribir la composición digna de ser recordada. Merece la pena seguir escribiendo por si un día …

martes, 22 de abril de 2008

Flota
en el aire, hoy, la luz,
de nuevo herida por la lluvia,
que la remata en los charcos del suelo,
llenos de dianas concéntricas
en medio de que la lluvia muere en cada gota
con un suspiro
luminoso.

Tal vez hoy las gotas de lluvia
sean luz, atrapada
en pensamientos o en palabras perdidas, convertidas
mezcla de polvo y luz, amalgamada
en el papel de regalo
del brillo,
la ilusión,
la desesperanzada esperanza de ser luz,
de la luz
de la luna
Habría que prohibir la propaganda editorial de los libros. No es justo que publicándose tantos, muchos de los cuales seguramente nos deleitaría leer, nos equivoquen, manipulen y desvíen la atención hacia algunos, de cuyo nombre tampoco voy a acordarme, que nos hacen malgastar un dinero preciso y precioso y el tiempo precioso y preciso para echarles una ojeada y desecharlos sin remedio.

Corre, en cambio, como fuego por un reguero de pólvora, la muchas veces infundada noticia de que se ha publicado un libro sobresaliente, compramos, lo intento, y, cuando más, lo que hallo es un excelente manejador de palabras, que también se ha creído que con eso le basta para escribir lo que después llama una novela, donde no faltan nada más, pero tampoco nada menos, que los personajes.
Florece y muere,
cada día de vida,
la primavera,
en cada tanda de flores de cada especie
que se van sucediendo y marchitando
para que el buen padre Dios vuelva a crearnos,
el verano,
la esperanza que viene
de una nueva cosecha, que ya estamos soñando.
Me niego rotundamente a ser escéptico. La confianza en la capacidad de la especie incluso para sobrevivirse, me constituye en soldado del ejército de la esperanza. Curioso ejército, éste de que formo parte, sin armas convencionales para aniquilar a ningún malo, a ningún adversario, a ningún enemigo. Ni siquiera a los indiferentes, que son los que nos ignoran y desprecian, y así nos hacen el mayor daño de considerarnos, a los esperanzados, transparentes y hasta no sé si inexistentes, tal vez virtuales. Un ejército, ahora que las palabras pierden tantas veces su sentido, usadas por malabaristas sociopolíticos a que no basta con decir mentiras como otros de antes, sino que al decirlas aseguran que no las dicen porque las palabras que las contienen significan concepto diferente del que nos revelaba antes el diccionario, un ejército, digo, que no está hecho para librar cruentas batallas, sino la batalla dialéctica de la ilusión de convivir con los demás sin exigirles ni siquiera que cambien, sino sólo que nos respeten como nos comprometemos a respetarlos a ellos.

domingo, 20 de abril de 2008

Se queda absorta a veces,
la primavera,
dudando si valdrá la pena seguir adelante,
consumar
ese acto de amor desesperado que consiste
en conjugar el recuerdo del frío con la esperanza
desesperada
del verano que será un día cosecha,
dolor de parto al sol, amanecida
de ese nuevo dolor que son siempre los niños
recién nacidos.
No es lícito que usted diga y se queje o excuse que algo o alguien arruinó su adolescencia o su juventud. Todos las gastamos, cada cual como puede, según sus características personales y lo que pasa en su entorno, la famosa circunstancia de Ortega. Como en un proceso jurídico, la vida ha de quemarse en etapas preclusivas, sin segundas oportunidades y a veces hasta sin tiempo para rectificar, que cada cual tiene el suyo y muchos uno escaso en que comprimen su existencia de este lado del espejo. Somos, cuando llega el final, lo que hemos sido, con sabe Dios qué consecuencias, habida cuenta de la desigualdad de oportunidades que la vida misma supone para cada cual y las distintas posibilidades que tenemos de afrontarlas, según las ventanas de nuestra personalidad a que seamos capaces de asomarnos. Pero esto es lo que somos, completado por lo que nos quede, poso o mucho, que a lo mejor, en un último tramo, condensada en un último acto la mezcla de sabiduría y experiencia de que dispondremos con el escepticismo y la esperanza que es tan bella por escasa que haya quedado tras de haberse encogido como la piel de zapa, podríamos, quién sabe si exhalar un hermoso canto de cisne, aunque no fuese más que como despedida de este paisaje de que disfrutábamos.

sábado, 19 de abril de 2008

Los locos, los poetas,
los vagabundos
y los niños,
son, por lo que lo que logro adivinar, los únicos
depositarios de los sueños,
los dueños de un tesoro
que no les importa repartir.

Los otros, los más ricos, los del papel offset de los periódicos
Y el trato preferente de los bancos,
cuanto más atesoran,
mayor es su terror de cada noche,
cuando oyen pasos,
adivinan sombras,
saben que un numeroso,
sombrío ejército, vigila
sus menores descuidos
para llevarse al menos uno de sus cachivaches,
brillantes trozos necrosados
de su
corazón.
Cuesta hoy, tercer o cuarto día de humedad, desenroscarse de la condición de fósil nocturno, pequeño espécimen atrapado en el ámbar de la noche y reincorporarse en el doble sentido de erguir la espina dorsal y volver a la actividad de un nuevo día, inédito. En los pueblos mantenemos las ventajas de disponer de calma y silencio para irse despejando, recuperando esta luz nueva del nuevo día, otra vez gris, sudoroso de lluvia que llueve sin demasiado entusiasmo, como por cumplir, con la mar quieta, con esa inmovilidad con que un animal recibe expectante la caricia de alguien poco conocido. Salgo casi en seguida en busca del periódico y el pan. Casi todo el mundo, salvo algún noctámbulo que todavía viene de vuelta y algún insomne, que madrugó por recurso, casi todos vamos a buscar el periódico y el pan o regresamos de hacerlo, con nuestras bolsas colgando y si acaso la compañía fiel del perro, que va husmeando cada olor con deleite evidente, se para aquí y allá, marca, desahoga las urgencias y de ves en cuando me mira con esa confianza con que miran los perros si todavía estás ahí proporcionándoles lo que ellos creen que es seguridad y por ello confianza. El pan huele a pan caliente y el periódico a tinta, cuando los abro. El pan sabe a pan y el periódico a ceniza, con su habitual sarta de improvisaciones políticas y barbaridades domésticas. Todo es, al parecer, un poco más caro que ayer, pero la cosa va a mejor porque le van a poner unos remiendos, parte de los cuales es evidente que encarecerán un poco más la mayoría de lo necesario y menos, para tentar, lo superfluo. Gaste usted en superfluo –nos tientan- que lo necesario le será a pesar de todo imprescindible. Lo que al parecer está fuera del alcance de nuestros supuestos mandatarios es crear una economía productiva. Son las únicas que realmente valen para constituirse en esqueleto de un país, estado, nación o como quieran llamarle, que eso es lo de manos, pero que de veras esté vivo y esperanzado.

