miércoles, 29 de septiembre de 2010

Digo yo que un derecho es algo, comoquiera que prefieras definirlo, de que alguien, a quien el derecho pertenece, puede o no ejercitar. Me refiero hoy al de huelga. Puedo, si quiero, yo sólo o colectivamente, en ejercicio de ese derecho, declararme en huelga. Si alguien me obliga, ya no se trata de un derecho, sino de algo que alguien me obliga de algún modo a hacer. Nadie está legitimado para aseverar que un colectivo, en su totalidad o en determinados porcentajes de sus componentes, se ha declarado en huelga, ha ejercitado colectivamente su derecho, cuando una parte mayor o menor de ese colectivo ha sido obligada de algún modo –se incluyen la coacción y la violencia física- a hacerlo.

A partir de ahí, cuantas conclusiones se pretendan obtener de este sólo supuesto ejercicio, en parte irreal, serán irreales, falsas, virtuales, engañosas y equivocadas.

No lo digo aquí y ahora con intención ni finalidad política, económica o social de ninguna clase, sino desde el punto de vista puramente filosófico.

Toda una multitud, constituida por cuantos querrían haber vivido hoy una jornada normal y realizado como cada día su rutina ha sido molestada inútilmente. Y pongo como ejemplo el mío, que fui esta mañana a una superficie comercial donde estaba comprando víveres para mi casa, cuando unos desconocidos han llegado y ordenado sin más trámite cerrar el establecimiento, que, hasta entonces, había sido abierto y estaba funcionado pacífica y normalmente, “porque hoy es día –gritaron- de huelga general, y hay que cerrar”. Se me ha expulsado de allí, informado por un empleado de que en cuanto se fuesen los desconocidos perturbadores, el comercio se reabriría, como en efecto ocurrió, y podría, como en efecto pude, completar mis compras. Parecería cómico, si no resultara tan lamentablemente trágico.

Nadie debería, en lugar civilizado, poder obligar a otros varios a ejercitar derechos contra su voluntad, protestar o aclamar, cuando no se quiere hacer, y si tal ocurre, el país ha dejado de ser un estado de derecho, la libertad se ha coartado, la paz se ha alterado y la justicia ha brillado por su ausencia para remediarlo.

Personalmente, me parece lamentable demostración de la errática manera de que, evidentemente tan asustados como desorientados, nos estamos enfrentando a la posibilidad de estar cerca de la salida del túnel de las crisis y descubriendo que casi nada es igual ahora y es preciso inventar para este paisaje, este mundo nuevo, tan diferente de aquél de casi ayer mismo.

martes, 28 de septiembre de 2010

Hubo, en la antigua Grecia, tan democrática, ella, tres clases de prostitutas: Las dicteriades, que atendían “a las clases más bajas”, las financió primero el gobierno municipal, y más tarde, dado que debió apreciarse la posibilidad lucrativa del negocio, se convirtieron en autónomas o en empleadas privadas; las auletrides, que se ocupaban de la “clase media”, y a diferencia de las anteriores, que carecían de preparación alguna, fueron doctas en danzar y tañer instrumentos musicales, técnicas en el desvelarse y con frecuencia se las contrataba para determinadas celebraciones, y, por fin, las hetairas, putas de lujo, con clientela distinguida, educadas y bien aderezadas, cuyos arrendadores las llevaban consigo incluso a los actos públicos. Me temo que en el mundo, hay cosas y casos elementales que han cambiado poco con los tiempos, habiendo como hay en cambio otros sustancialmente diferentes. Lo único, que, lo mismo que en general y en el medievo las obligaban a llevar picos pardos en el vestido –de ahí “irse de picos pardos”-, a las dicteriades les mandaban ponerse pelucas amarillas, para distinguirlas de las otras griegas supuestamente decentes, casi siempre morenas y hoy ni siquiera las distingue la exigüidad de los faldellines y las perneras de los pantalones, a menos que yo esté en la higuera y haya más de las que se suponía, ni darle vueltas a la bolsita de los protectores, como si fuese un molinillo, cuando se ponían en las esquinas, los cruces, las encrucijadas, ni siquiera las transparencias de los siete velos.

De un modo o de otro, nos precederán en el Reino. Yo les tengo afecto, dan, a cambio de dinero, apariencia de amor, siquiera sea verdad que disfrazado de todas las tristezas, pero ¿acaso no es cierto que casi todos los amores torrenciales, y antes cuanto más tumultuosos, desembocan en el mar de la tristeza?

La literatura dice que muchas, luego, reconvierten de nuevo el dinero más miserable en caridad fraterna familiar o maternal.
El día de nacer no hay nada
que avise a nadie de lo que está pasando. Nacer
es cosa de mi madre y mía.
Llevamos nueve meses hablando,
acariciándote, yo, madre, a ti, por dentro,
tú a mi, lo sé,
como un ciego palpa y conoce,
mi cabeza,
las manos,
el sexo.
Nadie sabe como nosotros
que hoy es el día más importante que vamos a compartir,
éste
y el de morir uno de los dos, tú o yo,
sin habernos dicho todavía
las palabras todas con que nazco,
con que me esperas.
¿Qué pasa,
a dónde fueron
todas aquellas palabras que tendría que haberte dicho
y que dejábamos
de un día para otro, hasta no tener
ya
más que este silencio
con que uno vive ahora
cuando el otro está muerto.

lunes, 27 de septiembre de 2010

Estoy de rodillas. Os aseguro, Anado, Rommey, Wanda, y todos cuantos habéis puesto un comentario, a lo largo del tiempo, pacientemente, durante años, sin que yo os dijese, sin que yo acusara recibo, sin que yo os agradeciera la compañía, el roce de vuestras palabras con mis palabras, el insuflar de vida que para mí ha supuesto esta tarde saber que estuvisteis ahí, y el muy imbécil que soy, sin darse cuenta de que quienes administran de verdad el blog habían inventado un apartado, ellos de buena fe, los pobres, por si los spam y los cockies y todas esas vicisitudes que andan al acecho y son la parte oscura que se necesita para equilibrar la tierna contextura de vuestra voz hermana, más que amiga. Estoy de rodillas y tengo el corazón, la cabeza, los tobillos, el hígado o cualquiera que sea el órgano donde se fragüen la amistad, el afecto, el cariño, la bienquerencia, agradeciendo que durante años hayáis respondido, hablado, cuando yo me sentía tan solo, cada vez que abría el blog y me encontraba con cero comentarios, en lo más profundo del bosque, en la selva sideral que existe sin duda entre los planetas de las galaxias lejanas. Bienvenidos. Os abrazo. He leído hoy lenta, cuidadosamente, cada renglón, cada manojo de palabras, y mis escritos para recordar de qué iba la conversación. No me salen palabras bastantes de agradecido afecto. Imaginadlas como un repique volandero de campanas, que han echado fuera de las grietas de la espadaña, de los mechinales de la torre a la multitud alborotada de las cornejas. Hoy ha sido fiesta en este blog. Gracias, gracias, gracias.
Me deja pensativo cada seguidor de huellas que separa de un texto lo que interesa a su modo de pensar, se olvida del contexto y subraya que tal o cual prestigioso autor está de acuerdo con su modo de pensar. Todos leemos tanto que al final encontramos que otro dijo algo parecido, Mira por donde –nos apresuramos a abrir ficha-, el excelentísimo don Fulano dice lo miemos que yo. Y ponemos una piedra más al monolito que nos sustenta.

Opino que he de repasar con mayor minuciosidad y atención los textos que se oponen a mis convicciones. Podrían ayudarme a entender mejor, o a reconsiderar muchas de las cosas de que haya estado convencido. Y luego hay que arriesgarse. Si leímos ya tanto, seguro que habremos llegado a conclusiones propias. Unas convicciones que será siempre un riesgo comunicar. Y ahí es donde y cuando juega y cuenta el conocido adagio de que se es dueño de cuanto se calla y esclavo de lo que se dice. Se puede optar, y para hacerlo, preconsiderar si hay o no razones para compartir lo que se piensa. Si la hay, habrá siempre quien opine diferente o en contra. Incluso quien diga que ni siquiera en la forma acertamos para tratar de decir lo que en opinión de otro, ni se entiende.

Ni siquiera coincidir con lo que alguien más opina sobre algo, no es garantía de tener razón. También los errores pueden compartirse, por mucho que sea el prestigio de los que se equivoquen con nosotros o nos induzcan, tal vez de buena fe, tal vez involuntariamente, a que nos equivoquemos con ellos. -
No sé si merece la pena tratar de cambiar cosas de las que alguien dice que van a pasar. Es éste un mundo peculiar, el único que por cierto tenemos, en que inmiscuirse en un proceso cualquiera puede por paradoja ser contraproducente y servir de apoyo al contradictor. Tengo observado que si alguien con prestigio opina algo, cuantos lo envidian se ponen, en virtud de vete a ver qué oscuros automatismos psicológicos, en contra y así a favor de la postura contraria. Psicología y psicopatología se complementan o se suplementan, conforme a la también observada coexistencia habitual y pienso que necesaria da cada cosa y cada concepto con sus contrarios. Vivir no es un camino placentero, sino lleno de obstáculos, problemas y contradicciones, que, al resolverse favorable o desfavorablemente equilibran el hecho mismo de vivir, ¿Hecho? ¿acto?, la diferencia es evidentemente importante. El acto es deliberado, el hecho puede ser casual. En medio está la negligencia, que puede ser asimismo casual o responsable en mayor o menor medida. En Derecho, donde se hila muy fino a veces, cuando el que opina es un verdadero jurista, hay una extraordinaria meticulosidad en la determinación de los grados de diligencia exigible para exonerar de responsabilidad o para imputarla. Recuerdo siempre una frase de Saleilles, de frecuente cita, que dejó dicho que “la vida está llena de ruptura de unidades y de atentados contra la lógica”.

Puede que estemos aquí y disfrutemos del privilegio de vivir para enfrentarnos a esta curiosa situación de que cada paso, unido a la serie anterior y a los que queden por dar, supone el ejercicio de una opción y su conjunto establezca una conducta por entre cada idea y su contraria, equilibradas a cada lado y desequilibrantes con su respectiva atracción. En el ex libris inicial de “El filo de la navaja”, novela en su día llevada al cine, creo recordar que se decía que “el camino de la vida es arduo y difícil, como el filo de una navaja”. Más o menos, es la misma idea. Ah, si, el autor era Somerset Maugham, la escribió allá por los años cuarenta del siglo pasado y protagonizaban la película Gene Tierney y Tyrone Power.

domingo, 26 de septiembre de 2010

¿Recuerdas haber sido
antes
de ser?

