lunes, 7 de abril de 2008

Cortan hoy el suministro de energía eléctrica entre las tres y las cuatro de la tarde y nos dejan por un cortísimo espacio de tiempo de regreso en el siglo XIX, sin más recurso que velas y gas para hacer funcionar desde los ordenadores hasta los frigoríficos todo el amplio arsenal no sé si de herramientas o de armas con que nos enfrentamos habitualmente a la rutina del trabajo o del ocio alternativo nuestro de cada día. Viene bien que de vez n cuando, con no demasiada frecuencia, desde luego, y siempre a horas como ésta de la siesta, corten los suministros de agua o de electricidad y nos recuerden la poca cosa que somos cuando se nos arrebata, dándole un golpecito a un interruptor, casi todo lo que llamamos adelanto técnico del modo de vida a que nos habíamos acostumbrado. Miles de millones de personas sobreviven en el mundo a duras penas en condiciones mucho peores de las precarias en que ese movimiento, para un observador lejano imperceptible, nos deja a estos indefensos racionales que somos. Y lo peor es cuando el apagón se produce de noche y nos hallamos de pronto incapaces de apartar las sombras de que huye la razón. Alguien ha dicho que el miedo nos asalta cuando la razón se retira. Tiene razón. La razón es como si se encogiese cuando la oscuridad nos rodea, desvista de civilización y nos deja desnudos y vulnerables en el territorio del instinto. Los animales no racionales no atacan por crueldad, se defienden porque ellos, incapaces de razón, reaccionan movidos exclusivamente por el instinto de conservación. No somos enemigos para ellos, sino peligrosos adversarios en la selvática lucha por la supervivencia. El hombre, en medio de lo oscuro, se parece mucho al animal irracional que lleva en el fondo de la última capa del cerebro, ese que llaman el cerebro reptilíneo, en que reside al parecer el último jirón del instinto.

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