viernes, 18 de abril de 2008

Cuesta trabajo, a veces, meterse por los caminos erráticos de un libro cuyo autor se advierte que tiene dificultades para contar lo que para otros resulta sencillo cuando dejan correr la imaginación sin más y van contando. Hay gente, autores, incluso imaginativos, que son incapaces de transmitir, tal vez por intransitivos, lo que pretenden contar. Yerran, en mi opinión cuando, al releer lo que llevaban escrito, les parece escaso de valor por su sencillez y lo recargan mudando palabras, poniendo, con calzador, extravagantes metáforas. Reescriben sobre lo escrito, como en un extraño palimpsesto de que cuesta ímprobo trabajo intentar el rescate del hilo narrativo. Debe tener, esta conducta, la explicación de que se escribe tanto que los noveles buscan, exasperados, todavía no desesperados, pero con temor de llegar a estarlo, modos de distinguirse del de al lado, de llamar la atención del editor o de sus consejeros, abrumados de trabajo, distraídos, tentados de hacer nada más que lo que un amigo mío llama “lecturas sesgadas”, o lo que es lo mismo, “diezmadas”, de los libros que tienen que hojear y ojean por obligación, sin pararse a pensar que vienen envueltos en la vocación anhelante del novel que busca rincón desde que contar lo que se le ocurre porque la tiene de cuenta cuentos o de contador de historias.

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