viernes, 18 de abril de 2008

Todo el mar,
la mar,
está dentro, y el paisaje entero,
y tú y yo,
en la gota, además transparente,
indecisa,
de agua de lluvia, colgada de la rama,
del árbol,
que de repente cae, desprendida, se convierte,
por un momento
en estrella
y en seguida en recuerdo,
oculto
en el fondo de la mar
que es el todo
y ya no es nada
más que futuro de otra gota de lluvia indecisa
de sabe Dios dónde,
sabe Dios cuándo.
Las nubes, sobrecargadas, sucias, embarazadas de agua, disminuyen el tamaño del día y del paisaje. Salgo a la calle y fluye el tiempo, hecho agua en el tono de voz del viento. Se arremolina y me moja. La lluvia es de algún modo humillante. Me hace sentir indefenso, incapaz de salir de su territorio. Me hace concebir la sospecha de que el sol está, por más que digan, enfermo o enfadado y se ha ido a su rincón de pensar, desde que hoy se limita a soñarnos, a los humanos a que otros días castiga con esa deslumbrante luz inédita en que consiste la parte de primavera que sirve para presentir el verano y no es como esto de hoy, esta lluvia, que es la parte de la primavera que sirva para recordar el invierno. La primavera es así, como una adolescente caprichosa, que juega a ser el último amor de cada hombre maduro o el primero de cada adolescente todavía provenzal y desconcierta a ambos, los turba y desorienta, y ella se ríe de su propia y para ella ininteligible turbulencia.
-¿Y usted?
-Nada. No quiero nada.
-¿Entonces …?
-Entré para escuchar tu voz. Que digas
cualquier cosa, el tiempo que hará mañana,
el precio del petróleo, lo que cuestan
las bagatelas del escaparate. No me importa
nada más que tu voz,
que vi, al pasar, tu sonrisa y me dije:
su voz
ha de ser la que esperaba.
¿Y es?
-No lo sé, no me atrevo a escuchar.
Cuesta trabajo, a veces, meterse por los caminos erráticos de un libro cuyo autor se advierte que tiene dificultades para contar lo que para otros resulta sencillo cuando dejan correr la imaginación sin más y van contando. Hay gente, autores, incluso imaginativos, que son incapaces de transmitir, tal vez por intransitivos, lo que pretenden contar. Yerran, en mi opinión cuando, al releer lo que llevaban escrito, les parece escaso de valor por su sencillez y lo recargan mudando palabras, poniendo, con calzador, extravagantes metáforas. Reescriben sobre lo escrito, como en un extraño palimpsesto de que cuesta ímprobo trabajo intentar el rescate del hilo narrativo. Debe tener, esta conducta, la explicación de que se escribe tanto que los noveles buscan, exasperados, todavía no desesperados, pero con temor de llegar a estarlo, modos de distinguirse del de al lado, de llamar la atención del editor o de sus consejeros, abrumados de trabajo, distraídos, tentados de hacer nada más que lo que un amigo mío llama “lecturas sesgadas”, o lo que es lo mismo, “diezmadas”, de los libros que tienen que hojear y ojean por obligación, sin pararse a pensar que vienen envueltos en la vocación anhelante del novel que busca rincón desde que contar lo que se le ocurre porque la tiene de cuenta cuentos o de contador de historias.

miércoles, 16 de abril de 2008

Ando por el diccionario
buscando palabras, las desentierro, las siembro
en la superficie blanca de la tierra
de mi papel recién comprado,
din A 4, de 90 gramos, las cultivo metiendo la reja
de la razón alborotada,
desorientada. Voy poniendo
unas aquí, otras del lado de allá, hasta formar
el jardín de un relato.
Nadie lo leerá, va a ser
mi jardín
secreto.
Te invitaré a leerlo, te llevaré a lo más profundo
del macizo de las azaleas, y cuando estés más descuidada,
te robaré un beso.
-¿Y después?
-Después,
ambos,
despertaremos en medio de la noche,
insoportablemente solos.
En la mayoría de los autores que voy explorando cuando no encuentro ninguno de los viejos amigos en estas librerías de ahora –paciencia que en seguida hablo de ellas -no saben diría Kipling- contar una historia. Con eso está dicho casi todo lo que al respecto interesa. ¿Cómo va a entretener a nadie una fábula tediosa, que se retuerce sobre sí misma y de hace digresión artificial en cada metáfora inaceptable?. Las metáforas tienen sus reglas, que ni están escritas ni cabe enumerar, pero se adivinan cada vez que se encuentra una que molesta a los sentidos. La metáfora absurda, casi siempre forzada, a mí por lo menos, produce rechazo instintivo, que, repetido a lo largo de las páginas cuando es frecuente, dificulta la lectura, te echa del libro como una fuerza centrífuga.

