Hay una sirena varada en no os diré en qué playa, no sea que vayan los calamareños en su busca y la claven como una mariposa en el tablón de su museo. Parece una Venus, de cintura para arriba y un tiburón blanco, majestuoso, voraz, amenazador, el resto, y sin embargo grácil. Hay una sirena, llorando, sola, en una playa, cubierta de niebla y de espuma. La he visto, un momento que la brisa apartó el cendal que la esconde de los malos y los curiosos, que no advino lo que sería peor, si unos u otros la encontrasen, transida como está, de dolor de estar varada, quieta y en silencio, en la playa de más lejos, del litoral de mi imaginación.
Hay un silencio, hecho de soledades, en cada rincón de la mañana de un domingo de sol de fin de verano, cuando ni frío ni calor, de súbito, un escalofrío. Hay un silencio hecho de luz de luna atrapada en la telaraña que se me pega en la frente, rehecha –la telaraña, no la frente-, cada mañana, en la escalera del patio, por donde salgo a buscar el periódico y el pasamanos me avisa de que están llegando las rousadas setembrinas, que son como el preludio de la sinfonía de esa primera helada que nieva los campos con una nieve que no es nieve, o es nieve niña, para avisar a los osos que se vayan metiendo en cada osera, hastiados de miel, rebosándoles, como un rosario de gominolas, la miel, por el hocico somnoliento, que ya no olfatea y entra dormido en la larga noche del invierto atroz.
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