¿De dónde vienes, entonces?

¿Dónde estabas
cuando los hombres
inventaron el tiempo y el dinero?

¿Dónde estabas?

¿Por qué no hiciste algo?

Me miras y contestas:
¿Y tú?
No correré más
sobre las piedras, playa adelante,
buscando miradas a la mar.
No correré, soy un viejo
que se ha detenido a mirar
cómo corren
los niños y las olas.
Ya
no correré nunca,
perseguido por el viento,
por la fantasía,
por la vida,
que nos llegaba entonces,
cuando niños,
y corríamos siempre a barlovento.
Si al llegar a mi edad no has logrado construir tu propio mundo, conmixtión de realidad y fantasía en el recuerdo, como cimiento de tus conclusiones actuales y de la escasa esperanza del efímero futuro que me cabe esperar, es probable que ya no tengas ocasión.

Un mundo propio da carácter secundario a las citas de autoridad que hagas. Tus citas serán prioritarias y habrás descubierto que si están en tela de juicio, no lo están menos las que antes usabas para prestigiar tu provisional coincidencia de criterio con alguna de ellas para reforzar cualquier argumentación.

Citas, las nuestras, que no lo son de antología, pero sirven para andar por casa con la misma probabilidad de certeza que cualquier otra de reconocido prestigio. Y sin embargo continúa resultando sorprendente la capacidad de algunos de los que leo con más o menos frecuencia para expresar algo como a mí me habría gustado saber hacerlo. Elegancia, sencillez, concisión. Contrasta con este perderse en palabras, como los niños de los cuentos se suelen perder en lo más profundo del bosque, demasiado frecuente en mis digresiones. ¡Corrígelo, imbécil! –aúlla otro de mis yos; y el otro yo mío, el principal, me vuelvo airado y respondo que entonces se perdería la frescura; y él, ladino, cruel: ¿a qué frescura te refieres?-

Prefiero la frescura llena de errores a la bruñida perfección nítida y neta, esterilizada, de laboratorio. Seguro, sin embargo, que hay un respetuoso término medio. Respetuoso por el respeto que al escribir debemos al lector, aunque sea improbable, aunque no exista. Por pocos que sean.

sábado, 25 de septiembre de 2010

Non licet importar lo indeseable. Y lo es un deliberado provocador. De eso ya tenemos bastante y no necesitamos pagar a alguien que mejor en su ámbito, su origen, su país, que ya sé que somos ciudadanos del mundo y que es derecho fundamental que respeto asentarte donde mejor te parezca y nacionalizarte donde convenga a tus deseos e intereses. Pero que sea sin olvidar que donde fueres, para empezar, hagas lo que vieres. Nadie está legitimado para llegar y tratar de implantar nuevos modos de desazonar a por lo menos la mitad, o, si quieres, una parte importante del personal de a pie del lugar de destino. Si vienes a tierra extraña, si se te llama, se te paga, y bien pagado, por ejercer tu profesión, trabaja y no molestes deliberadamente a los demás. Que estamos dispuestos a darte la bienvenida, a por lo menos tolerarte y respetarte, en la medida que nos respetes. Y si insistes en ese afán de molestar y decir en cada momento lo que más pueda descomponer, herir, desacreditar al vecino, aunque sea tu adversario, aunque no piense como tú, aunque entiendas que es obstáculo para tus fines, propósitos o ambiciones, alguien, y mejor que sea cuanto antes, te dará la patada de Charlot y te devolverá al sitio de donde entonces estará claro que no deberías haber salido.
Me escriben una carta grandilocuente. Es divertido. Todos, yo por lo menos, hemos escrito así alguna vez. Puro Góngora, hipérbaton incluido. Ahora, ancianito, me doy cuenta de la vanidad de la grandilocuencia. Da pena que palabras de enorme concepto, usadas a humo de pajas, se conviertan en su caricatura, como si las viéramos reflejadas en espejos cóncavos y convexos, de los que ponían en las ferias para deformarnos la figura. Otra pena que sea imprescindible hacerse viejo, ya sin ambición de llegar, puesto que estás de vuelta, para advertir el tamaño de algunas de las cosas que pasan y comprender el significado de los significantes que echan sobre ti los manipuladores de cerebros. Uno mismo se mira al espejo –dale hoy con los espejos- y resulta hasta divertido contemplarse e ir advirtiendo, cada día un poco más, la verdadera dimensión del muñeco que presumía de parecer, y hasta puede que a veces de ser, algo o alguien.

Un hombre ha de serlo –me dijo un amigo una vez-, hasta tal punto que si le quitas los adornos no parezca una percha. Quevedo le escribió al doctor don Juan Pérez de Montalbán que “el doctor, tú te lo pones, el Montalbán, no lo tienes, conque, quitándote el don, quedas Juan Pérez, a secas”. Sobrevivir te va reduciendo a tu tamaño. Por lo menos, a mí me lo hace.

De algún modo, comprendo a Juan Ramón, que preparó no sé cuántas ediciones, todas corregidas, pero paradójicamente adelgazadas, de sus propias obras. Obsesión por ir quitando palabras, para tratar de llegar a decir la pura esencia de las cosas y de los conceptos. Solo que las cosas y los conceptos, además de su esencia, la estructura, la osamenta, tienen carne y agua, espuma y barrocos racimos, que los visten, adornan, que difuminan sus perfiles y hacen la vida soportable.

Si nos quedásemos con la esencia, nos habríamos convertido en ermitaños. Y la mayoría no lo somos.

viernes, 24 de septiembre de 2010

No encuentro más defecto a la novelística británica sobre aventuras en la mar que su desprecio por la marina española a que casi todos los grandes autores ingleses consideran compuesta de oficialidad y marinería torpes de solemnidad, lentos en la maniobra y fáciles de derrotar en combate naval abierto.

O’Brien, C.S. Foster, Dewey Lambdin, me han traído y llevado por los siete mares, cosa que nunca les agradeceré bastante porque los niños que nacimos a la orilla de la mar, indefectiblemente sufrimos su atractivo, nos gustaría surcarla o haberla surcado, pero en muchos casos, de que es ejemplo el mío, por una u otra razón acabamos en marineros de agua dulce, monolíticos ciudadanos hincados “donde pisa el buey”, como dice la marinería.

Disfrutamos muchos, yo por ejemplo, con esos hombres de mar y por sus hazañas, pero aún más que por las guerreras, por el contenido de los libros de bitácora, las mudanzas caprichosas del tiempo, el peculiar sonido del viento en los cordajes, el tacto puramente imaginado, pero lleno de problemas y dificultades, de las velas mojadas, que hay que largar o recoger desde las gavias, la emoción de trepar por los obenques, la sosegada paz de una noche cuajada de estrellas, con calor, calma chicha y esa inquietud esperanzada de la nube que apunta en el horizonte y el guardiamarina, que somos, por virtualmente que sea, le asestamos el catalejo abollado por tanto avatar.

Porque la navegación atractiva de veras ha sido siempre a vela y ventura de los tiempos, conjugada con la habilidad para calcular el trapo o su sobra y aprovechar desde cualquier postura el más mínimo soplo o defenderse de los rabotazos peores, casi malintencionados de una mar incapaz de crueldad, que es posible que cuando se encrespa sea un juego o la probatura de las capacidades de quienes la desafían.

Yo me apunto a todas, ya nada más que sobre el papel, claro, desde los cascarones de Colón hasta los modernos buques que casi oyen, ven y entienden, incluidos los desafiantes barquichuelos vikingos y el artefacto del capitán Nemo, por más que éste sea como mis singladuras, pura fantasía.

Lo único, que me duelen las ocasiones en que los protagonistas de mis ingleses preferidos zurraron la badana a mis compatriotas, como cuando Trafalgar, o como cuando la Invencible. Me consuela pensar que en la Historia venían los nuestros cansados de Lepanto y de aquello de que no hubiese más barcos respetados en el Mediterráneo que los marcados con las barras de Aragón y Cataluña.
Viajar, dijo alguien -casi todo lo ha dicho alguien ya, y casi siempre mejor-, es morir un poco. Una gota de ingenio a que podría añadirse que a la vez, viajar es nacer un poco.

Anda, me dirás, y quedarse. Quedarse, estarse relativamente quieto, también es morir y nacer, en cuanto la vida es movimiento y sólo estás quieto ese momento después de haber nacido, antes de iniciar el primer aullido del llanto y tras de haber muerto o casi, mientras el alma se despide del cuerpo, se despega y olvida. Morir podría ser, pienso, perder la memoria. Alguien que ha olvidado todo, ya no está en este mundo y creo que nadie sabe si estará en otro.

Madrid, un hotel, gente oriental. Creo que todavía vienen más japoneses que chinos, en esos grupos parlanchines y sonrientes que gorjean en el vestíbulo de los hoteles de cuatro estrellas o de estos de cinco a que ya con motivo de la crisis se les está cayendo una y se advierte, sobre todo si sueles venir con cierta frecuencia, porque es como contemplar la inexorable decadencia de alguien de la familia, que, atildado antes, ya se deja ir con la camisa arrugada y los pantalones acordeonados.

Otoño en el umbral. Te asomas por la mirilla y está ahí, con su traje color de hoja seca y ese vago olor a quemado reciente o a tierra húmeda. Una calle está cerrada por las interminables obras de Madrid y el taxista me lleva por sus alternativas, que me hacen recordar otros tiempos de estudiante y juventud, los que llamaría Priestley días radiantes. Se me ocurre que antes de perder más facultades, he de realizar un viaje sentimental por el Madrid de mi época de estudiante. Aún quedan tiendas y chiscones de entonces, o parece que quedan, aferrados a un soplo de vida, supongo al verlos cuando paso. Y aquella tienda. Y esa acera. La esquina. No es permisible, al llegar a cierta edad, consentirse la nostalgia. Toda aquella gente asociada a cada lugar, cada paso, permanece en la memoria como era. Si ahora nos encontrásemos es poco probable que nos reconociésemos. ¿Seguimos existiendo en realidad? Simone de Beauvoir se preguntaba si los lugares, cuando ella no estaba, permanecerían o no. ¿Existe Venecia desde que yo no estoy? ¿O San Martín de Valdeiglesias? ¿O Urueña, con sus libros polvorientos y sus libreros aburridos? Esta misma estancia, el rincón donde me reduzco a escribir ¿siguen estando aquí cuando yo no?

martes, 21 de septiembre de 2010

Asoma el hocico el viento del nordeste, que casi nunca es huracanado, pero húmedo sí, de polvo de espuma, que el viento del nordeste es el que afloja la presión del verano, aquí en la costa y les pone crines blancas, de espuma, a las olas y la desmenuza en polvillo y la trae, casi aire, hecha humedad que a los viejos se nos atraganta al respirar y nos da congoja, cuando parece mermelada el aire húmedo, propio del viento del nordeste. Adoramos, en la costa, este viento, que cuando más verano enfría, quita el sofoco, reseca, a pesar de todo, la hierba y se queja el ganadero de que le agosta la pación.