Las librerías nuevas –muchas- son ahora espacios más abiertos. Tal vez con demasiada luz, o si, cerradas, demasiada luz blanca, temblorosa, hiriente. Dispersan multitud de libros sobre mostradores indicativos de “best seller”, “novedades”, “últimos nacionales”, “novela negra” y cien mil más, entre que están los “recomendados” y los “10 más leídos” de cada semana. Se editan libros a tutiplén, que diría la tía abuela, se dispersan, se devuelven a los pocos días, pasan inadvertidos los subjetivamente interesantes y no hay ni fondos ni anaqueles y armarios secretos en que hurgar en busca del tesoro secreto, inapreciable.

Tengo la curiosa impresión de que a mi alrededor, antes, no se leía o se leía poco, y por eso se editaban y se compraban pocos libros. Ahora se edita más, se compran muchos más, pero se sigue leyendo poco. Pregunta intrigante e intrigada, a que adelanto que no sé contestar: ¿para qué se compran los libros que no se leen?

martes, 15 de abril de 2008

Tuvo la inmensa suerte de morir,
y por eso
fue ya para siempre joven,
en todos los recuerdos que lo amaron,
algunos sin conocerlo.
Dio prefiere, decía la abuela, a los que llama,
con prisa,
sin saber
de qué color habría sido su última tristeza,
que él cantó,
adelantó,
como si hubiera estado soñándola
con amoroso deleite, en su piano,
cualquier noche, robándole
a la noche misterios
de los muchos que lleva
en su preñez oscura,
hermana, dicen, de la muerte que augura
en la tentadora soledad de cada sueño.
Creo que la expresión “ver con la mente”, sin intervención de otros sentidos, y, desde luego, sin “ver con los ojos”, es de Platón. Con la mente se advierten, aunque inseguros de que existan, las cosas, tal vez sólo conceptos, pero indispensables, más excelsos. Y como ocurre casi siempre, ¿siempre?, que todo ha de estar equilibrado en alguna parte porque un estricto sentido de justicia (¿existencial?) así lo parece exigir por alguna razón que todavía se nos escapa, con la mente se pueden “ver” también las más horripilantes figuras. No sé por qué me hago esta observación y al traslado al acontecer de hoy, que, por el contrario, se ha contraído a la necesidad de hacer reparaciones de este mueble que no asienta bien, la puerta que roza en el suelo, el cielorraso que se ha desmoronado en parte en una habitación con motivo de una fuga de agua antigua. Viene gente que sabe y a mí me maravilla la facilidad con que manejan determinadas herramientas que cada vez que yo intenté manejar ocasionaron pequeñas catástrofes domésticas. Con lo que ahora mismo cada vez me asustan más esos artilugios cada vez más modernos, sofisticados y eficaces, que cuando veo enchufar y que rugen al atacar las paredes y las maderas, pienso lo que podrían hacer en mis inexpertas manos. Y mira que debe producir satisfacción cortar un trozo de madera del tamaño justo, acoplarlo a otro, dar forma al conjunto, lograr un juguete, una caja, una estantería o la maqueta de una embarcación como algunas que otros consiguen con franciscana paciencia y habilidad de orfebres. Recuerdo una vez que logré crear, involuntariamente, desde luego, una especie de laguna de estaño a mis pies, sin que los cables que tenía en la mano se unieran, y otra que entré por un tabique, detrás del martillazo destinado a hincarle un taco para tratar de colgar un gran espejo.

lunes, 14 de abril de 2008

Esta tarde, a las siete y media de la tarde,
estaba la luna,
¿qué hacía la luna, esta tarde,
en medio del cielo, a medio hacer,
a las siete y media
de la tarde?
Estábamos,
la luna,
el perro,
otro perro, que nos ladró al pasar,
la luna, ya digo, a medias de hacer,
y yo,
embobado,
como Pierrot mirando la luna, como el gitanillo
que la miraba en la fragua
el día que pasó,
y los vió Federico
García Lorca.
¿Será ésta la misma luna
o será otra?
Pienso que aquella
la llevaba Federico García Lorca,
como un tesoro guardado,
en el fondo de los ojos,
la noche que lo mataron.
¡Huye luna, luna, luna …!
pero cerraron sus ojos
y lo enterraron.
Por eso no puede ésta
ser aquélla.
Decido, en cónclave conmigo mismo, leer, a la vez y como contrapunto de la biografía de Fernando Valdés Salas y el viaje asombroso de Pomponio Flato, de Mendoza, La sombra del viento, que tanta fama tiene que me pone la mosca detrás de la oreja que se me viene siempre, con la publicidad, en cuanto me hablan de los más vendidos o de que hay en circulación otro supuesto best seller, que traduzco al romance como éxito de ventas. Los “éxitos de ventas” se producen a veces sin más motivo que la publicidad que los precede, en vez de seguirlos el boca a boca de un comentario generalizado. Muchos años de lector me recomiendan prudencia ante los elogios previos y ante los de los críticos tan aureolados que la almendra de la fama que rodea su personalidad no les deja ver las cosas como son y tienen establecidas unas reglas críticas para esotéricos miembros de un club, una asociación, a que asignan privilegios de último conocimiento secreto, indispensables para apreciar la misteriosa estética de algunas construcciones literarias más allá del simple ejercicio de humildad que supongo debe ser para un escritor poner de manifiesto los frutos simples y sencillos de su imaginación, sin más pretensión que la de comunicar sus interpretaciones de la vida o sus sentimientos o el modo de que él ve alguna o algunas de las cosas que pasan o que imagina que podrían pasar. No le daré más vueltas, de la sombría estela de don Fernando al hilarante comportamiento del pobre Pomponio Flato, pasando por la intrigante averiguación de los méritos de esa sombra del viento que he leído en alguna parte que en el futuro será la primera esquina nada menos que de una tetralogía cuya segunda parte se anuncia para el jueves que viene. Si me acuerdo, os seguiré contando. ¿A quién? ¿Lee alguien lo que escribo? ¿Estoy solo? Da igual. Escribiré para releerme, pasado cierto tiempo y tratar así de entenderme. A veces lo hice con viejos cuadernos y creo que resulta, o a fuer de sincero, proporciona cierta luz, que podría ser el límite de lo imposible que resulta a una persona conocerse a sí misma. -
La palabra mágica entre todas es mañana,
contiene
todo el futuro, otra historia completa
para la humanidad. Mañana
puede ocurrir cualquier cosa, incluso nada,
es
un ramillete de letras
que huele
a esperanza.
La arquitectura de palabras. De pequeño, recuerdo haber tenido uno de esos juegos que tuvieron todos los niños, de piezas de madera de diferentes formas, colores y tamaños, con los que podía construir frágiles estructuras. Mucho más tarde, tuve inolvidables amigos arquitectos, que jugaban con las piedras, los muros y los espacios. Alguno incluso pienso que escribía poemas de piedra, aire y luz. Otra cosa es la arquitectura de las palabras. Dice uno y dice, sin cesar, hasta construir un bosque, un paisaje de palabras. Creo que hay quien dice que todo está hecho de palabras que fingen estructuras y que tenía razón la vieja escritora, lagarta ella, cuando se preguntaba si había alguna seguridad de que las cosas permanecerían en cuanto nos diésemos la vuelta o nos apartáramos de ellas y dejásemos de mirarlas. Las palabras añaden, o rebajan, dimensión a las cosas y a los conceptos. Casi todo, bien descrito, excede a la realidad. Por eso las decepción de muchos cuando conocen algo que alguien les había descrito como apasionante.

