jueves, 9 de septiembre de 2010

Todo podría haber ocurrido ya y ser éste el año catapún, que es el que se cita cuando no se sabe si habrá entonces todavía futuro o unos kaldanes fortificados bajo el caparazón de crustáceos serán los únicos que permanezcan bajo la para su época mortecina luz del sol enrojecido de vejez. Se me ocurre tras de haber perseguido la historia de las lenguas a través de miles de años, que ya dije que pensaba leer de cabo a rabo, y en ello estoy, un libro escrito por el almeriense Rafael del Moral con cierto humor y mucha paciencia, amplia información y desenvoltura para reconocer y proclamar verdades como puños, que sin duda le acarrearán feroces y desde luego injustificadas críticas.

En Almería la tierra es dura, el agua escasa y por eso la gente suele exprimirse con más fuerza el cerebro y es muy trabajadora. Junto al viejo cabo de las ágatas, te aprieta el sol contra las salinas y no hay más remedio que inventar para que brote el fruto bajo los invernaderos. Los invernaderos son como velas de velero puestas a secar tendidas sobre la tierra, piedra y arena, de Almería, que ni parece andaluza ni valenciana o manchega, pero tiene parte de cada cual y con esas teselas se ha fabricado un solitario aislamiento en que desde hace poco se advierte vocación de universalidad.

Mi abuelo, que procedía del borde de la meseta, por donde Asturias perdió su antiguo reino y más adelante se convirtió en principado, aseguraba, macarronizando el latín como en definitiva y a la larga hemos venido haciendo todos los que pertenecimos a aquel imperio que como un cinturón sujetaba todo el mar conocido en su época y era nada menos que el mar de la Odisea, que “intelectus apretatus, discurrit qui rabiat”. Tenía razón. En una poltrona, cuando más, te adormeces y sueñas entrecortadamente. Es durante el agobio cuando improvisas, inventas, te sales de la hilera nutricia del hormiguero y descubres algún escondido recurso sorprendente.

En esto de las lenguas, los dialectos, los idiomas, pasa como con todo, nacen para morir y a unos les cuesta más que a otros, y los hay que mueren y resucitan sin darse cuenta de lo ocurrido y otros permanecen, unidos por unas cánulas a la ficción de vida en que se remansa como en un limbo lo que ya en realidad está muerto.

La humanidad tendió primero a dispersarse y diferenciarse, pero ahora se advierte la tendencia contraria, hacia el reencuentro. Hubo un tiempo en que necesitada de comunicación, precisaba que fuera secreta y diferenciada, exclusiva para los suyos de cada tribu o de cada gremio, incluidos los de los ladrones como el patio de Monipodio y los nómadas, arrieros y traficantes. Ahora estamos descubriendo la necesidad de una lengua común, que nos permita entender las sutilezas de las mentiras y los recodos y entresijos de las verdades que nos cuentan unos semejantes cada vez más próximos.

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