sábado, 5 de abril de 2008

El reloj de la escuela se ha parado a las ocho menos dos minutos y lleva así, sin que se haya acabado el mundo, más de tres años. Cuando salgo por la tarde, ya anochecido, en invierno, en verano con el sol todavía vivo y absorto en desgastar paisaje y colores, mientras el perro baja a beber al río y se solaza con los olores que encuentra a su alcance, me reafirmo en la hipótesis de que el tiempo no existe. Una pequeña multitud de esperanzadores niños de ambos sexos, durante más de tres años, ha estado entrando y saliendo de sus clases sin que el tiempo corriese, se han hecho mayores, algunos digo yo que habrán acabado sus estudios por lo menos primarios, y el reloj, y con él el tiempo, quietos, inmóviles a las ocho menos dos minutos de Dios sabe ya cuándo. No sé si será una ilusión óptica o una interpretación subjetiva, pero tengo la impresión de que las banderas de la fachada, a ambos lados del inútil gran ojo de cíclope del reloj parado a las ocho menos dos minutos, o, para ser definitivamente exactos, entre las ocho menos tres y las ocho menos dos minutos, como si se hubiera preferido quedarse indeciso, en vez de en sobre un minuto justo, ondean con mayor y estimo que justificado optimismo. En esta época de aldeas globales, culturas y contraculturas, que yo digo que se imbrican y un bárbaro opina en el periódico de ayer u hoy que lo que ocurre es que se enfrentan, de economías inestables y de políticas indefinidas, este reloj, sin duda progresista, de las escuelas públicas de mi pueblo, ha decidido hacer un ensayo general con todo, como se dice en el teatro la víspera del estreno, de la eternidad. –

No hay comentarios: