domingo, 13 de abril de 2008

De alma dormida, en eso estamos, los viejos, a la puerta del otro lado, pero todavía aprendiendo con avidez, leyendo, con la fuerza que quede cada día para ir descubriendo mediterráneos, continentes y lo que de verdad pensaba Platón y decía o quién en realidad y por qué escribió el Apocalipsis más famoso. Un torbellino de ideas, de palabras, y, por debajo, pero no demasiado baja, que se oiga y moje en quehacer de las neuronas, las lubrifique con misteriosos mensajes que nos enviaron desde su tiempo las autores. Inextricables bosques de ideas y de palabras, Vacíos inexplicables desde que nos acechan los acontecimientos olvidados, u otros que no supo nadie, pero fueron motivo de lo ocurrido, cualquiera que haya sido. En medio de un corro de niños, cuento un cuento y advierto que lo absorben, me preguntas detalles de lo que pasó, se interesan por la suerte de los personajes que olvido en cuanto dicen su papel y se difuminan. Se mueren de risa o los adivino aterrados, según las mentiras que voy urdiendo, según alzo la niebla, cogiéndola por la esquina y pueden ver el dragón que duerme en el fondo del valle a los pies de la princesa asustada porque es incapaz de despertarlo y ahora cómo va a poder regresar al castillo de su padre, que está más allá del lago, después el bosque y la tierra de los gigantes que nadie sabe si tienen cabeza porque no alcanza la mirada allá arriba, por encima de las nubes, que sólo salen de sus cuevas cuando hay nubes, estos gigantes porque el sol, si no, los deslumbraría. El rey está muy triste, ha enviado caballeros por todas las esquinas del reino y quizá esta tarde él mismo, con su caballo alado, se ponga en camino. La niña más pequeña me pregunta lo que va a comer la princesa, y, en seguida, se me queda dormida, extasiada, soñando otro final que yo sería incapaz de soñar.

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