Hoy es fiesta, san Mateo, así se llamaron uno de los apóstoles y mi bisabuelo, el padre de mi abuelo materno, que era músico. Mis dos carencias son el inglés, como idioma, y saber tañer cualquier instrumento, como ser humano. Los humanos, que necesitamos expresarnos de todos los modos posibles, deberíamos saber, todos, tocar algún instrumento, decir personalmente la música, que, donde acaba la poesía, es capaz de dar cauce de expresión todavía más clara, lúcida. Mi bisabuelo Mateo dirigía, tocaba el violín y el piano, y el otro de sus hijos, mi ti abuelo Pedro, fue concertista de piano y compositor de hermosas piezas musicales que por fortuna ha sido posible recuperar, en casi totalidad y enlatar en cedés. Aprovechando el ordenador, superpongo a la música de mi tío abuelo Pedro, que murió muy joven, cuando la gripe del dieciocho, en Portugal, su patria de matrimonio y adopción, algún poema escrito por mí y creo que mi abuelo Emilio y mi tío abuelo Pedro, me escucharían quiero creer que complacidos. Mi abuelo Emilio tocaba el piano y el violín, también, pero yo no lo oí nunca, porque no volvió a tocarlos desde que murió su único hermano. No conocí ni a mi bisabuelo Mateo ni a mi tío abuelo Pedro, ambos nombres de apóstoles, pero hoy, día de san Mateo, les dedico un recuerdo.

Mi otra carencia es el inglés. Cuando aquel bachillerato de mil novecientos treinta y nueve, época de ser o de parecer neutrales en la tremenda guerra que bamboleó el mundo, si estudiabas francés en primer curso, tenías luego en cuarto que estudiar alemán, y para estudiar alemán en cuarto, tenías que haber elegido italiano en primero. Todo un lío. El francés era un idioma que todavía conservaba el prestigio de haber sido lengua diplomática del siglo anterior, XIX, te precipitabas en él y ahora pagamos muchos las consecuencias de no haberse parado nunca más a estudiar el idioma que, con el español, iba a cubrir el mundo. Lo vamos aprendiendo a leer y traducir con esto de la red, que lo hace casi indispensable, hasta que Job invente el traductor instantáneo para sus innumerables Mac, cosa que hará, ya varéis, cualquier día.
Me voy, hoy que es fiesta en la capital de mi comunidad, a la del reino, una vez más. Es su mejor época, en mi recuerdo, la primavera avanzada es otra, pero ésta de últimos días de verano y primeros de otoño, es tal vez mejor, porque añade a la dulcedumbre reseca de las castillas el aroma de la melancolía. La melancolía es un semitono de la vida, ese tiempo en que todavía no te imposibilita la vejez, pero adivinas que de un momento a otro ya no te quedará tiempo para disfrutar del delicioso engaño que los sentidos suelen proporcionar para su disfrute a las neuronas. La melancolía no tiene aristas, colores vivos ni estridencias. Es como un principio de embriaguez en que puede flotarse, todavía consciente, en la idea de un mundo benevolente, pero sabiendo todavía que estás siendo engañado una vez más por los sentidos, ahora adormecidos y sin embargo aún conscientes de su aviesa capacidad de trasladar cada ocasión y cada color, aún cuando parezcan análogos, como radicalmente diferentes. La gran ciudad ya no volverá a parecerme nunca tan inmensa como cuando llegué a ella por primera vez, hace ya tantos años. Leo, hace unos días, en no sé cuál de los libros cuya lectura hago a saltos ocasionales, que cada ciudad es como cada visitante la ve. ¿Habrá tal vez una ciudad diferente, aún siendo la misma, esperando a cada uno de los que lleguemos?

Tal vez sea la explicación de que cuando visito alguna, busco lo que había leído acerca de ella y no lo suelo encontrar, a la vez que “veo” otra ciudad diferente de la imaginada. De algunas he llegado a pensar que ya no existían. Las había barrido la historio y las había sustituido por la de ahora.

Hay por fin lugares donde estuve y al volver, pasados años, ya no son aquéllos. ¿Quién ha cambiado? ¿los lugares? ¿yo? Recuerdo con especial disgusto una olma de la anteiglesia de un pueblo de castilla, que, cuando volví, se había secado y era un tocón de madera espetado en el duro suelo. “Los árboles –escribió Casona en el título de una de sus obras- mueren de pie”. La vieja olma, sin embargo, además de morir de pie, había dejado, a la luz implacable del sol mesetario, una especie de doloroso, retorcido, impresionante fantasma.

lunes, 20 de septiembre de 2010

Este que aquí ves soy yo, una partícula casi infinitesimal del paisaje. En cuanto te alejes unos pocos kilómetros, un punto casi invisible, agobiado por la realidad inmensa que a diferentes distancias me va rodeando. Cuando hablo, sin embargo, y, sobre todo, cuando escribo, mi palabra es como el sonido de una campana y puede oírse, al ser leída, en la otra esquina del mundo. Se me ha ocurrido pensarlo ahora mismo, asomado a la ventana del blog, apoyado en su alféizar, mientras tecleo una palabra tras otra, las hilvano, os las propongo a la multitud silenciosa de alrededor, y me consta que alguien las leerá, con interés o desdeñosamente, y estará o no de acuerdo con lo que digo, pero habrá escuchado, en este caso leído, mi voz.

Millones de personas estamos hablando al mismo tiempo. Toda una algarabía entre que, seguro, habrá algo que merezca la pena escuchar, pero de pronto caigo también en la cuenta de que es tan difícil entresacar y escuchar una voz cuando hablan tantos a la vez como durante un silencio, cuando no habla nadie.

Pasa con los libros. Cuando yo era niño apenas los había. Había libreros que mantenían un fondo en que podías encontrar cuanto no estaba prohibido -lo prohibido por una u otra razón, que en el mundo siempre ha sido mucho-, se hallaba semiescondido en un discreto armario polvoriento de la trastienda de la librería- y merecía la pena ir leyendo con aquella voracidad curiosa del lector aficionado incipiente, y, poco a poco, nos íbamos tratando de desasnar, a la vez que gozábamos del inefable deleite sucesivo de la sucesiva lectura de unos buenos libros. Ahora se publica tanto y dura tan poco en los plúteos del librero, que la modernidad se te escapa como por entre los mimbres de una cesta.

Dice Magris que otro autor de los que comenta le ha privado del singular privilegio de confesar que sus primeras lecturas fueron novelas de Emilio Salgari. Eco lo comentaba hace poco. Me gusta saber que los más preclaros de mi generación y de algunas más adelante, leyeron cuando yo las leía, primero, las aventuras de Tim Tyler y la Patrulla del Marfil, después las de Guillermo Brown y sus tres inolvidables colegas proscritos: Enrique, Pelirrojo y Douglas –no os olvidéis de Jumble, por favor, pese a sus pulgas y su raza indefinida ya es un perro de la historia de la literatura-, para desembocar en el umbral de Salgari, Verne, Kipling y Stevenson, Gracias a ellos, seguidos de tantos otros, para nosotros el mundo jamás podrá volverse loco del todo a nuestro alrededor.
Han hecho a Messi una entrada feroz y le han estropeado un tobillo. Me considero, como partidario del Barcelona que soy, incapacitado para hablar con objetividad de este asunto, pero aún así y como aficionado al deporte en general, sí quiero decir y digo mi opinión de que cualquier jugador que lesione a otro del equipo adversario, debería ser penado con una suspensión proporcionada al daño objetivamente causado: por ejemplo y ya que no desde ésta, desde la próxima ocasión en que algo parecido ocurra, debería estar previsto y penado el acto con una suspensión de tantos partidos como días tardara en recuperarse el lesionado, y, por lo menos, del mismo tiempo durante que el lesionado permanezca incapacitado para jugar.
Casi liquidado el Dios los cría …, que dije. Torrente de manifestaciones con suyo aproximadamente setenta por ciento estoy muy de acuerdo y que dice en voz alta las cosas “out” de la conveniencias sociopolítica y socioeconómica al uso con que una gran cantidad de ciudadanos están evidentemente conformes en tierra de páramos culturales por fortuna decrecientes a pasos agigantados.

Cada vez hay más imbéciles, sin duda, pero también, por paradójico que parezca, hay más gente preparada, con unos currícula impresionantes, estudiosos, trabajadores, inteligentes. Lo que pasa es que todavía tendrá que irse un montón, en busca de puestos de trabajo dignos de su preparación y condición, que por desgracia escasean donde todavía no nos hemos querido dar cuenta de que por arte de birlibirloque y esfuerzo tecnológico, la humanidad ha dado en dos o tres generaciones saltos equivalente a los que antes se tardaban por los menos diez o veinte. Y que por añadidura esos puestos que los aguardan se hallan más allá de fronteras que para colmo no parecemos dispuestos a derribar para que la anhelada unión europea se haga realidad.

Para entonces, tendríamos que estar preparando resistencias adecuadas a las tensiones diferenciales que durante muchos años habrán sin duda de dificultar el sentimiento unitario que proporciona y asegura la convivencia. Como el de esos matrimonios que, pasado por entre Scila y Caribdis y transcurridos los peligros de separaciones, divorcios, malos tratos y demás disparates “in” de nuestra contracultura, ingresan en la apacible llanura de la ría por que discurre el convivir de entre los treinta y los cincuenta años de fragorosa, primero fogosa, luego serena convivencia en torno a la mesa camilla del diálogo en que crepitan las brasas de aquella química propiciatoria de esta aleación de dos en una carne, y yo añadiría que en un espíritu.

domingo, 19 de septiembre de 2010

Hay una sirena varada en no os diré en qué playa, no sea que vayan los calamareños en su busca y la claven como una mariposa en el tablón de su museo. Parece una Venus, de cintura para arriba y un tiburón blanco, majestuoso, voraz, amenazador, el resto, y sin embargo grácil. Hay una sirena, llorando, sola, en una playa, cubierta de niebla y de espuma. La he visto, un momento que la brisa apartó el cendal que la esconde de los malos y los curiosos, que no advino lo que sería peor, si unos u otros la encontrasen, transida como está, de dolor de estar varada, quieta y en silencio, en la playa de más lejos, del litoral de mi imaginación.

