viernes, 18 de abril de 2008

Las nubes, sobrecargadas, sucias, embarazadas de agua, disminuyen el tamaño del día y del paisaje. Salgo a la calle y fluye el tiempo, hecho agua en el tono de voz del viento. Se arremolina y me moja. La lluvia es de algún modo humillante. Me hace sentir indefenso, incapaz de salir de su territorio. Me hace concebir la sospecha de que el sol está, por más que digan, enfermo o enfadado y se ha ido a su rincón de pensar, desde que hoy se limita a soñarnos, a los humanos a que otros días castiga con esa deslumbrante luz inédita en que consiste la parte de primavera que sirve para presentir el verano y no es como esto de hoy, esta lluvia, que es la parte de la primavera que sirva para recordar el invierno. La primavera es así, como una adolescente caprichosa, que juega a ser el último amor de cada hombre maduro o el primero de cada adolescente todavía provenzal y desconcierta a ambos, los turba y desorienta, y ella se ríe de su propia y para ella ininteligible turbulencia.

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