domingo, 13 de abril de 2008

Vuelven,
son descendientes lejanos
de aquellos que se fueron y olvidaron,
trabajando sin suerte, hasta morir y que los envolvieran
en sudarios de pobreza y de nostalgia,
vienen
a intentar ganar aquí, a nuestro alrededor
las últimas monedas,
traen la misma mirada que llevan
los abuelos
olvidados
cuando se fueron,
traen la misma nostalgia,
aunque ahora
ya sea de otra tierra.
De alma dormida, en eso estamos, los viejos, a la puerta del otro lado, pero todavía aprendiendo con avidez, leyendo, con la fuerza que quede cada día para ir descubriendo mediterráneos, continentes y lo que de verdad pensaba Platón y decía o quién en realidad y por qué escribió el Apocalipsis más famoso. Un torbellino de ideas, de palabras, y, por debajo, pero no demasiado baja, que se oiga y moje en quehacer de las neuronas, las lubrifique con misteriosos mensajes que nos enviaron desde su tiempo las autores. Inextricables bosques de ideas y de palabras, Vacíos inexplicables desde que nos acechan los acontecimientos olvidados, u otros que no supo nadie, pero fueron motivo de lo ocurrido, cualquiera que haya sido. En medio de un corro de niños, cuento un cuento y advierto que lo absorben, me preguntas detalles de lo que pasó, se interesan por la suerte de los personajes que olvido en cuanto dicen su papel y se difuminan. Se mueren de risa o los adivino aterrados, según las mentiras que voy urdiendo, según alzo la niebla, cogiéndola por la esquina y pueden ver el dragón que duerme en el fondo del valle a los pies de la princesa asustada porque es incapaz de despertarlo y ahora cómo va a poder regresar al castillo de su padre, que está más allá del lago, después el bosque y la tierra de los gigantes que nadie sabe si tienen cabeza porque no alcanza la mirada allá arriba, por encima de las nubes, que sólo salen de sus cuevas cuando hay nubes, estos gigantes porque el sol, si no, los deslumbraría. El rey está muy triste, ha enviado caballeros por todas las esquinas del reino y quizá esta tarde él mismo, con su caballo alado, se ponga en camino. La niña más pequeña me pregunta lo que va a comer la princesa, y, en seguida, se me queda dormida, extasiada, soñando otro final que yo sería incapaz de soñar.

viernes, 11 de abril de 2008

Un vertiginoso afán de las palabras
por esconder su agreste catadura y yo
como siempre escondido entre sus sombras
que son
los silencios,
pero evidente luego, inoportuno como ellas.
Nuca crece bastante
el hombre
para aprender a hablar,
abandonar
su condición de niño balbuciente
que solo comprende
en alarde de amor, la madre que lo escucha
con la paciencia disuelta en ternura.
¿Has estado en alguna ocasión en alguna parte donde deberías haber dicho, según tu criterio, algo que llegado el momento callaste?
En la soledad que sigue, solo contigo, ensimismado en el recuerdo de la ocasión perdida, podrías haber tenido esta sensación de haberte comido un repulsivo condumio, cocinado con palabras pasadas, o con palabras perdidas, en definitiva con palabras ya inútiles, abandonadas en el desierto de tantas otras de arena, dichas por ti mismo o por otros.

Palabras de arena son las palabras vacías, las que se dicen sin sentir, las que poco menos que se abandonan por cumplimiento –la tía abuela solía decir que cumplimiento viene de cumplo y miento- en los saludos distraídos a alguien que te presentan por compromiso.

Queda el evidente consuelo de saber que eres su dueño, ahora, de todo lo que callaste. Lo oportuno, a partir de este momento, es olvidar la ocasión. Pensar que como no estuviste allí o estabas distraído cuando podrías haber hablado, en realidad nunca tomaste la decisión de callar. Y como obligación de decir, lo rigurosamente cierto es que no la tenías, ni nadie más que tú supo nunca lo que pensabas respecto del asunto puesto en cuestión, la única trascendencia real es la sensación esa, de haberte tragado no sabes qué, de sabor amargo y desagradable textura.

jueves, 10 de abril de 2008

El viento es el esfuerzo. La lluvia
el sudor del viento.
Entre los dos, empujan la primavera,
que si no, tal vez como tantos,
se quedara en propósito indeciso
del universo.