Hay un silencio, hecho de soledades, en cada rincón de la mañana de un domingo de sol de fin de verano, cuando ni frío ni calor, de súbito, un escalofrío. Hay un silencio hecho de luz de luna atrapada en la telaraña que se me pega en la frente, rehecha –la telaraña, no la frente-, cada mañana, en la escalera del patio, por donde salgo a buscar el periódico y el pasamanos me avisa de que están llegando las rousadas setembrinas, que son como el preludio de la sinfonía de esa primera helada que nieva los campos con una nieve que no es nieve, o es nieve niña, para avisar a los osos que se vayan metiendo en cada osera, hastiados de miel, rebosándoles, como un rosario de gominolas, la miel, por el hocico somnoliento, que ya no olfatea y entra dormido en la larga noche del invierto atroz.
No entendemos nada o casi nada de lo que dice cada día el universo con su mera existencia. Hay algo a nuestro alrededor, de dimensiones inimaginables, en constante equilibrio y armonía. Lo demás es circunstancial. Mi propio dolor, esa angustia de la mujer que subía la cuesta por delante de la casa en que habito y tuvo que sentarse, agobiada por el peso de dos enormes bolsas de compra, que arrastraba, con paciencia de hormiga, hacia su propia vivienda, los graznidos de las gaviotas, hoy excitadas, el cansancio del agónico verano, las inundaciones brutales que nos cuenta la ventanilla de la televisión, el conmovedor espectáculo de los niños desplazados, que siguen jugando en el precario campamento que sirve de refugio a sus desvencijadas familias sin hogar. El universo continúa expandiendo su equilibrio. Alguna vez, puedo imaginar que seamos capaces de irlo invadiendo con nuestra especie, enriqueciendo y empobreciendo a la vez con nuestra alegre basura irresponsable de la razón perdida. Que el hombre sea una especie capaz de razonar motivó la existencia de la sinrazón, puesto que todo supone su contrario. Tal vez la equilibrada armonía del universo lleva implícito de algún modo el caos. Por eso la importancia de las leyes del caos y tratar de entenderlas. El género humano lo logrará. El género humano es capaz de muchas cosas que todavía ignora. Miramos dentro de nuestra infinitesimal pequeñez y descubrimos honduras cuyo fondo nos es desconocido, imprevisible. Miramos hacia fuera, cada vez más lejos y a la vez más cerca de nuestro todavía tan lejano origen y descubrimos una aparente falta de límites. Mentira parece que nos estemos empeñando en desprestigiar aquí, en esta mínima parcela de la habitualidad, al vecino de más cerca o al enemigo de más lejos.

¿Por qué –me pregunta uno de esos vecinos de más cerca- permiten dedicarse a la política a tantos que no saben hacer otra cosa? Pues mira –le contesto-, tal vez precisamente por eso.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Cuesta, a veces, pero conviene entender que no siempre lo mejor es lo que a cada uno de nosotros parece lógico, ni los que nos parece lógico es siquiera lo que lo es más, habida cuenta de que el nuestro no es sino uno de los criterios subjetivos posibles. Caben siempre multitud de interpretaciones de cada concepto y por eso la historia de la humanidad debe avanzar a trompicones, probando aquí y allá e incluso hundiéndose una parte de la caravana en las tragedias derivadas de cada error. Pasa con la justicia, que hay quien dice que basta con obedecer sin más la ley, pero olvida que cada ley, y hay muchas, es siempre interpretable, no sólo por quienes deban obedecerla, sino también por lo que deban aplicarla y al final depende por añadidura del contenido del contexto y del momento social, que supone siempre mutación cultural. Pasa con la economía, que ahora mismo, cuando muchos países ya tantean vados para atravesarla, nos queda a otros nada menos que el trabajo ímprobo de la imaginación, individual y colectiva, de montar, consolidar y estructurar una economía viable para el siglo, la era, el tiempo que se anuncia. Enlazo con el principio e insisto en que puede no ser lo mejor y más lógico lo que a cada uno se lo parezca desde su peculiar, particular, subjetivo punto de vista. Asimismo estoy convencido de que cuanto mayor sea el número de veces que nos equivoquemos unos u otros, mayor será la infelicidad de más gente, y cuanto más tardemos en hallar caminos o abrirlos alternativos, más durará esa infelicidad. Llamo, para que suene mejor, infelicidad, a la pobreza, con tendencia degenerativa a convertirse en miseria, con sus habituales secuelas de tristeza, necesidades y dolor.

viernes, 17 de septiembre de 2010

Antes,
hace tanto tiempo que ya no lo recuerdo,
íbamos, calle adelante,
cualquier calle,
¿cómo eran?
¿con quién nos cruzábamos,
tal vez sin mirarlos,
sin que ellos vieran
nuestra eterna alegría de aquel momento?
¿Qué pasó?
¿Nada más que el tiempo, ese río
indiferente,
que parecía mojar nuestras imágenes
asomadas
en al agua viva
y acariciarlas?
Tal vez
ese río
se las haya llevado ¿sabes tú a dónde?
Hay una especie de templo, en el interior de cada persona, donde es a veces posible refugiarse. Indispensable, para lograrlo, hallarse en paz consigo mismo en ese preciso momento. No importa encontrarse o no en compañía ni que se esté o no rodeado de más o menos relativo silencio. Dentro de uno mismo, la vida se reconcentra, logro ser el mismo de todo el trayecto. Pasado y presente se integran en una esfera cerrada sobre sí donde soy, de algún modo, pero en suspenso, en la burbuja de mi yo más íntimo. No tengo edad, no soy feliz o desgraciado. Soy, simple, sencillamente, yo. Sin comprenderme tampoco, puesto que esto no ha sido todavía la muerte y no me he asomado al lado de allá de la cortina, sino sólo reconcentrado de éste. No hace falta comprenderse para sentirse. Lo que ocurre es que aquí dentro todo se limita a unas dimensiones diferentes de las que cosas, personas y sentimientos tienen fuera, donde reciben la luz y pertenecen a un tiempo, un espacio, unas circunstancias que o desdibujan o distorsionan.

Al abrir los ojos y reintegrarte a lo habitual, descubres que eres el mismo, con tus características actuales. No has viajado en el tiempo, es físicamente al parecer imposible, al menos por ahora. Te has detenido, y la sensación más parecida que conozco es la de sumergirte en el agua, abrir allí dentro los ojos, sin poder respirar, claro, pero consciente de hallarte flotando fuera de algo y dentro de otra cosa. Al salir, si ha transcurrido cierto lapso de tiempo, respiro, recobradas las perspectivas, con avidez.

Ya no flotas en el interior de la mar, sino que de nuevo estoy pisando la tierra y me muevo con la habitual torpeza de mi vejez, este precio, que hay que pagar y gustosa, pero trabajosamente se paga por y para sobrevivir amparado en los avatares de la convivencia. Tan áspera y tan dulce, tan agria y llena de ternura.
Sería divertido, si no fuese trágico, que sesudos varones te aconsejen no preocuparte por el dinero, que, desde el punto de vista de la trascendencia humana, no es algo que tenga importancia.

Suele decirlo quien lo tiene en la relativa abundancia de la suficiencia.

No es cosa de tener mucho o poco. Para cada cual, otro concepto que nada tiene que ver con los dos y puede exceder de mucho y ser inferior a poco.

El dinero en grandes cantidades, o mejor, la ambición de tenerlo, es una aberración del instinto que mueve a nuestros colegas irracionales a llevarse a la madriguera mucho más de lo que serán capaces de consumir en el invierno, pero es indispensable a cada individuo, para quien puede constituirse en obsesión obtenerla, la cantidad de dinero suficiente para cubrir sus necesidades.

Tienes razón cuando me dices que el de lo necesario no es un concepto objetivo. Cada cual “necesita” de acuerdo con toda una multitud de caprichosos factores que delimitan lo que subjetivamente considera su mínimo vital, siempre un poco excedido, por añadidura, por esas quisicosas en realidad innecesarias, que por otra parte completan un ámbito de dignidad personal y familiar sin el que cada hombre se siente perdido entre semejantes.

Admiro a aquel filósofo que dice en uno de sus diarios autobiográficos que él trabajó denodadamente hasta cierta edad, no recuerdo si hasta los treinta o los cuarenta años, con el único y al parecer logrado propósito de no tener que volver a preocuparse por el dinero en su vida.

Hará falta, digo yo, además de fuerza de voluntad y capacidad de trabajo y dedicación a él, una cierta dosis de suerte para algo semejante. A mí me habría gustado. La mayor parte de los humanos, nos pasamos la vida en ese intento de asegurar la estabilidad en la vejez y muy pocos, que yo sepa, lo consiguen cabalmente. Y cuando alguien, desde su podio de evidente suficiencia, te dice que desprecies lo que a él, no me atreveré a decir que le sobra, pero creo que no le falta, se me encienden los indicadores del resquemor desconfiado.
Compré ayer en la ciudad el Dios los cría, de Boadella y Sánchez Dragó, como esperaba, una delicia, y Alfabeto, de Claudio Magris, además de unos áridos libros profesionales, indispensables para conservarse al día con tanto retoque como vienen aplicando, sin demasiada fortuna práctica, a mi juicio, a los cauces de mi profesión y la última aventura traducida del protagonista habitual de Camilleri.

Tienes que ponerte traje de neopreno para entrarle al Dios los cría, porque ahí no se andan con chiquitas para dar meneos a cualquiera de tus convicciones, tras de examinar con lupa de humor, nostalgia y desencanto todo un inventario de los síntomas del derrumbamiento de los principios de una época, sin disponer todavía de otros que mis nietos tendrán que inventar o desentrañar para sobrevivir. Un par de iconoclastas, que si esto es Iconoclasia, imaginario país, te invitan a sumarte a su escasa población con un ojo riendo y el otro llorando. Es tan divertido seguir las piruetas de estos dos, que corres el riesgo de olvidarte de separar el trigo de la paja y tragarte como si fuesen verdad incluso sus exageraciones y posibles errores. Y la mayor parte de las veces tienen razón, pero en muchas te ofrecen una caricatura de la razón que tienen. Te hace reír o a mí por lo menos me ha hecho reír, pero ambos, por los entresijos de sus casi siempre acertadas críticas de lo que nos aflige, deslizan “sus” verdades con ínfulas de universalidad o de oportunidad, y tampoco. Yo lo comprendo, es impulso natural del hombre tratar de ofrecer soluciones, que por lo general apoyamos en lo que creemos, de buena fe o no, pero esa sería otra historia.

