viernes, 17 de septiembre de 2010

Compré ayer en la ciudad el Dios los cría, de Boadella y Sánchez Dragó, como esperaba, una delicia, y Alfabeto, de Claudio Magris, además de unos áridos libros profesionales, indispensables para conservarse al día con tanto retoque como vienen aplicando, sin demasiada fortuna práctica, a mi juicio, a los cauces de mi profesión y la última aventura traducida del protagonista habitual de Camilleri.

Tienes que ponerte traje de neopreno para entrarle al Dios los cría, porque ahí no se andan con chiquitas para dar meneos a cualquiera de tus convicciones, tras de examinar con lupa de humor, nostalgia y desencanto todo un inventario de los síntomas del derrumbamiento de los principios de una época, sin disponer todavía de otros que mis nietos tendrán que inventar o desentrañar para sobrevivir. Un par de iconoclastas, que si esto es Iconoclasia, imaginario país, te invitan a sumarte a su escasa población con un ojo riendo y el otro llorando. Es tan divertido seguir las piruetas de estos dos, que corres el riesgo de olvidarte de separar el trigo de la paja y tragarte como si fuesen verdad incluso sus exageraciones y posibles errores. Y la mayor parte de las veces tienen razón, pero en muchas te ofrecen una caricatura de la razón que tienen. Te hace reír o a mí por lo menos me ha hecho reír, pero ambos, por los entresijos de sus casi siempre acertadas críticas de lo que nos aflige, deslizan “sus” verdades con ínfulas de universalidad o de oportunidad, y tampoco. Yo lo comprendo, es impulso natural del hombre tratar de ofrecer soluciones, que por lo general apoyamos en lo que creemos, de buena fe o no, pero esa sería otra historia.

Claudio Magris proporciona el contraste de la introspección. Se examina hacia dentro, en busca de razones de comportamiento y expresión del hombre, y, muy en especial, del hombre intelectual. Se encuentra, como cada cual, aunque él lo cuente mejor, con el intrincado laberinto del subsuelo humano, por donde corren nuestros instintos, las verdades desnudas de la soledad íntima y esa mezcla disparatada que integran la capacidad de pensar y la de imaginar, casi a la vez, alternativas.

Al final, hay que volverse a Camilleri y refugiarse, para descansar, en una policíaca sin más complicaciones que el sentido del humor del autor, enroscado en la personalidad de Montalbano, ese peculiar comisario tan mediterráneo en sus cuitas, amores, ilusiones y desencantos, y en su apetitosa gastronomía, que me hace suponer que el autor, como yo, coincidimos en el disfrute de una comida rústica, sobre madera de pintado pino, entre sol y sombra de la terraza de una vieja taberna, atardeciendo y con una lánguida conversación, apenas tal, por los bordes de un silencio cuajado de los sonidos habituales de una tarde en paz.

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