lunes, 20 de septiembre de 2010

Este que aquí ves soy yo, una partícula casi infinitesimal del paisaje. En cuanto te alejes unos pocos kilómetros, un punto casi invisible, agobiado por la realidad inmensa que a diferentes distancias me va rodeando. Cuando hablo, sin embargo, y, sobre todo, cuando escribo, mi palabra es como el sonido de una campana y puede oírse, al ser leída, en la otra esquina del mundo. Se me ha ocurrido pensarlo ahora mismo, asomado a la ventana del blog, apoyado en su alféizar, mientras tecleo una palabra tras otra, las hilvano, os las propongo a la multitud silenciosa de alrededor, y me consta que alguien las leerá, con interés o desdeñosamente, y estará o no de acuerdo con lo que digo, pero habrá escuchado, en este caso leído, mi voz.

Millones de personas estamos hablando al mismo tiempo. Toda una algarabía entre que, seguro, habrá algo que merezca la pena escuchar, pero de pronto caigo también en la cuenta de que es tan difícil entresacar y escuchar una voz cuando hablan tantos a la vez como durante un silencio, cuando no habla nadie.

Pasa con los libros. Cuando yo era niño apenas los había. Había libreros que mantenían un fondo en que podías encontrar cuanto no estaba prohibido -lo prohibido por una u otra razón, que en el mundo siempre ha sido mucho-, se hallaba semiescondido en un discreto armario polvoriento de la trastienda de la librería- y merecía la pena ir leyendo con aquella voracidad curiosa del lector aficionado incipiente, y, poco a poco, nos íbamos tratando de desasnar, a la vez que gozábamos del inefable deleite sucesivo de la sucesiva lectura de unos buenos libros. Ahora se publica tanto y dura tan poco en los plúteos del librero, que la modernidad se te escapa como por entre los mimbres de una cesta.

Dice Magris que otro autor de los que comenta le ha privado del singular privilegio de confesar que sus primeras lecturas fueron novelas de Emilio Salgari. Eco lo comentaba hace poco. Me gusta saber que los más preclaros de mi generación y de algunas más adelante, leyeron cuando yo las leía, primero, las aventuras de Tim Tyler y la Patrulla del Marfil, después las de Guillermo Brown y sus tres inolvidables colegas proscritos: Enrique, Pelirrojo y Douglas –no os olvidéis de Jumble, por favor, pese a sus pulgas y su raza indefinida ya es un perro de la historia de la literatura-, para desembocar en el umbral de Salgari, Verne, Kipling y Stevenson, Gracias a ellos, seguidos de tantos otros, para nosotros el mundo jamás podrá volverse loco del todo a nuestro alrededor.

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