Claudio Magris proporciona el contraste de la introspección. Se examina hacia dentro, en busca de razones de comportamiento y expresión del hombre, y, muy en especial, del hombre intelectual. Se encuentra, como cada cual, aunque él lo cuente mejor, con el intrincado laberinto del subsuelo humano, por donde corren nuestros instintos, las verdades desnudas de la soledad íntima y esa mezcla disparatada que integran la capacidad de pensar y la de imaginar, casi a la vez, alternativas.

Al final, hay que volverse a Camilleri y refugiarse, para descansar, en una policíaca sin más complicaciones que el sentido del humor del autor, enroscado en la personalidad de Montalbano, ese peculiar comisario tan mediterráneo en sus cuitas, amores, ilusiones y desencantos, y en su apetitosa gastronomía, que me hace suponer que el autor, como yo, coincidimos en el disfrute de una comida rústica, sobre madera de pintado pino, entre sol y sombra de la terraza de una vieja taberna, atardeciendo y con una lánguida conversación, apenas tal, por los bordes de un silencio cuajado de los sonidos habituales de una tarde en paz.

miércoles, 15 de septiembre de 2010

Como es lógico, cada día que pasa, le cuesta más al sol imitarse a sí mismo. Nos resistimos. Cuesta quitarse el verano, o, mejor dicho, irse poniendo el otoño, por más que, insinuante, nos convoque con el olor a humo de la rastrojera, la suavidad del color del bosque, siena pálido, con destellos de brezo como secretos apenas aludidos. Cada vez menos gente en la calle, casi ninguna en la playa, el agua tersa y transparente, crecida con estas mareas altas del Cantábrico que no sé quien me dijo el otro día que es una de las barriadas periféricas, especie de favela, del Atlántico. ¡Qué sabrá él! Marineros de agua dulce, ignorantes de tierra adentro, incapaces de descubrir, nada más vernos y verlos, que cada mar litoral es una patria para los nacidos en su orilla, embriagados poco a poco, durante toda una vida, si no de sus humedades, de la nostalgia de ellas. Cada patria tiene su nombre, de tierra paterna y materna a la vez, que la tierra es andrógina, masculina, femenina, concibe y pare una parte de nuestro ser esencial, que contribuye a la vez a identificarnos y diferenciarnos. La patria no es necesariamente una nación, ni siquiera un planeta. Es un sentimiento vinculante y compartido con los demás de la propia especie y con la tierra. No quiere decir nada que haya quien no lo tiene –sufre o disfruta, según-. También hay quien la faltan capacidades o partes aparentemente esenciales y sin embargo sobrevive aferrado a la más mínima precariedad de esto que llamamos vida y es a la vez privilegio y sufrimiento atroces ambos. La patria, que las hay chicas y grandes, tiene alma, pasado y futuro, origen y destino. Puede incluso morir, como cualquiera, porque es algo vivo, y cuanto vive está en permanente riesgo de morir para que la vida se recomponga como se descompone, supongo que con dolor, la luz en el arco iris.
Supongo que cada país da motivos con su comportamiento global, suma de todos los individuales, dividida entre el número de sus habitantes para que uno cualquiera de esos habitantes se sienta a la vez orgulloso de formar parte del grupo social que lo constituye y avergonzado de ello, apesadumbrado y feliz al mismo tiempo. Se parecerán, digo yo, todos los países, cada uno con su peculiar cultura y los correspondientes principios y con su masa de gente respetuosa con todo ello y su otra masa anarquizante, siempre disconforme, de que sin duda forman parte los elementos contraculturales, la provincia sombría del conjunto nacional.

Menos mal que, como aquel viejo filósofo de la antigüedad clásica, vuelve a ser posible presentirse ciudadano del mundo, siquiera sea al final de la larga lista de especificaciones a la moda: villano de tal villa, comarcano de tal comarca, autónomo de tal autonomía, nacional de tal nación, continental de tal continente, y, muy al final, ciudadano del mundo y comunero de la comunión, comunidad de los santos.

Quedan de momento apartados de nuestra atención esos ciudadanos de la mirada vacía, hambrientos y sobre todo sedientos, incapaces de pensar porque primum vivere y ellos han de ocuparse primordialmente de encontrar comida y sobre todo bebida para llegar a mañana, ni siquiera a la semana o al mes que viene, a mañana, por lo menos.

De todo lo que pasa en el mundo, merece una página de la revista quizá más hojeada, ojeada y leída de este lugar una barriga preñada.

Servirá, digo yo, la estético de su tersura, para disuadir a alguna que otra de la tentación de abortar.

martes, 14 de septiembre de 2010

Apunto adquirir con la mayor urgencia posible ese libro que han escrito al alimón Sánchez Dragó y Boadella. Tras de leer atentamente su entrevista con los lectores de El Mundo, subrayo la urgencia de la adquisición del libro. Y mira que había preguntas como mansos de solemnidad, pues bien, los maestros les “sacaron” faena. Incluso cuando les hablaron de la defensa de los “derechos del animal”. Hay cosas con las que no estoy de acuerdo, por ejemplo con algunas de sus pautas de religiosidad. No quiere eso decir que no respete yo el budismo, los budistas, el Islam, etcétera, que los respeto uno por uno como búsquedas de lo que persigo por otro camino. Sólo quiero decir y digo y advierto que no estoy de acuerdo con esos otros criterios. Me pongo a la sombra de Hans Küng. Pareja ésta, Sánchez Dragó y Boadella, de irresponsablemente simpáticos anarquistas ideológicos, que toman de aquí y de allá para no estar totalmente de acuerdo con nada, pero llegan a la casi sublimidad, cuando uno dice que no hay nada peor que un imbécil y el otro le apostilla que sí, que un imbécil con poder. En otro momento, cuando proyectan luz sobre la paradoja de que uno de ellos se sentía más libre, salvo por lo que hace referencia a la cosa política, en tiempos de dictadura que ahora mismo, con esa maraña de normas que fluyen torrencialmente de diecisiete hontanares legislativos, estoy seguro de que más de uno se habrá mirado con estupor y sorpresa el ombligo. Apunto y subrayo, como digo, el título: “Dios los cría …” Y de antemano me apunto a la posibilidad de que alguna televisión les proporcione un espacio, a la hora que sea, para refrescar el ambiente crispado de las crisis y ambiciones que nos agobian, a esa posibilidad y a mi atenta asistencia al eventual diálogo resultante.

lunes, 13 de septiembre de 2010

Leí hace muchos años aquel inquietante libro de Julien Greene que se llamaba “Si yo fuera usted”, en que el protagonista, utilizando magias oscuras adquiría la posibilidad de transformarse, mediante cierta frase, en cualquier otra persona que tuviera al alcance de la vista. Lo recuerdo al hilo de la posibilidad, que ahora mismo se me ocurre, de imaginar que yo fuese otro y leyera, desde otro punto de vista de otra personalidad, lo que tengo escrito. No puede hacerse. Lo escrito es como la sombra de uno, forma parte huidiza, irreal, de uno mismo, inseparable. Ni puedo juzgarlo, ni criticarlo, ni probablemente entenderlo. Es la misma dificultad que ya el filósofo dejó escrita al advertir de la probabilidad de que una de las mayores dificultades con que puede un humano tropezarse es la de intentar conocerse a sí mismo. Dime –sonríe sardónico Sancho Panza desde el rincón de sus refranes- de lo que presumes y te diré de lo que careces. Puede que si fuésemos capaces de juzgarnos y criticarnos, seríamos incapaces, tan intransigentes como solemos ser, de comprendernos y absolvernos. Cosa que gracias a la incapacidad de contemplar nuestra figura y nuestra proyección hablada o escrita, con tanta frecuencia hacemos con cualquiera de las muchas disculpas que se nos ocurren nada más haber cometido cada error, aún así, en ocasiones, imposible de ignorar, o cada falta, que en seguida metemos entre lejía y detergentes de esos que la tele anuncia y cada vez dicen que lavan más blanco. Por lo menos, la imposibilidad de criticarme, me permite el desahogo de seguir escribiendo como si lo hiciese todo lo bien que sueño. Escribir es un modo de compartirse, además de con los amigos, con inesperada gente desconocida, que ni ellos sabían que existíamos, ni nosotros sabíamos que estuviesen ahí.
Me han dado una paliza, once futbolistas del Hércules de Alicante, sin poder hacer yo nada para ayudar al Barcelona CF de mis preferencias, más que ir viendo en la tele y el ordenador cómo pasaban los minutos y el que iba a ser un entrenador, eso que llaman creo un sparring en la jerga del boxeo, se alzaba con una limpia, brillante, admirada victoria, que en esta locura colectiva del fútbol hay victorias estrepitosas y derrotas demoledoras, como en las guerras, y lo que antes era deporte puro y duro de patadón y tentetieso, que ensayábamos los nenos de mi tiempo en las playas y las plazas del pueblo, en el caso de las plazas perseguidos en seguida por Quintín y Félix, los municipales, ahora mantiene a toda una pléyade de consejeros, asesores, entrenadores y fisioterapeutas, que hacen ejercicios poco menos que taumatúrgicos para sacar hasta la última gota de provecho de los poco a poco superhombres que se alquilan a los equipos para reforzar su ejército, deslumbrar al personal adicto y llenar si es posible las vitrinas de copas y más copas de todos los tamaños y materiales imaginables, que tampoco hace falta que sean preciosos porque lo importante y lo que genera dinero a montones es todavía la honrilla del título o la del ascenso de categoría. El fútbol en general y el de cada país en particular están llegando a mover más dinero que los mismísimos países implicados en cada campeonato, cada vez más frecuente para mover más dinero cada vez, en una espiral creciente, desmesurada, aterradora.

Nos han dejado, a mis más admirados y desde luego preferidos futbolistas como dicen que andaba el gallo de Morón, sin plumas y cacareando, pero, además, reconcomidos de rabiosa impotencia, porque esto del fútbol, por mentira que parezca, nos mueve a todos, incluidos los que si no somos, deberíamos ser un poco más serios. En el pecado de esa afición llevamos la penitencia de palizas como ésta, que escuecen y cuando llega la época, hasta se repiten, llueve sobre mojado y al final de temporada se te queda esa expresión de niño que perdió el globo. Te pongas como te pongas, le digo a mi mujer, que aprovecha para tomarme parte del poco pelo que me queda, somos como niños.
La parte digamos oscura de la realidad ¿es negativa? ¿Ocurre como con los componentes de la arquitectura material, el cosmos de lo más pequeño, los átomos, que me dicen que se cohesionan a base del magnetismo de los iones? ¿Es el equilibrio de la realidad, cuando se produce, un fenómeno magnético de cohesión de contrarios? Bien saben los tiranos que la unidad de sus siempre ocasionales súbditos se hace más fuerte cuando aparece un enemigo común, alguien de signo contrario, pensamiento opuesto, convicción enfrentada, que, de no existir, hasta a veces les conviene inventar e inventan sin el menos escrúpulo, convencidos de que sus fines justifican los medios.

