sábado, 25 de septiembre de 2010

Me escriben una carta grandilocuente. Es divertido. Todos, yo por lo menos, hemos escrito así alguna vez. Puro Góngora, hipérbaton incluido. Ahora, ancianito, me doy cuenta de la vanidad de la grandilocuencia. Da pena que palabras de enorme concepto, usadas a humo de pajas, se conviertan en su caricatura, como si las viéramos reflejadas en espejos cóncavos y convexos, de los que ponían en las ferias para deformarnos la figura. Otra pena que sea imprescindible hacerse viejo, ya sin ambición de llegar, puesto que estás de vuelta, para advertir el tamaño de algunas de las cosas que pasan y comprender el significado de los significantes que echan sobre ti los manipuladores de cerebros. Uno mismo se mira al espejo –dale hoy con los espejos- y resulta hasta divertido contemplarse e ir advirtiendo, cada día un poco más, la verdadera dimensión del muñeco que presumía de parecer, y hasta puede que a veces de ser, algo o alguien.

Un hombre ha de serlo –me dijo un amigo una vez-, hasta tal punto que si le quitas los adornos no parezca una percha. Quevedo le escribió al doctor don Juan Pérez de Montalbán que “el doctor, tú te lo pones, el Montalbán, no lo tienes, conque, quitándote el don, quedas Juan Pérez, a secas”. Sobrevivir te va reduciendo a tu tamaño. Por lo menos, a mí me lo hace.

De algún modo, comprendo a Juan Ramón, que preparó no sé cuántas ediciones, todas corregidas, pero paradójicamente adelgazadas, de sus propias obras. Obsesión por ir quitando palabras, para tratar de llegar a decir la pura esencia de las cosas y de los conceptos. Solo que las cosas y los conceptos, además de su esencia, la estructura, la osamenta, tienen carne y agua, espuma y barrocos racimos, que los visten, adornan, que difuminan sus perfiles y hacen la vida soportable.

Si nos quedásemos con la esencia, nos habríamos convertido en ermitaños. Y la mayoría no lo somos.

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