Yo no sé, madre, si quiero
que la primavera venga. ¿No ves
que es en primavera
cuando muere todo? ¿No ves
como nace la vida, de la muerte,
con ese olor a tierra húmeda,
con ese afán de ser nuevo,
de vivir?

En primavera, ahora, vuelve el mundo
a la adolescencia,
vuelven
a inventarse los colores y los nombres
de las cosas.

Y te echo más de menos
porque
¿quién me los va a enseñar de nuevo?
Cada día me sorprende una vuelta más de la telaraña con que se me protege del mal, prohibiéndome esto o aquello o dificultándomelo por mi bien y el de la sociedad de que formo parte, y si queréis que os diga la verdad, cada día presiento que la sociedad de los considerados como normales, está más desprotegida de los bárbaros, los considerables anormales desde mi subjetivo punto de vista y los menos respetuosos con las reglas del juego social. Ellos nos tienen más normas que las impromulgadas de su estado de contracultura, nosotros jugamos con arreglo a las cada vez más numerosas del estado de derecho y del bienestar para el malo, de que se dice con la boca pequeña al bueno que disfruta. Recuerdo el viejo cuento, la en realidad fábula de aquel abuelo que prohibía a su nieto jugar, pero si lo haces, añadía, ten en cuenta que debes saber ajustarte a las reglas y por si acaso, hacer las mismas trampas que sepan y utilicen tus adversarios porque el juego, como la vida, necesita de la igualdad de oportunidades como última razón de justicia. En un determinado estadio de la evolución del sentido moral, Séneca no admitía ni siquiera el perdón del indulto porque lastimaría una justicia herida por el desequilibrio. Tienen mucho trabajo los filósofos, en este tiempo del regreso, la decepción y el desequilibrio de tantas filosofías desenfocadas por la transgresión del sentido común que debería haber evitado por lo menos muchas de sus distorsiones del bisel de la razón más o menos pura. Hay que volver, creo, a la ingenuidad, tal vez regresar hasta el tiempo de Platon y reemprender la marcha en busca de luz, pero no para el hombre en general, tal vez si buscamos las últimas y primeras respuestas con propósito de generalización estaremos condenados de antemano a regresar al fracaso del escepticismo, porque lo que deben buscarse son respuestas para esta sociedad de hoy, en que se mueve este hombre actual que soy.

miércoles, 9 de abril de 2008

El perro me mira, mira
-llueve –me dice-, amo
-no me llames amo, amigo
-guau
-¿Qué has dicho?
-Nada; me río en mi idioma. Los amos
no tenéis perros amigos. Un amigo
no guarda jamás rencor, no se acuerda
más que del afecto que lo mueve, no hace
nada, siquiera por favor,
todo
por amor.
¿Sabes tú lo que es amor, miserable,
lo que quiere decir
estar dispuesto incluso a morir por una sonrisa,
un gesto,
una palabra?
Sólo –añadió- la vida que se vive
por amor
vale la pena.
Luego, siguió ladrando. Sabe Dios
lo que decía. -
A este paso, enloqueceremos, esquizofrénicos, atrapados en la contradicción de que se protejan nuestros datos a la vez que se lleva estrecha cuenta de ellos por cada vez más tentáculos del comercio, la administración y la información. Se nos vigila a través de innumerables ojos y oídos diseminados alrededor nuestro, se nos reduce a códigos de barras, números y sistemas binarios en que un sencillo y simple golpe de tecla nos deja mucho más desnudos que cuando vinimos al mundo ante los atentos ojos de una multitud inquisitorial, que, pura paradoja, se constituye en detentadora de la exclusiva impune de este conocimiento y su manejo.

Conozco personas que darían algo por borrarse del registro civil, no figurar siquiera como nacidas, ser olvidadas del resto y moverse por el mundo como fantasmas de sí mismos, ignorados y sólo visibles por decisión propia y en casos de estricta necesidad, y otras que darían algo por andar por la vida precedidas y seguidas de una banda de gaitas o de cornetas y tambores, heraldos y portadores de insignias y estandartes en que figurase relación de sus distinciones y méritos.

Opino que de nada vale un prolijo sistema de intento de protección de datos, en infinidad de ocasiones obstaculizador de que te encuentre la gente de bien, que es la que ignora los procedimientos subrepticios de obtenerlos, cuando resulta en cambio de sencillez poco menos que infantil que los “malos” te descubran en lo más íntimo de los escondrijos de que disponemos. Como no sea para que en el engranaje legal resulte atrapado algún ingenuo, desconocedor por más señas de los vericuetos legales administrativos, que por descuido deja escapar que otro figura en su elemental fichero de trabajo diario, en que la técnica permite husmear a los más avispados, que ya se cuidarán, ya, de no ser detectados.