El atractivo de los contrarios ha llegado a generar fenómenos tan impredecibles y difíciles de entender como el síndrome de Estocolmo, que, te paras a pensar y acabas preguntándote si no será que el odio o la aversión, destilados en un buen alambique, pueden dar gotas de orujo o de néctar parecido.

Sugiero un haikú o una jarcha, difícil, que dentro de sus estrechos límites formales establezca la necesidad de la mirada amada nos cierre los ojos en oscuridad receptiva o la oportunidad de que una agresión física o verbal genere la ternura de una también alternativa caricia.

Tal vez hubo un tiempo en que cada palabra tenía su exacto sentido y otro en que cada palabra podría tener media docena de significados. Entonces, un poema podía ser sólo unas pocas palabras, que dirían lo que quien las escuchara seleccionase el mejor sentido para conjugarlas, recitarlas, según su propio estado de ánimo.

Incluso el más hermoso poema, podría imaginarse consistiendo en una palabra nada más. Tal vez la eternidad pueda decirse -¿expresarse?- con sólo una inimaginable palabra.

domingo, 12 de septiembre de 2010

Fui con varios centenares de miles de peregrinos a ganar el jubileo del Jacobeo y me maravillaron los habituales prodigios de Santiago incluidos, por este orden: el número de peregrinos; había como un aire de fe o búsqueda de ella entre la multitud que poblaba calles, albergues, tascas, chiscones, casa de comidas y similares de toda categoría y condición y flotando en el aire calecido de fin de verano, pero, en segundo, la disparatada desorganización del acceso a la catedral y el culto a que llega derecho el peregrino, sea cual fuere su condición. A alguien se la ha ocurrido la sinrazón de poner en obras de reparación y restauración el Pórtico de la Gloria en Año Santo del Apóstol, y no sé si como consecuencia o en paralelo que no hay más que una Misa de Peregrino al día y no hay modo de acceder a ella y poder entrar en una catedral guardada por todo un ejército de vigilantes de puertas, mas que previa una cola, de tres o cuatro en fondo, de horas –estoy hablando de más de tres-, bajo las clemencias o las inclemencias del voluble tiempo gallego, sólo en esta misa vola el botafumeiro, salvo, en otras posibles, mediante estipendio, y en vez de arbitrar misas en la plaza del Obradioiro o poner en ella pantallas para asistir desde fuera a las que se celebrasen dentro, allí lo que se le había ocurrido a vete a ver quién montar era uno de esos catafalcos impresionantemente negros, cuajados de luminarias y de altavoces, desde que suelen fingir que cantar, aúllan y se distorsionan los artistas de nuestro tiempo. A más de una, de dos, de diez personas diferentes, en un solo día, pude oír que se lamentaban de haber ido a Santiago para asistir a una Misa del Peregrino, pero tenían que regresar sin haber ni siquiera llegado a entrar en la catedral compostelana.

No habrá, creo, otro Jacobeo hasta dentro de muchos años. Tiempo tienen de meditar, las autoridades eclesiásticas y civiles, respecto de la conveniencia de atender con el debido decoro a la multitud de gente que acude a este por otra parte maravilloso lugar de una hermosa tierra, en que la fe de una ingente y creciente multitud ha logrado que, sea o no materialmente cierto, sea sin duda ya seguro que está enterrado el Apóstol Santiago.

jueves, 9 de septiembre de 2010

Todo podría haber ocurrido ya y ser éste el año catapún, que es el que se cita cuando no se sabe si habrá entonces todavía futuro o unos kaldanes fortificados bajo el caparazón de crustáceos serán los únicos que permanezcan bajo la para su época mortecina luz del sol enrojecido de vejez. Se me ocurre tras de haber perseguido la historia de las lenguas a través de miles de años, que ya dije que pensaba leer de cabo a rabo, y en ello estoy, un libro escrito por el almeriense Rafael del Moral con cierto humor y mucha paciencia, amplia información y desenvoltura para reconocer y proclamar verdades como puños, que sin duda le acarrearán feroces y desde luego injustificadas críticas.

En Almería la tierra es dura, el agua escasa y por eso la gente suele exprimirse con más fuerza el cerebro y es muy trabajadora. Junto al viejo cabo de las ágatas, te aprieta el sol contra las salinas y no hay más remedio que inventar para que brote el fruto bajo los invernaderos. Los invernaderos son como velas de velero puestas a secar tendidas sobre la tierra, piedra y arena, de Almería, que ni parece andaluza ni valenciana o manchega, pero tiene parte de cada cual y con esas teselas se ha fabricado un solitario aislamiento en que desde hace poco se advierte vocación de universalidad.

Mi abuelo, que procedía del borde de la meseta, por donde Asturias perdió su antiguo reino y más adelante se convirtió en principado, aseguraba, macarronizando el latín como en definitiva y a la larga hemos venido haciendo todos los que pertenecimos a aquel imperio que como un cinturón sujetaba todo el mar conocido en su época y era nada menos que el mar de la Odisea, que “intelectus apretatus, discurrit qui rabiat”. Tenía razón. En una poltrona, cuando más, te adormeces y sueñas entrecortadamente. Es durante el agobio cuando improvisas, inventas, te sales de la hilera nutricia del hormiguero y descubres algún escondido recurso sorprendente.

En esto de las lenguas, los dialectos, los idiomas, pasa como con todo, nacen para morir y a unos les cuesta más que a otros, y los hay que mueren y resucitan sin darse cuenta de lo ocurrido y otros permanecen, unidos por unas cánulas a la ficción de vida en que se remansa como en un limbo lo que ya en realidad está muerto.

La humanidad tendió primero a dispersarse y diferenciarse, pero ahora se advierte la tendencia contraria, hacia el reencuentro. Hubo un tiempo en que necesitada de comunicación, precisaba que fuera secreta y diferenciada, exclusiva para los suyos de cada tribu o de cada gremio, incluidos los de los ladrones como el patio de Monipodio y los nómadas, arrieros y traficantes. Ahora estamos descubriendo la necesidad de una lengua común, que nos permita entender las sutilezas de las mentiras y los recodos y entresijos de las verdades que nos cuentan unos semejantes cada vez más próximos.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

Setiembre y yo nos llevamos bien. Es el apagavelas del verano. Se lo llamo y sonríe con ese olor a humo. Es como un viejecito amable, que recorre las soledades de la atardecida del tiempo de verano, con su pequeño cucurucho preparado para ir apagando los colores de las flores. De vez en cuando, echa también mano del trapo que le asoma del bolsillo de atrás de su gastado pantalón tejano y le quita violencia al azul del cielo o al tornasolado de la mar. Charlamos cuando me siento en el banco del patio. Me avisa. De un momento a otro, soplará el anuncio de la brisa y si no te abrigas, viejo truhán, tendrás el primer catarro del año, que ya sabes cómo son, pegajosos tendentes a ir bronquios abajo, que ya no están los nuestros para mucha jerigonza. Yo a él le hablo de otros setiembres. No sabe del tiempo. Ignora que hubo setiembre ya hace miles de años. No serían igual –me arguye- y tiene razón, se parecerían a él como un neandertal o un cromañón a mí. ¿Has visto esa nube que viene? Pues trae agua en el buche. Se ha cargado bien, en medio del océano, donde antes los monstruos y ahora los cruceros de recreo, y si no te metes, en media hora te va a poner pingando. Media hora, a fines de verano, es mucho tiempo. Vale la pena estarse aquí fuera y hacer inventario del manojo de hortensias que se han ido quedando descoloridas, ese puñado de margaritas escuálidas, subidas a la verja, los tallos que permanecen de los lirios que fueron símbolo del ombligo del verano, cuando parecía que iba a durar y ya ves. Me va enseñando modelos de nube, desde la hilacha hasta un modelo de velo de novia, y encima de la ermita de san Roque, ese nubarrón que va creciendo y le quita arrogancia a la puesta del sol. Cierro los ojos y me imagino, con la ayuda del jadeo de setiembre, paisajes de lagos y montañas desde que sería a la recíproca imaginación esto que escucho, el paso de algún coche, el del tren, gritos lejanos de madres que llaman a sus hijos. Una viejecita, aferrada al brazo de su acompañante, seguramente mercenaria, le afea audiblemente que no la haya llevado hasta donde hubiese querido ir. Ahora ya pasó la ocasión, dice la joven, y ella: si, pero no me llevaste y yo quería. Setiembre, encogido como un gnomo, exhala otra vaharada de olor a humo, que es como su sonrisa más triste. Abro los ojos. Ambos estamos aquí, quietos, expectantes, tal vez un poco asustados de que esté acabándose otro verano.
Cultivan lo inaudito, escriben cacofonías de la delicia de sus renuncias al pudor habitual de nuestra cultura. Nos están cambiando a un mundo que consideran y definen como menos hipócrita. Ignoran que lo que llaman verdad no es más que otra mentira provisionalmente alhajada y venerada como nuevo icono de otra cultura diferente, que en seguida y de nuevo necesitará de sus supuestas mentiras y sus supuestas hipocresías para que lo humano conviva hacia el futuro.

Piensan que nos están deslumbrando, regocijadas, colectivamente olvidadas de que en su decadencia y por ejemplo la sociedad romana inventó procacidades mucho mayores que las suyas, más complejas y sofisticadas, pero la sociedad es casi siempre un vaivén de permisividad y limitación que la equilibra porque resultaría insoportable incluso la permanente exhibición de la estética del desnudo, cuya tersura no resiste a la intemperie más que si acaso unas horas, transcurridas las cuales no es sino carne doliente de nuevo, ajada por el exceso.

Juegos florales del disparate, versos lujuriosos, impudor de la sexomanía libertaria. Echas de menos en seguida que las acometidas de lo oscuro dejen paso a quien vuelva a hablar de las blandas cosas ridículas para estas sacerdotisas de lo vulgar envenenado o disfrazado de éxtasis.

Vestirse, ropa o disfraz, es a la larga siempre indispensable hasta para enfrentarse al frío o defenderse del calor.

martes, 7 de septiembre de 2010

Había escrito una diatriba sardónica brotada del debate en marcha sobre cómo se ha de descubrir, seleccionar, nominar y proponer un responsable de algo, pero la borré de un teclazo, como permite hacer ahora este invento singular del ordenador casero, desde el que son tantas las posibilidades que se intuyen que hasta puedes sentirte importante. ¿Os figuráis a Sócrates o a Platón, su al parecer inmediato y laborioso discípulo, disponiendo de un artilugio como éste ahora tan habitual entre nosotros?

