sábado, 5 de abril de 2008

Somos nada más que esto que somos, individuos de la especie humana, y, como tales, a la vez únicos y parte del todo de la humanidad. A partir de esa realidad, estamos diferenciados por la integración en grupos sociales cada vez más concretos, que van descendiendo desde esa incontrovertible verdad de que pertenecemos a la especie humana y cada vez nos identifican, concretan, definen: estamos en uno de los cinco continentes: un ser humano europeo. Estoy integrado, como tal, en una serie de características peculiares, que no son mejores ni peores, sólo peculiares, y, dentro de Europa, formo parte de una de sus identidades nacionales: español, y, dentro de España, aún me identifica vivir en una de las, llámeles como quiera, pero creo que circunstancialmente ahora se denominan oficialmente “autonomías” y fueron antes reinos, principados, condados, marcas, regiones, que, a trancas y barrancas a veces, se consolidaron en grupo social conjunto con peculiaridades comunes, que sobreviven por debajo de hechos diferenciadores que nos distinguen.

Un asturiano es muy diferente de un castellano manchego o de un castellano leonés, un andaluz o un vasco, y viceversa, pero por debajo de los innegables hechos diferenciadores, hay unas características vinculantes, que definen y delimitan su entidad superior conjunta.

Por debajo de las autonomías, integradas en ellas, están las comarcas, y, dentro, estrechando aún más el cerco, las ciudades, las villas, los pueblos y las aldeas,
en lo que se diferencian los barrios. En mi pueblo, los niños de antes de las guerras y de las televisiones, hacíamos indistintamente guerras futbolísticas o a pedrada limpia entre los barrios del Muelle, de la Fuente, de la Carretera o de la Plaza. Tuvimos incluso un inocente barrio Chino, que se reunía en los atardeceres de invierno a la vera del río, debajo de una marquesina del cine más antiguo, que, cuando lo conocí, tenía aún piano vertical, a la altura del patio de butacas, enfrentado al escenario, cuando teatro, a la pantalla, cuando cine, para amenizar películas y descansos. Y todavía concretando más, estábamos las familias, de que hasta hace bien poco formaban parte los abuelos, algún tío o tías abuelas y las chachas de servir, que vivían en casa y allí se jubilaban con puesto para coser y opinar en la solana. Por eso aquellos armarios, llenos de ropa y de manzanas, naftalina y escondrijos para los daguerrotipos y las cartas de amor que no cabían en los cajones secretos de los costureros de tapa y espejo,

Por último, cada uno, diferente, indispensable, pero miembro inseparable de cada sucesivo grupo, con las debidas consecuencias en cada caso.

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