martes, 8 de abril de 2008

Soñé que tenía un alfar,
soñé ser alfarero, iba
sobando aquel jarrón de cuello femenino, delicado,
esbelto y grácil,
soñé que lo acariciaba
y la pieza, carnal, toda ternura
se iba convirtiendo
en carne casi,
después en espuma,
más tarde en nube, luego en luz de luna,
al final en recuerdo,
cuando se hizo pedazos de repente
entre mis dedos sorprendidos,
mis manos
heridas de dolor, inconsolables.
De modo para mi inaudible y sólo imaginable, mientras escribo, colosales masas de energía y de materia se combinan a lo ancho del universo y se mueven, entrechocan, nacen y mueren, se aglutinan o desaparecen y no advierto nada especial. Me entero, si acaso, porque algún científico lo cuenta en una revista que cae por casualidad en mis manos. Puedo imaginarme contemplando la ingente masa de un planeta desconocido, que flota en el espacio con solemne majestuosidad aparentemente inútil. Ocurren multitud de cosas de que jamás tendremos noticia, como si fuese posible que algo de lo que pasa no tuviera que ver con el resto, todo combinado, incluso este movimiento que acabo de hacer para tratar de ahuyentar a una de las primeras moscas de esta primavera. Y al mismo tiempo, miríadas de corpúsculos microscópicos se mueven sin más ámbito que el de mi cuerpo, incluidos en el que con la misma solemnidad que el planeta de antes, asimismo viven y realizan su función peculiar, que no logro entender. Y todo esto compone la posibilidad de que en multitud de espacios se estén componiendo realidades de incalculable variedad, en que titilan, como estrellas en una noche despejada, desde lo más cruel hasta el prodigio de ternura, donde cabe entender, siendo inteligibles, donde no, ocurriendo para algo, por algo, como suena la música para componer la melodía.

lunes, 7 de abril de 2008

Con la perezosa lluvia de primavera
que ha venido a caballo del viento del norte,
-el viento del norte es verde, pero tiene
blancas las crines, de espuma-
se están desperezando las rosas y han puesto los gnomos
del jardín
los tallos de los lirios amarillos.
El aire es un olor de tierra húmeda,
germinal,
que ha dejado atónitas a todas
las muchachas en flor. Se va posando
en las notas
de la sonata que toca la niña a la hora de la siesta
y hoy suena como una palabra apenas musitada,
una palabra inédita
de amor.
Cortan hoy el suministro de energía eléctrica entre las tres y las cuatro de la tarde y nos dejan por un cortísimo espacio de tiempo de regreso en el siglo XIX, sin más recurso que velas y gas para hacer funcionar desde los ordenadores hasta los frigoríficos todo el amplio arsenal no sé si de herramientas o de armas con que nos enfrentamos habitualmente a la rutina del trabajo o del ocio alternativo nuestro de cada día. Viene bien que de vez n cuando, con no demasiada frecuencia, desde luego, y siempre a horas como ésta de la siesta, corten los suministros de agua o de electricidad y nos recuerden la poca cosa que somos cuando se nos arrebata, dándole un golpecito a un interruptor, casi todo lo que llamamos adelanto técnico del modo de vida a que nos habíamos acostumbrado. Miles de millones de personas sobreviven en el mundo a duras penas en condiciones mucho peores de las precarias en que ese movimiento, para un observador lejano imperceptible, nos deja a estos indefensos racionales que somos. Y lo peor es cuando el apagón se produce de noche y nos hallamos de pronto incapaces de apartar las sombras de que huye la razón. Alguien ha dicho que el miedo nos asalta cuando la razón se retira. Tiene razón. La razón es como si se encogiese cuando la oscuridad nos rodea, desvista de civilización y nos deja desnudos y vulnerables en el territorio del instinto. Los animales no racionales no atacan por crueldad, se defienden porque ellos, incapaces de razón, reaccionan movidos exclusivamente por el instinto de conservación. No somos enemigos para ellos, sino peligrosos adversarios en la selvática lucha por la supervivencia. El hombre, en medio de lo oscuro, se parece mucho al animal irracional que lleva en el fondo de la última capa del cerebro, ese que llaman el cerebro reptilíneo, en que reside al parecer el último jirón del instinto.

domingo, 6 de abril de 2008

No comprendo por qué, pero son distintas
las apresuradas, alegres, locas campanadas
con que el reloj de la abuela marca las doce del mediodía
de las solemnes,
ominosas, lentas campanadas
con que el mismo carillón informa de que son las doce
pero de medianoche.

Durante el día,
las campanadas son como pájaros silvestres,
de alegres colores
que juegan con la luz. De noche
son silenciosos pajarracos indescriptibles
que vuelan dentro de lo oscuro
moviendo con lentitud unas inmensas alas
hechas de miedo a lo desconocido.
No es bueno ni malo, sólo realidad, que te vas convirtiendo en protagonista de tus recuerdos y abandonando unos proyectos que ya no caben ni en el futuro previsible ni en las fuerzas que tienes para afrontarlo, pro todo eso se cambia al mudar la dimensión de lo que decides intentar, que ahora no son como antes líneas generales de algo cuyos límites difumina la lejanía. Ahora el boceto es más limitado, y por eso, más detallado, casi minucioso, como si antes se tratara de proyectar rascacielos y ahora la cabaña de la esquina del jardín que todos despreciaban porque estaba húmedo el suelo, era una umbría y el césped se iba a musgo, de modo que a la pequeña pandilla nos venía de perlas la posibilidad de pasar al otro lado del seto, más acá todavía de la tapia y desaparecer, para descanso de unos mayores hartos de las fechorías que intentábamos casi siempre con grave quebranto de nuestra integridad, lacerada por golpes, caídas, rozaduras e intentos de batir todas las marcas de velocidad en bicicleta de piñón fijo o con patín que se hubiesen registrado hasta entonces en un mundo sin Guiness todavía. ¿O lo había ya? Pues como si no, porque no estábamos enterados.

