No entendemos nada o casi nada de lo que dice cada día el universo con su mera existencia. Hay algo a nuestro alrededor, de dimensiones inimaginables, en constante equilibrio y armonía. Lo demás es circunstancial. Mi propio dolor, esa angustia de la mujer que subía la cuesta por delante de la casa en que habito y tuvo que sentarse, agobiada por el peso de dos enormes bolsas de compra, que arrastraba, con paciencia de hormiga, hacia su propia vivienda, los graznidos de las gaviotas, hoy excitadas, el cansancio del agónico verano, las inundaciones brutales que nos cuenta la ventanilla de la televisión, el conmovedor espectáculo de los niños desplazados, que siguen jugando en el precario campamento que sirve de refugio a sus desvencijadas familias sin hogar. El universo continúa expandiendo su equilibrio. Alguna vez, puedo imaginar que seamos capaces de irlo invadiendo con nuestra especie, enriqueciendo y empobreciendo a la vez con nuestra alegre basura irresponsable de la razón perdida. Que el hombre sea una especie capaz de razonar motivó la existencia de la sinrazón, puesto que todo supone su contrario. Tal vez la equilibrada armonía del universo lleva implícito de algún modo el caos. Por eso la importancia de las leyes del caos y tratar de entenderlas. El género humano lo logrará. El género humano es capaz de muchas cosas que todavía ignora. Miramos dentro de nuestra infinitesimal pequeñez y descubrimos honduras cuyo fondo nos es desconocido, imprevisible. Miramos hacia fuera, cada vez más lejos y a la vez más cerca de nuestro todavía tan lejano origen y descubrimos una aparente falta de límites. Mentira parece que nos estemos empeñando en desprestigiar aquí, en esta mínima parcela de la habitualidad, al vecino de más cerca o al enemigo de más lejos.
¿Por qué –me pregunta uno de esos vecinos de más cerca- permiten dedicarse a la política a tantos que no saben hacer otra cosa? Pues mira –le contesto-, tal vez precisamente por eso.
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