Cualquier pelafustán, yo mismo, dispone de una tribuna a que subirse, asomarse y atreverse a opinar incluso acerca de lo que nadie lo llama. Porque concernir, sí que nos concierne a todos la cosa pública, pero si de Sócrates nos cuentan que ya hacía el pueblo poco caso, y era Sócrates, ¿para qué vamos a opinar los que ni a la suela de la sandalia le llegamos a aquel viejo zorro de Zenón de Elea, tan divertido con lo del juego de Aquiles y la tortuga?

Cierto que el hombre es viejo sobre la tierra, pero no hay que darle prisa, desde aquello de los neandertales ha pasado mucho menos tiempo y tampoco hay por qué urgir que se invente el modo perfecto de gobernar los intereses generales, cuando, llegado que hubimos al tercer milenio de nuestra era, nos cuesta tanto hacernos a la idea de que podría convenir asociarse a por lo menos los europeos, para eso del mercado, el mundo más pequeño, la aldea global.

Mejor hablar del tiempo. Se ha pasado, decía uno de estos días alguno de los periódicos ojeados por mí, otro sabio, a la convicción de que hay cambio climático de veras. Y lo único que me consta es que las estaciones no son como eran y que se producen fenómenos de dimensiones sorprendentes y amedrentadoras. A título personal, yo no había sudado nunca tanto como este verano recién entrado en su última etapa. Pero es que tampoco había sido nunca tan viejo. Un verdadero lío.

Pasa un poco con la democracia, de la que sesudos varones habían asegurado que era la mejor de las malas fórmulas políticas de organizar la sociedad y ya veis lo que pasa. Parece como si una por una, todas estas fórmulas políticas las fuese desgastando el ingenio de los hombres, empeñado constantemente en hallar modos de ir gastándolas, como erosionándolas, forzando sus normas hasta el límite, doblándolas buscando siempre, como las especies, la hegemonía de los más fuertes, de los más hábiles, tal vez, Marinas nos ha ayudado mucho a distinguir conceptos, más que de los más inteligentes, de los más ingeniosos.

El ingenio es, como la palabra, una peligrosa arma que también puede usarse para bien y para mal, cuyo uso no puede limitarse ni prohibirse como se hace casi siempre con las armas blancas y las de fuego

lunes, 6 de septiembre de 2010

Compro en la librería de mi pueblo “Los Kennedy”, autobiografiados por el más joven, ya envejecido, primero, y ahora, hace poco, muerto. Una historia que ha despertado mi curiosidad, como en su tiempo, sus protagonistas, mi admiración, truncada a tiros por nadie creo que sepa a ciencia cierta quién, que no es sólo, nunca, el que mueve el gatillo del arma o quita el seguro a la bomba, sino el secreto manipulador que sobrevive tanto a las revoluciones como a los magnicidios porque nunca interviene personalmente, nunca lo salpica la parte oscura al lado de que habita, pero sin dejar que lo alcance, o que los alcance, que a veces son varios y hasta muchos, ni la esquina de la capa ni el hálito del miedo.

No es oro, a veces, todo cuanto reluce. Pues claro. Somos personas, hombres y mujeres, gente, y, como tales, capaz cada uno desde la mayor ternura hasta la última bajeza. Pero esa capacidad de brillar, que también el latón tiene, destaca a algunos cuyo empuje advierte toda la humanidad como un soplo de aire fresco, compatible con los inexorables vicios que cada cual padecemos y que padecemos y ejercitamos todos. Y, a los mejores, solemos ponerlos bajo la lupa de esa envidia que no nos deja descansar hasta que, localizada una debilidad, comprobamos que también los mejores, al fin y al cabo, son como somos, falibles, débiles y por algún detalle al menos, susceptibles de que se les condene.

Al mismo tiempo, compro una “Historia de las lenguas hispánicas”, con la secreta esperanza de que me explique el por qué de este empeño en diversificarnos, hacernos diferentes, separar lotes incapaces de entender al vecino más próximo, so pretexto de que nos identifica cada idioma, cuando, todos hombres, la vocación que tenemos es la de entendernos cuantos más mejor usando los mismos giros, palabras que la mayoría sepamos capaces de entender según el tono o el contexto por lo menos. Ayer en la tele, un ilustre académico me dejó boquiabierto con la novedad de que una gramática no se confecciona para mantener entre reglas a cualquier idioma, sino para permitirle que se complique y complique de tal modo la complejidad de sus diferencias de concepto y sentido, según el espacio de utilización que al final incluso seremos incapaces de entendernos los que en teoría usemos el mismo idioma, cuando con las mismas palabras lleguemos a pretender expresar ideas y conceptos diferentes, por el procedimiento de darles distintos significados.
Sé, pero no puedo demostrar,
que la eternidad
cabe en la punta de un alfiler. No necesita tiempo
ni espacio,
es la superposición, en este instante
del recuerdo de ayer
y la imagen
de mañana.

En la eternidad se extinguen, todos a la vez,
los banqueros,
los usureros,
los ropavejeros
y demás pájaros carroñeros
del tiempo, que todo lo corrompe
convertido en dinero.

El dinero no es más que eso: tiempo
podrido,
corrompido,
amasado
con sangre y con sudor,
y con desesperanzas.

La eternidad no continúa mañana, no empezó ayer,
sino que hoy mismo es ya mañana
y todavía ayer

domingo, 5 de septiembre de 2010

Hablar por hablar, qué pena,
qué desperdicio de hermosas palabras
gastadas en contar naderías,
contarle a uno las desdichas del otro,
en muchísimo secreto,
prometer algo para siempre
o que no haremos nunca no sé qué.

Somos gente, nada más, en un camino,
debemos aceptarlo, decir,
como mucho:
te quiero,
esta eternidad de este momento, que es lo mismo que decir
te querré siempre.

No hay más siempre que ahora mismo
ni más nunca. A todo más,
podrás, podremos,
con el poeta
prometer que seremos “ceniza enamorada”,
un día.

El recuerdo que dejaré en ti,
será,
como todos los recuerdos, ceniza de sí mismo,
el amor lo pondrás tú
a cambio del que hoy te tengo.
La verdad es siempre una mentira que provisionalmente la sustituye. Así ha venido siendo durante la historia toda de los humanos. Filósofos eminentes han ido explorando supuestas verdades sucesivas y las han ido desnudando: esa tampoco era –nos confían a medida que obtienen conclusiones, cada vez más desesperanzados, más viejos y mas escépticos- Algún divertido filósofo ha llegado alguna vez a asegurar que no existe. Todo existe. Unas cosas en lo que llamamos realidad, esa conjunción espaciotemporal, otras en nuestra imaginación, algunas en la imaginación de los otros. Ha habido filósofo que con la mayor seriedad aseguró que es posible que seamos nada más que un sueño. El sueño duele, a veces, otras alegra. Eso lo convierte, por lo menos, en verdad provisional para quien ríe o llora. Como mi reflejo, que he mirado detrás del espejo, esta mañana, tras de parar la máquina de afeitar, y no estaba. ¿Dónde va nuestro reflejo, tan evidente al ojo, por más que nos fijemos, cuando damos la vuelta al espejo? Puede que él, a su vez, en su mundo, coincida siempre en mirar por detrás del suyo, cuando nosotros miramos por detrás del nuestro.
La mar susurra,
es el río
el que suele cantar. La mar prefiere,
cuando tranquila,
decir apenas
los secretos
que guardan las sirenas.

Unicas que saben la verdadera historia
de Ulises,
las sirenas son discretas,
tímidas,
tienen, sin embargo, los corazones de cristal
de roca.

Las sirenas, además de transparentes
-por eso no se ven, las intuyen
nada más
los adolescentes nacidos a la orilla de la mar-
son
un poco mentirosas. La historia
que contaron al viejo Homero era mentira, por ejemplo.

Una mentira –suelen decir- es más bella
que su verdad
alternativa.
Solecico septembrino, flojo y temblón, herido de nordeste. El banco del jardín que en realidad es el banco del patio, si no cierras los ojos, que los cierro, y te imaginas el jardín, porque huele a limonero y rosas, y entonces es un jardín, digas tú lo que digas y dígalo la razón, que para eso está la parte de imaginaciones locas que nos distorsiona vete a ver qué parte del cerebro y de cuál de los cerebros. Laila se enfada porque fuera, en el muro, se ha sentado un señor mayor, agobiado de bolsas de pan y años. Las bolsas las posa en el suelo, los años, mutados en sudor, se los enjuga con un gran pañuelo blanco que enoja aún más a Laila, que redobla sus ladridos. No pasa nada, le digo, ven, y la acaricio, pero ella desconfía, se advierte en seguida que todavía no me cree a pies juntillas, como un perro debe creer a su amo, que en realidad a quien cree es a mi mujer, que le echa de comer a diario y le limpia sus descuidos se cachorro inquieto.

El cielo es azul, pero ya no tan azul. No hay nubes, pero se presienten. Se advierte el otoño en la prisa que azuza al sol hacia su ocaso estos días y que esos ocasos no se pintan de naranja y oro.

Ralean, leo hoy, las vocaciones de curas y monjas. Por lo menos en el entorno de lo que dicen que sería la unión europea, pero pienso que a mí no me va a llegar a tiempo de festejar una Europa junta, definitivamente sin rayas ni fronteras. Un sueño todavía y menos mal que fueron capaces de hacer una moneda para casi todos. Asunto disparatado que a los más viejos nos ha desconcertado y no sabemos si llevamos dinero o si llevamos demasiado ni lo que en realidad nos cuestan las cosas. Llegados a casa, echamos cuentas y nos tambalea a veces el susto.

Sigo, periódico de domingo, siempre más gordo, y me encuentro con las tonterías que es capaz de decir parte de la gente que respetaba. Supongo que eso debe equilibrarse con lo que dirá con singular e inesperado acierto otra gente de la que no respetaba. Además, el periódico de domingo, como ha de ser por lo visto más gordo, contiene más letras y decir mucho propicia mayores probabilidades de acertar o de decir muchas y mucho más y más gordas tonterías.

Aquiles alcanza a la tortuga porque no cabe dar ventaja en el tiempo y celebrar la carrera en el espacio o viceversa. Si la ventaja se concede en el tiempo, debe correrse en el tiempo y si en el espacio, allí debe correrse.

sábado, 4 de septiembre de 2010

Ahora es o son uno o varios jueces argentinos los que han decidido investigar sobre lo que siguen llamando el “franquismo”. No voy a entrar en la polémica posible acerca de si existió un “franquismo” o no, pero sus referencias perteneces sin duda ahora a la historia y no son los jueces, sino los historiadores los que pronto podrán empezar a opinar libremente a su respecto.