Era una época en que ni e dabas cuenta de la existencia de unas nubes que ahora ves pasar con nostalgia de su capacidad de verlo todo, mientas viajan despaciosas y solemnes, a vista de pájaro y ya sabes que pueden, si quieren, bruñir y dejar limpio y brillante, como nuevo, el engañoso azul de un cielo que dicen los astronautas que en realidad es negro profundo, pero es que ahí fuera hay, más allá de la delgada película azul que aseguran los ecologistas y verdes del mundo que estamos destruyendo, no hay más que misterios que vamos mal explicando a trancas y barrancas, arriesgando a decir que es así o de la otra manera con la mayor seriedad y seguridad, en la confianza de que tardará algún hombre todavía en salir afuera y quitarse, si algún día se la quita, la escafandra de los cuentos de ciencia ficción más antiguos y clásicos, y por ello más deliciosamente ingenuos, porque yo me permito opinar que si hay alguien alla afuera, arriba o abajo, vaya usted a saber, se parecerá a nosotros mucho, y nada de trompetillas verdes ni pescuezos elásticos, o nos e parecerá en absoluto y jamás podremos reconocerlo, que a lo peor ya estamos invadidos y los ovnis, ufos, platillos o como prefiera llamarlos cada cual, ya están aterrizando a miriadas y lo que nos invade son esos virus mutantes y microscópicos que cada temporada nos sorprenden apareciendo por las más lejanas e inesperadas esquinas del mundo.

sábado, 5 de abril de 2008

Cada tarde de domingo
íbamos, en el pueblo, carretera arriba o carretera abajo,
hasta las lunetas donde, jadeando, descansaban los viejos
y los niños emprendíamos la busca del muérdago
para cazar jilgueros,
cada tarde de domingo, cuando no había coches
ni se había producido todavía
la gran riada del tiempo,
que se ha salido, dicen, de todos los cauces del mundo, a la vez,
y ahora no sabe nadie si es cosa
del cambio climático,
pero lo cierto es que no da tiempo a ver
las cosas que pasan, que el agua lleva
con la prisa vertiginosa con que corre a la mar,
sin darse cuenta
de que la mar inmensa
es absolutamente impredecible.
Somos nada más que esto que somos, individuos de la especie humana, y, como tales, a la vez únicos y parte del todo de la humanidad. A partir de esa realidad, estamos diferenciados por la integración en grupos sociales cada vez más concretos, que van descendiendo desde esa incontrovertible verdad de que pertenecemos a la especie humana y cada vez nos identifican, concretan, definen: estamos en uno de los cinco continentes: un ser humano europeo. Estoy integrado, como tal, en una serie de características peculiares, que no son mejores ni peores, sólo peculiares, y, dentro de Europa, formo parte de una de sus identidades nacionales: español, y, dentro de España, aún me identifica vivir en una de las, llámeles como quiera, pero creo que circunstancialmente ahora se denominan oficialmente “autonomías” y fueron antes reinos, principados, condados, marcas, regiones, que, a trancas y barrancas a veces, se consolidaron en grupo social conjunto con peculiaridades comunes, que sobreviven por debajo de hechos diferenciadores que nos distinguen.

Un asturiano es muy diferente de un castellano manchego o de un castellano leonés, un andaluz o un vasco, y viceversa, pero por debajo de los innegables hechos diferenciadores, hay unas características vinculantes, que definen y delimitan su entidad superior conjunta.

Por debajo de las autonomías, integradas en ellas, están las comarcas, y, dentro, estrechando aún más el cerco, las ciudades, las villas, los pueblos y las aldeas,
en lo que se diferencian los barrios. En mi pueblo, los niños de antes de las guerras y de las televisiones, hacíamos indistintamente guerras futbolísticas o a pedrada limpia entre los barrios del Muelle, de la Fuente, de la Carretera o de la Plaza. Tuvimos incluso un inocente barrio Chino, que se reunía en los atardeceres de invierno a la vera del río, debajo de una marquesina del cine más antiguo, que, cuando lo conocí, tenía aún piano vertical, a la altura del patio de butacas, enfrentado al escenario, cuando teatro, a la pantalla, cuando cine, para amenizar películas y descansos. Y todavía concretando más, estábamos las familias, de que hasta hace bien poco formaban parte los abuelos, algún tío o tías abuelas y las chachas de servir, que vivían en casa y allí se jubilaban con puesto para coser y opinar en la solana. Por eso aquellos armarios, llenos de ropa y de manzanas, naftalina y escondrijos para los daguerrotipos y las cartas de amor que no cabían en los cajones secretos de los costureros de tapa y espejo,

Por último, cada uno, diferente, indispensable, pero miembro inseparable de cada sucesivo grupo, con las debidas consecuencias en cada caso.
Sobre la consola,
los dos quietos,
callados,
esperando con Dios sabe qué esperanza, están
el viejo reloj
y la caja de música. Alguna tarde,
llena de tristeza, desesperanzada incluso,
los pongo en marcha, escucho,
los pasos tenues de uno
y la habanera de Carmen, que retiñe la otra
y qué quieres que te diga, es
como llegar a través de la tristeza de una tarde de lluvia
a la plazuela donde está encendido en tiovivo,
escuchar,
la alegría de la música que se refleja, destellos,
en mil espejos,
la algarabía
del tropel de niños,
como contemplar la picardía de una mirada
en el escorzo de la joven que vigila
a su primer hijo o su último hermano
y no puede evitar esa hermosa sonrisa.
El reloj de la escuela se ha parado a las ocho menos dos minutos y lleva así, sin que se haya acabado el mundo, más de tres años. Cuando salgo por la tarde, ya anochecido, en invierno, en verano con el sol todavía vivo y absorto en desgastar paisaje y colores, mientras el perro baja a beber al río y se solaza con los olores que encuentra a su alcance, me reafirmo en la hipótesis de que el tiempo no existe. Una pequeña multitud de esperanzadores niños de ambos sexos, durante más de tres años, ha estado entrando y saliendo de sus clases sin que el tiempo corriese, se han hecho mayores, algunos digo yo que habrán acabado sus estudios por lo menos primarios, y el reloj, y con él el tiempo, quietos, inmóviles a las ocho menos dos minutos de Dios sabe ya cuándo. No sé si será una ilusión óptica o una interpretación subjetiva, pero tengo la impresión de que las banderas de la fachada, a ambos lados del inútil gran ojo de cíclope del reloj parado a las ocho menos dos minutos, o, para ser definitivamente exactos, entre las ocho menos tres y las ocho menos dos minutos, como si se hubiera preferido quedarse indeciso, en vez de en sobre un minuto justo, ondean con mayor y estimo que justificado optimismo. En esta época de aldeas globales, culturas y contraculturas, que yo digo que se imbrican y un bárbaro opina en el periódico de ayer u hoy que lo que ocurre es que se enfrentan, de economías inestables y de políticas indefinidas, este reloj, sin duda progresista, de las escuelas públicas de mi pueblo, ha decidido hacer un ensayo general con todo, como se dice en el teatro la víspera del estreno, de la eternidad. –

