Estamos empezando a perder cordura –tal vez sentido común, que puede que sea otro nombre de lo mismo- y todo porque no sabemos cargar con las consecuencias de nuestra temible –creo que nos parece temible, como denunciaba Erich Fromm-, nuestra insoportable libertad. Somos responsables de cuanto nos ocurre. ¿Yo? –te preguntarán en cuanto lo digas. Pues si. Tú, yo, el de más allá y el otro. Todos y cada uno. Quien manda, cuando lo hace, o es por delegación nuestra o porque nos ha arrebatado una parte, mínima o mayúscula, de nuestra libertad. En una estado de derecho, en que dicen que vivimos ahora mismo, quien manda lo hace por delegación que en cualquier momento podemos, en teoría al menos, revocarle.
Lo cierto es que nuestra cordura evidencia peligrosas grietas, erosione y fracciones. Nos miramos con ira. Buscamos razones para imputarnos recíprocamente motivos de responsabilidad. ¡Tú tienes la culpa! –nos espetamos- de todo cuanto está ocurriendo, y es cierto, sólo que no respecto de toda la culpa, sino de una parte similar, si no igual, a la correspondiente al acusador. Somos corresponsables, en efecto, de cuanto está ocurriendo. Todos. Entre otras, por la razón de esta sinrazón de dejarnos embaucar por los de siempre. Mi inolvidable catedrático y singular maestro de Derecho Mercantil, don Joaquín Garrigues Díaz Cañabate, al tratar de desenredarnos los misterios de la quiebra, describía que en sus prolegómenos, los más listos, avispados, audaces amigos del presunto quebrado, se apoderaban de los restos del patrimonio del quebrado, mezclados con hilachas de las pertenencias de sus proveedores y eso salvaban, en su provecho exclusivo, del proceso supuestamente universal de la quiebra. Esos listos, avispados, audaces, pertenecen a la misma tribu de los que se arrogan el poder y nos engañan para conservarlo y hasta se atreven a decir que es que no somos capaces de comprender la suerte que tenemos de que ellos accedan a sacrificarse y continuar sirviéndonos de mentores, guías y hasta administradores.
Cada vez, sin embargo, más gente se enfada, protesta, busca chivos expiatorios, denuncia supuestas maldades. Ahí se advierte la erosión del sentido común. Porque lo importante no es rebuscar culpables de lo ocurrido, ni siquiera de lo que está ocurriendo, sino concertarse para remediarlo y aprovechar la ulterior euforia solidaria para perdonar.
¿Perdonar a quién? –me pregunta un interlocutor airado- Tú, le digo, perdona y no mires a quién.
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