Me voy, hoy que es fiesta en la capital de mi comunidad, a la del reino, una vez más. Es su mejor época, en mi recuerdo, la primavera avanzada es otra, pero ésta de últimos días de verano y primeros de otoño, es tal vez mejor, porque añade a la dulcedumbre reseca de las castillas el aroma de la melancolía. La melancolía es un semitono de la vida, ese tiempo en que todavía no te imposibilita la vejez, pero adivinas que de un momento a otro ya no te quedará tiempo para disfrutar del delicioso engaño que los sentidos suelen proporcionar para su disfrute a las neuronas. La melancolía no tiene aristas, colores vivos ni estridencias. Es como un principio de embriaguez en que puede flotarse, todavía consciente, en la idea de un mundo benevolente, pero sabiendo todavía que estás siendo engañado una vez más por los sentidos, ahora adormecidos y sin embargo aún conscientes de su aviesa capacidad de trasladar cada ocasión y cada color, aún cuando parezcan análogos, como radicalmente diferentes. La gran ciudad ya no volverá a parecerme nunca tan inmensa como cuando llegué a ella por primera vez, hace ya tantos años. Leo, hace unos días, en no sé cuál de los libros cuya lectura hago a saltos ocasionales, que cada ciudad es como cada visitante la ve. ¿Habrá tal vez una ciudad diferente, aún siendo la misma, esperando a cada uno de los que lleguemos?
Tal vez sea la explicación de que cuando visito alguna, busco lo que había leído acerca de ella y no lo suelo encontrar, a la vez que “veo” otra ciudad diferente de la imaginada. De algunas he llegado a pensar que ya no existían. Las había barrido la historio y las había sustituido por la de ahora.
Hay por fin lugares donde estuve y al volver, pasados años, ya no son aquéllos. ¿Quién ha cambiado? ¿los lugares? ¿yo? Recuerdo con especial disgusto una olma de la anteiglesia de un pueblo de castilla, que, cuando volví, se había secado y era un tocón de madera espetado en el duro suelo. “Los árboles –escribió Casona en el título de una de sus obras- mueren de pie”. La vieja olma, sin embargo, además de morir de pie, había dejado, a la luz implacable del sol mesetario, una especie de doloroso, retorcido, impresionante fantasma.
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