En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
miércoles, 8 de septiembre de 2010
Setiembre y yo nos llevamos bien. Es el apagavelas del verano. Se lo llamo y sonríe con ese olor a humo. Es como un viejecito amable, que recorre las soledades de la atardecida del tiempo de verano, con su pequeño cucurucho preparado para ir apagando los colores de las flores. De vez en cuando, echa también mano del trapo que le asoma del bolsillo de atrás de su gastado pantalón tejano y le quita violencia al azul del cielo o al tornasolado de la mar. Charlamos cuando me siento en el banco del patio. Me avisa. De un momento a otro, soplará el anuncio de la brisa y si no te abrigas, viejo truhán, tendrás el primer catarro del año, que ya sabes cómo son, pegajosos tendentes a ir bronquios abajo, que ya no están los nuestros para mucha jerigonza. Yo a él le hablo de otros setiembres. No sabe del tiempo. Ignora que hubo setiembre ya hace miles de años. No serían igual –me arguye- y tiene razón, se parecerían a él como un neandertal o un cromañón a mí. ¿Has visto esa nube que viene? Pues trae agua en el buche. Se ha cargado bien, en medio del océano, donde antes los monstruos y ahora los cruceros de recreo, y si no te metes, en media hora te va a poner pingando. Media hora, a fines de verano, es mucho tiempo. Vale la pena estarse aquí fuera y hacer inventario del manojo de hortensias que se han ido quedando descoloridas, ese puñado de margaritas escuálidas, subidas a la verja, los tallos que permanecen de los lirios que fueron símbolo del ombligo del verano, cuando parecía que iba a durar y ya ves. Me va enseñando modelos de nube, desde la hilacha hasta un modelo de velo de novia, y encima de la ermita de san Roque, ese nubarrón que va creciendo y le quita arrogancia a la puesta del sol. Cierro los ojos y me imagino, con la ayuda del jadeo de setiembre, paisajes de lagos y montañas desde que sería a la recíproca imaginación esto que escucho, el paso de algún coche, el del tren, gritos lejanos de madres que llaman a sus hijos. Una viejecita, aferrada al brazo de su acompañante, seguramente mercenaria, le afea audiblemente que no la haya llevado hasta donde hubiese querido ir. Ahora ya pasó la ocasión, dice la joven, y ella: si, pero no me llevaste y yo quería. Setiembre, encogido como un gnomo, exhala otra vaharada de olor a humo, que es como su sonrisa más triste. Abro los ojos. Ambos estamos aquí, quietos, expectantes, tal vez un poco asustados de que esté acabándose otro verano.
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