Nos ha tocado a algunos vivir, sobrevivir, en la etapa doliente de los dos siglos quizá por ahora más problemáticos de la historia de Europa: los XIX y XX. Dos tremendos siglos a lo largo de los cuales, la gente pasó de la ignorancia generalizada a la comunicación plural y desbordada. Un tiempo durante que quienes apenas podían conocerse, pasaron a relacionarse con todas las tremendas consecuencias de una estrecha convivencia.

Un contexto de tremendas convulsiones, crisis profundas, estados sociopolíticos y socioeconómicas de fiebres y convulsiones casi insoportables.

De las que, para colmo, acabamos de entrar, con el siglo y el milenio, en el Neorenacimiento.

No me extraña que también los jueces, es posible que desbordados de buena voluntad, sin duda contagiados por los múltiples rencores e inexorablemente desconcertados por la urgente rapidez de los cambios, estén, a lo largo del planeta, aportando síntomas de una nueva inquietud que los trae a resolver en el vacío de las incertidumbres.

Deberían esos jueces darse un paseo por Europa y descubrir los esfuerzos que, no sólo los españoles, sino todos los europeos estamos haciendo para que sea posible recibir el futuro con los brazos abiertos y sin rasgos genéticos, o con los menos rasgos genéticos que sea posible, del rencor decantado de pasadas ofensas recíprocas. Y como juristas, recordar que nos hay crimen ni castigo sin ley previa e inmediata reacción social, que ha habido muchas legislaciones vigentes en Europa, admitidas, reconocidas y vigentes para los diferentes pueblos, que no pueden interpretar, ni mucho menos aplicar con la cultura y las leyes de hoy. Y, como simples, sencillos y a la vez complicados seres humanos, que el tiempo y el espacio descomponen de tal modo los mapas, los cuadros y los paisajes sociales que el espectador debe conformarse con su incapacidad de intervenir para tratar de modificar un pasado donde no estuvo, cuyas razones o sin razones de pensar y de obrar no puede entender, por más que deba usarlas como experiencia para bien o para mal, que el blanco y el negro coexisten y tal vez como ya opinó Heráclito, se complementan en la Historia para que su recíproco contrario resulte identificable.

viernes, 3 de septiembre de 2010

Ni tanto ni tan calvo. Hawking, que no sé si se escribe exactamente así, pero creo que cualquier eventual lector sabría de lo que estoy hablando, ni lo sabe todo ni sabe tan poco. Ahora se le ha ocurrido negar la existencia de Dios, pero tampoco podrá probar tal y tan negativo aserto. El hombre de todos los tiempos ha buscado desesperadamente a Dios, siempre y en todos los tiempos. No es una prueba de que exista, pero acredita que en el hombre hay algo que se lo hace necesario. Por eso lo buscamos, indagamos incansables, gritamos de vez en cuando eureka, convencidos, y poco después nos quema la duda las entrañas, pero seguimos buscando. Incluso Hawking, tras de negar, insiste en que explicará de algún modo lo que sólo en mi opinión Dios podría, si quisiera, explicarnos con todo detalle. Yo les confieso que no puedo probar ni la existencia ni la inexistencia de Dios, pero insisto en mi voluntad de creer y esperar. No sé lo que espero. No puedo imaginarlo, pero sería mucho peor no esperar nada, sería, de hecho es tremendo pensar que más allá de la banalidad de una existencia inútil no hay nada para justificarla. La polémica que ha empezado a arremolinarse carece de sentido, habida cuenta de que no cabe probar ni las aseveraciones de los tirios ni las réplicas de los troyanos. Al final no hay más que un empate en los argumentos y una necesidad evidente en la esencia del hombre, que sigue discutiendo, pensando, llegando a conclusiones, proclamándolas y defendiendo a capa y espada posturas, criterios, hipótesis reveladoras de una inquietud, una búsqueda incansable y parece que inevitable, que únicamente puede resolver por ahora un acto de la voluntad. Por probable que sea esto o lo otro, mi afirmación de que creo o la de Hawking, que dice que él no, sólo admiten una respuesta personal, el acto de voluntad de decir creo o no creo. Yo digo que creo. Y no me pregunten más, porque no tengo más explicaciones y por no saber, ni siquiera puedo imaginar cómo es Dios. Ese Dios indispensable del que no sé más que me ha hecho el regalo de una vida que comparto con El y con sus criaturas y con el resto de la creación, cuyas maravillas me rodean y hieren, o acarician, mis sentidos. ¿Del mal y del dolor? La oscuridad es el complemento de la luz. No habría luz, no podría haberla, si no existiera la oscuridad.
El cielo, esta mañana,
ha hechizado el agua
de la mar.
Por eso, ahora tiene su color, que nadie sabe
quien pintó antes en el cielo,
porque el cielo, dicen los sabios
que tampoco lo tiene.
Si acercas las mentiras -¿los hechizos?-
de todos los colores
tendrás el arco iris.
Si los dejas
fundirse en uno solo,
tendrás la luz
¿quiere eso decir algo?

miércoles, 1 de septiembre de 2010

Hay siempre al borde del camino
pedruscos sueltos,
que,
levanto
y se arremolinan insectos de todos los colores,
a veces, una víbora irritada
o una desconcertada salamandra.

Hay siempre, al borde del camino
rincones escondidos, llenos
de vida, que mi curiosidad, altera,
descompone.
Hormigueros, que, por pura diversión,
excito.
Grillos, que, solo por recordar la niñez,
interrumpo en su incansable propósito
de abrir las cremalleras del ocaso,
los refugios secretos del viento.

Ya en casa,
me arrepiento de haber sido un misterioso,
horrible monstruo destructor
de la placidez de la existencia de tantas criaturas
mucho más inocentes que yo,
tal vez incapaces
de culpa,
que estoy seguro que ninguna
me guarda, sin embargo,
el más mínimo
rencor.

Hay siempre, al borde del camino
de la vida,
rincones y refugios de lo incomprensible
que es
la vida misma.
Estamos empezando a perder cordura –tal vez sentido común, que puede que sea otro nombre de lo mismo- y todo porque no sabemos cargar con las consecuencias de nuestra temible –creo que nos parece temible, como denunciaba Erich Fromm-, nuestra insoportable libertad. Somos responsables de cuanto nos ocurre. ¿Yo? –te preguntarán en cuanto lo digas. Pues si. Tú, yo, el de más allá y el otro. Todos y cada uno. Quien manda, cuando lo hace, o es por delegación nuestra o porque nos ha arrebatado una parte, mínima o mayúscula, de nuestra libertad. En una estado de derecho, en que dicen que vivimos ahora mismo, quien manda lo hace por delegación que en cualquier momento podemos, en teoría al menos, revocarle.

Lo cierto es que nuestra cordura evidencia peligrosas grietas, erosione y fracciones. Nos miramos con ira. Buscamos razones para imputarnos recíprocamente motivos de responsabilidad. ¡Tú tienes la culpa! –nos espetamos- de todo cuanto está ocurriendo, y es cierto, sólo que no respecto de toda la culpa, sino de una parte similar, si no igual, a la correspondiente al acusador. Somos corresponsables, en efecto, de cuanto está ocurriendo. Todos. Entre otras, por la razón de esta sinrazón de dejarnos embaucar por los de siempre. Mi inolvidable catedrático y singular maestro de Derecho Mercantil, don Joaquín Garrigues Díaz Cañabate, al tratar de desenredarnos los misterios de la quiebra, describía que en sus prolegómenos, los más listos, avispados, audaces amigos del presunto quebrado, se apoderaban de los restos del patrimonio del quebrado, mezclados con hilachas de las pertenencias de sus proveedores y eso salvaban, en su provecho exclusivo, del proceso supuestamente universal de la quiebra. Esos listos, avispados, audaces, pertenecen a la misma tribu de los que se arrogan el poder y nos engañan para conservarlo y hasta se atreven a decir que es que no somos capaces de comprender la suerte que tenemos de que ellos accedan a sacrificarse y continuar sirviéndonos de mentores, guías y hasta administradores.

Cada vez, sin embargo, más gente se enfada, protesta, busca chivos expiatorios, denuncia supuestas maldades. Ahí se advierte la erosión del sentido común. Porque lo importante no es rebuscar culpables de lo ocurrido, ni siquiera de lo que está ocurriendo, sino concertarse para remediarlo y aprovechar la ulterior euforia solidaria para perdonar.

¿Perdonar a quién? –me pregunta un interlocutor airado- Tú, le digo, perdona y no mires a quién.
En setiembre, la capital de esta región –ahora llaman autonomías, concepto por definir, en mi opinión, en el ámbito del derecho no sé si administrativo o político-, bueno, pues, si quieres, la capital de esta autonomía, que si prefieres también escribiré con mayúscula inicial: Autonomía –me imagino la sonrisa sardónica de mi profesor de Político, don Nicolás Pérez Serrano, si tuviera que explicarnos a las nueve de la mañana, que era la hora de su puntualísima clase, entre caramelo y caramelo de malvavisco, lo que podría ser una Autonomía, y me imagino la indignación de don Federico de Castro y Bravo, que aunque no explicaba Político, al hablarnos largo y tendido de la parte general del Derecho civil, que en derecho Privado es la madre del cordero, se quedaría sin palabras-, lo cierto es que la capital en cuestión inicia sus fiestas tradicionales de san Mateo. San Mateo fue el evangelista encargado de enseñar a los suyos, los judíos, impregnados como vivían en la época de la vieja Ley, en la que todo debería en el futuro por una parte apoyarse y por otra reinterpretarse. En la capital de mi Autonomía, que no es mía, sino que tal vez sea yo el que le pertenezco a ella, san Mateo tiene el tono y la interpretación lúdica que viene a cerrar todas las fiestas y festejos estivales de esta Autonomía. Los funcionarios y empleados, que siempre han sido sabios, piden las vacaciones en agosto, porque setiembre es en realidad una semiprolongación de las vacaciones, unas vacaciones en tono menor, con el trabajo ralentizado por el espíritu festero. Antes, los paisanos, paletos y palurdos del ámbito rural, íbamos a la capital de la Autonomía, con nuestros otros burros –los de cuatro patas-, enjaezados y almohazados con esmero, nuestras alforjas repletas y nuestras mantas de cuadros, a visitar los tiovivos, los tiroalblancos y las demás variopintas barracas del campo de maniobras. Ahora, las fiestas son de chiringuito o de alto copete y los paisanos, paletos y palurdos, asistimos de corbata, pero desconcertados y sin saber qué nos concierne y atañe de unos y de otras.