viernes, 24 de septiembre de 2010

Viajar, dijo alguien -casi todo lo ha dicho alguien ya, y casi siempre mejor-, es morir un poco. Una gota de ingenio a que podría añadirse que a la vez, viajar es nacer un poco.

Anda, me dirás, y quedarse. Quedarse, estarse relativamente quieto, también es morir y nacer, en cuanto la vida es movimiento y sólo estás quieto ese momento después de haber nacido, antes de iniciar el primer aullido del llanto y tras de haber muerto o casi, mientras el alma se despide del cuerpo, se despega y olvida. Morir podría ser, pienso, perder la memoria. Alguien que ha olvidado todo, ya no está en este mundo y creo que nadie sabe si estará en otro.

Madrid, un hotel, gente oriental. Creo que todavía vienen más japoneses que chinos, en esos grupos parlanchines y sonrientes que gorjean en el vestíbulo de los hoteles de cuatro estrellas o de estos de cinco a que ya con motivo de la crisis se les está cayendo una y se advierte, sobre todo si sueles venir con cierta frecuencia, porque es como contemplar la inexorable decadencia de alguien de la familia, que, atildado antes, ya se deja ir con la camisa arrugada y los pantalones acordeonados.

Otoño en el umbral. Te asomas por la mirilla y está ahí, con su traje color de hoja seca y ese vago olor a quemado reciente o a tierra húmeda. Una calle está cerrada por las interminables obras de Madrid y el taxista me lleva por sus alternativas, que me hacen recordar otros tiempos de estudiante y juventud, los que llamaría Priestley días radiantes. Se me ocurre que antes de perder más facultades, he de realizar un viaje sentimental por el Madrid de mi época de estudiante. Aún quedan tiendas y chiscones de entonces, o parece que quedan, aferrados a un soplo de vida, supongo al verlos cuando paso. Y aquella tienda. Y esa acera. La esquina. No es permisible, al llegar a cierta edad, consentirse la nostalgia. Toda aquella gente asociada a cada lugar, cada paso, permanece en la memoria como era. Si ahora nos encontrásemos es poco probable que nos reconociésemos. ¿Seguimos existiendo en realidad? Simone de Beauvoir se preguntaba si los lugares, cuando ella no estaba, permanecerían o no. ¿Existe Venecia desde que yo no estoy? ¿O San Martín de Valdeiglesias? ¿O Urueña, con sus libros polvorientos y sus libreros aburridos? Esta misma estancia, el rincón donde me reduzco a escribir ¿siguen estando aquí cuando yo no?

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