viernes, 24 de septiembre de 2010

No encuentro más defecto a la novelística británica sobre aventuras en la mar que su desprecio por la marina española a que casi todos los grandes autores ingleses consideran compuesta de oficialidad y marinería torpes de solemnidad, lentos en la maniobra y fáciles de derrotar en combate naval abierto.

O’Brien, C.S. Foster, Dewey Lambdin, me han traído y llevado por los siete mares, cosa que nunca les agradeceré bastante porque los niños que nacimos a la orilla de la mar, indefectiblemente sufrimos su atractivo, nos gustaría surcarla o haberla surcado, pero en muchos casos, de que es ejemplo el mío, por una u otra razón acabamos en marineros de agua dulce, monolíticos ciudadanos hincados “donde pisa el buey”, como dice la marinería.

Disfrutamos muchos, yo por ejemplo, con esos hombres de mar y por sus hazañas, pero aún más que por las guerreras, por el contenido de los libros de bitácora, las mudanzas caprichosas del tiempo, el peculiar sonido del viento en los cordajes, el tacto puramente imaginado, pero lleno de problemas y dificultades, de las velas mojadas, que hay que largar o recoger desde las gavias, la emoción de trepar por los obenques, la sosegada paz de una noche cuajada de estrellas, con calor, calma chicha y esa inquietud esperanzada de la nube que apunta en el horizonte y el guardiamarina, que somos, por virtualmente que sea, le asestamos el catalejo abollado por tanto avatar.

Porque la navegación atractiva de veras ha sido siempre a vela y ventura de los tiempos, conjugada con la habilidad para calcular el trapo o su sobra y aprovechar desde cualquier postura el más mínimo soplo o defenderse de los rabotazos peores, casi malintencionados de una mar incapaz de crueldad, que es posible que cuando se encrespa sea un juego o la probatura de las capacidades de quienes la desafían.

Yo me apunto a todas, ya nada más que sobre el papel, claro, desde los cascarones de Colón hasta los modernos buques que casi oyen, ven y entienden, incluidos los desafiantes barquichuelos vikingos y el artefacto del capitán Nemo, por más que éste sea como mis singladuras, pura fantasía.

Lo único, que me duelen las ocasiones en que los protagonistas de mis ingleses preferidos zurraron la badana a mis compatriotas, como cuando Trafalgar, o como cuando la Invencible. Me consuela pensar que en la Historia venían los nuestros cansados de Lepanto y de aquello de que no hubiese más barcos respetados en el Mediterráneo que los marcados con las barras de Aragón y Cataluña.

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