Hubo, en la antigua Grecia, tan democrática, ella, tres clases de prostitutas: Las dicteriades, que atendían “a las clases más bajas”, las financió primero el gobierno municipal, y más tarde, dado que debió apreciarse la posibilidad lucrativa del negocio, se convirtieron en autónomas o en empleadas privadas; las auletrides, que se ocupaban de la “clase media”, y a diferencia de las anteriores, que carecían de preparación alguna, fueron doctas en danzar y tañer instrumentos musicales, técnicas en el desvelarse y con frecuencia se las contrataba para determinadas celebraciones, y, por fin, las hetairas, putas de lujo, con clientela distinguida, educadas y bien aderezadas, cuyos arrendadores las llevaban consigo incluso a los actos públicos. Me temo que en el mundo, hay cosas y casos elementales que han cambiado poco con los tiempos, habiendo como hay en cambio otros sustancialmente diferentes. Lo único, que, lo mismo que en general y en el medievo las obligaban a llevar picos pardos en el vestido –de ahí “irse de picos pardos”-, a las dicteriades les mandaban ponerse pelucas amarillas, para distinguirlas de las otras griegas supuestamente decentes, casi siempre morenas y hoy ni siquiera las distingue la exigüidad de los faldellines y las perneras de los pantalones, a menos que yo esté en la higuera y haya más de las que se suponía, ni darle vueltas a la bolsita de los protectores, como si fuese un molinillo, cuando se ponían en las esquinas, los cruces, las encrucijadas, ni siquiera las transparencias de los siete velos.
De un modo o de otro, nos precederán en el Reino. Yo les tengo afecto, dan, a cambio de dinero, apariencia de amor, siquiera sea verdad que disfrazado de todas las tristezas, pero ¿acaso no es cierto que casi todos los amores torrenciales, y antes cuanto más tumultuosos, desembocan en el mar de la tristeza?
La literatura dice que muchas, luego, reconvierten de nuevo el dinero más miserable en caridad fraterna familiar o maternal.
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