jueves, 3 de abril de 2008

Un poema
o por lo menos parte de sus versos,
puede estar,
como decía Borges del Aleph, en cualquier parte:
detrás de un pétalo mínimo de una margarita,
en la esquina del rellano de la escalera,
en la flexura de tu codo
o flotando en el aire, sobre un copo de polvo
que es
como una estrella fugaz.
Uno de mis tíos abuelos fue músico, emigró fuera de España y murió muy joven, pero no sin haber compuesto cierto número de hermosas piezas musicales, que ahora en gran parte se han recuperado y editado. Hay, entre sus obras, una que llamó “mazurca triste”, que me ja inspirado un poema a que llamo yo melancolía. Se lo he dedicado y, aprovechando las posibilidades del ordenador, superpuse la letra del poema a la música de la mazurca. Me ha resultado, no sé si bueno o malo, desde la perspectiva artística del asunto, pero, para mí, una experiencia conmovedora, que mi tío abuelo y yo, el desde su tiempo y yo ahora en el mío, hayamos conjugado nuestros sentimientos y entablado un diálogo insospechable en el que le digo que comprendo la saudade de esta pieza musical suya, y, a la vez, la esperanzada brillantez que contiene, porque, al escribirla, es evidente que recuerda lo que perdió, pero lo que halló en su nueva tierra y su familia recién creada, le ha abierto a su juventud un cauce de ilusionada esperanza. Le dediqué el poema, le digo al hacerlo, porque supo decir con la música muchas de esas cosas que no se pueden decir con palabras.
La mañana está hoy naciendo entrelazada,
sujeta por mensajes que los pájaros pían, hay
-me dicen-
nada menos que cinco jilgueros en la tapia del jardín
y ayer
alguien de casa oyó cantar al mirlo.

Augura no sé quién que dentro de poco no habrá pájaros,
nacerá, entonces, cualquier mañana de sol,
desparramada, quien sabe
si dispersa,
rota en mil pedazos erráticos de luz
que en seguida, el buen Dios, hará que se conviertan
en pájaros: jilgueros, calandrias, alondras
y mirlos
para que todo vuelva a ser igual,
porque la vida, a pesar de todo,
por tremendo que haya sido el paso del hombre
con su muerte al hombro,
será el luminoso final de todo y su principio.
La búsqueda de un papel se convierte en obsesión cuando el papel está oculto entre muchos de su misma clase, condición y apariencia, es como buscar, nunca mejor dicho, una aguja en un pajar, y en eso estoy, pero sería una mera anécdota si el empeño no me hubiese traído los papeles olvidados, que en su día carecieron de importancia, como una carta para dar noticias mínimas de lo cotidiano, o como una apresurada nota, tomada para recordar lo después inexorablemente olvidado, algún dibujo retenido de una reunión en que otro, con dotes para ello, dibujó al azar mientras hablaba o calló, el inicio de un poema inacabado o de un artículo fallido sobre la actualidad de hace muchos años, enhorabuenas y pésames entonces tan agradecidos, viejas fotografías. Es como si la vida, hecha jirones, apareciese lo mismo que un paisaje por entre hilachas de niebla. Al final, muy al final, encontré el papel, cuando ya había hecho sobre la mesa cuatro montoncitos de otros arrugados, amarillentos, que ahora convertiré en páginas de otra carpeta que pasado mañana se habrá estabilizado de nuevo, bajo la lluvia de polvo de cada día, un polvo casi impalpable, hecho en gran parte de residuos de residuos de nuestras células muertas, que en lugar de enterrar, vuelan y se divierten, reconvertidas en pequeñas estrellas o en mínimos planetas, que se bañan gozosas en cualquier rayo de sol ue las sorprende y abarca.

martes, 1 de abril de 2008

Todo
se reanuda sin cesar:
soy el eco de mi ayer, profecía
de mañana,
que ocurrirá o no, según disponga
Algo
o Alguien
que he de escribir, entre el respeto, a admiración
y el temor, no olvidéis el temor, con mayúscula.
Todo es una insistencia reiterada
para hacer no sé qué. de lo que hago cada día,
que será lo verdaderamente importante,
la razón
por la que estoy aquí.
Ha sido otra obsesión humana la de viajar en el tiempo, y tal vez el concepto del cielo sea estar de nuevo en todos los tiempos, es decir en el único instante que los abarca y es la eternidad, que , así, resucitar sería volver al lugar de procedencia de lo que llamamos vida, donde estaría aquélla de que participamos todos, este misterioso don, intangible, que se incluye en el cuerpo antes de nacer y se separa, cuando en el cuerpo se agota la posibilidad de estar, igual que sale el agua, con un último gorgoteo, también, de su recipiente, por el desagüe, lo mismo que con un primer vagido se manifestó al nacer. Descubrir, recorrer, apoderarse de un territorio, construir en él, gobernar una familia, una tribu, la comunidad. Hundirse en la mar, volar, trepar a las estrellas. La voracidad humana no se detiene sino ante lo imposible: recorrer el tiempo, río arriba o abajo, pisar una estrella, respirar sin aire. Es posible que seamos como somos, limitados, para que no podamos ir más allá de donde nos concierne hoy, ahora, en cada rincón, plúteo, momento del tiempo, uno, en realidad y siempre éste, para que el sueño nos pinta lo que en seguida pasaremos a recordar.