viernes, 31 de octubre de 2008

Hay cosas que todo el mundo intenta un día u otro, como fumar en pipa, a lo que te atrae la figura del típico fumador de pipa, se adivina que paciente y sosegado en su meditación –no creas, me dijo una vez uno de ellos, yo estoy ahí, fumando con el deleite que has adivinado mi pipa, pero no estoy pensando en nada. Es como si los pensamientos se me fueran, cocinados, en esa lenta voluta de humo que a cada chupada brota de la cazoleta-, cambiar una pizca el mundo, dar ese gratuito consejo que nadie nos había pedido y no se ha preocupado en absoluto de la epiqueya, como justicia, más aún, equidad del caso concreto, dotar a la vida de un solo propósito, sin tener en cuenta lo versátil que es el hecho mismo de hacer el camino de la vida, pasando por paisajes, ambientes, territorios tan diferentes, o, lo que ya es el colmo de la temeridad, intentar definir, delimitar, imaginar a Dios, acomodándolo a nuestra escasa imaginación, nuestras circunstancias, nuestros mínimos, casi entomológicos propósitos. Nosotros, yo por ejemplo, que ni subido al otero soy capaz de ver más allá de la línea del horizonte sin equivocarme al imaginar lo que hay, pese a que sea tan parecido a mi entorno actual. -
Una ciudad pequeña se distingue de otra grande en que en ella, en la pequeña, la mayoría de las personas, o por lo menos muchas de las personas con que te cruzas por la calle tienen nombre y apellidos o por lo menos un apodo, un mote, un alias que las identifica, y otras tantas te suenan a ser hijos o nietos de alguien con nombres, apellidos o mote, alias o apodo. La ciudad pequeña tiene por añadidura muchos rincones que podrían servir de refugio a tus diferentes estados de ánimo, y casi sin pensar, subconscientemente a veces, tus pasos te llevan a un lugar u otro, un clima, un territorio, el sitio donde encontrarás aire respirable o compañía que suele pensar como tú o de modo diametralmente opuesto, ofreciéndote, en este segundo caso, la posibilidad de mantener incruentas polémicas mediante que el violento chorro de tu adrenalina se dispersa y te vacías de la mala uva, la mala leche, la tristeza, la melancolía a que te había llevado algún fracaso de tu capacidad de amor o de entusiasmo.

En tono menor, ya van el pueblo y la aldea, Muchas veces he repetido que los pueblos, con frecuencia, se acomodan a uno de dos tipos, sobre todo según se miren, sin profundizar demasiado o a fondo, en pueblecitos azorinianos y villorrios faulknerianos, según te parezcan engañosos paradisíacos remansos de paz y estética folklórica o lugares donde las personalidades de gente que se conoce casi tan a fondo como los familiares de cada familia se conocen entre sí, chocan, se rozan, salpican y contagian procurando en multitud de ocasiones herir a fondo justo donde más duela, que de seguro se sabe por cada antagonista.

Y mira que sería fácil, conociéndose –sobre todo a uno mismo, capaz de cada gesto de ternura o de cada atrocidad en que incurra cada otro-poner los cimientos de una buena amistad, cooperar recíprocamente, quererse. Ya lo dijo aquél: “video meliora, proboque …” etc.-
Sucesivamente, los caminos, la primera nieve, la niebla, la noche más noche de Castilla, la Capital y la Ciudad, capital más pequeña. Los caminos lo son siempre. Todo es camino. Incluso el descanso, sentado al borde, vagabundo cansado, predicador sin palabras, viajero que ha olvidado ya todos los destinos, por viejo o por escéptico, o tal vez por soñador, todos son caminantes, por más que en un momento, tu paso o la fotografía indiscreta del espectador, los asemeje a estatuas, esfinges, junto al camino. Aquella noche, esta noche, sin embargo, se me antoja la más oscura que atravesé nunca en Castilla, que es ámbito de noches oscuras, cuando no hay luna. Hacían los faros desgarraduras largas, pero a uno y otro lado, como nunca, estaba lo más ominoso de la noche, la apariencia de haberse acabado todo y estar entrando en lo desconocido, aunque no fuese más que, remando a pareles, con la imaginación y el miedo.

La Capital me engulle, desértica, en ese paisaje igual de una multitud de caras desconocidas, que, inexpresivas casi siempre, van a lo suyo con el mismo aire de obsesión. Y sin embargo están las mismas piedras con las que puedo conversar y pintar, como un niño con tiza en la acera, los recuerdos. Repetir los nombres, vuestros nombres, recordar aquellas caras jóvenes, atentas, llenas de proyectos, sueños, ambición. Cierro los ojos y estáis tan cerca precisamente en esta esquina, que temo que nuestras manos vuelvan a tocarse y algo o alguien nos condene o nos permita el gozo de estar todavía en aquel entonces, pero tener que repetirlo todo, porque estoy convencido de que el día que el hombre construya la máquina del tiempo, deberá, como castigo, repetir lo mismo, seguir exactamente la misma huella que dejó, puesto que la historia que recorra, a menos que viaje al futuro y allí no encontrará más que el proyecto de la materia de los sueños, será la historia que ya está transcurrida, y no cabe más que releerla. Lo que sí, que con la imaginación, desde esta esquina precisamente, cuando das la vuelta, puedo extender la mano, coger la tuya e imaginar otras palabras que quedaron sin decir.

Abro los ojos y estamos rediscutiendo sobre el mismo irreductible afán de discutir en que, otros y yo, llevamos casi tantos años como los israelitas de Moisés en el desierto. Y nos pasa como con la máquina del tiempo, que ya sabemos de memoria los argumentos y como Sísifo, asimismo seguimos la falsilla, recorremos el lendel, perseguimos al caballito del tiovivo que nos precede con el mismo entusiasmo del primer día. Conscientes de que es inútil y convencidos de que hay que intentarlo. Humana condición, es sin duda la del hombre.

martes, 28 de octubre de 2008

La inmensidad es como una iglesia vacía, o, si prefieres, no hay modo de explicar el concepto de inmensidad mejor que llevando al interlocutor a una iglesia vacía. La iglesia –en su acepción del templo, como lugar de encuentro, comunicación y recogimiento- tuvo siempre la vocación de recibir a todos los habitantes de cada pueblo, cada ciudad. Altura de bóvedas, cúpulas y techos donde resonarían la voz y la palabra, el cántico y la música. Ahora, durante muchas horas, son espacios vacíos, enormes espacios vacíos en que el aire, además de un vago perfume de incienso y de cera caliente, huele a humedad o a polvo. Contrasta mi recuerdo del Sábado de Gloria, lleno de luces y cascabeleo y retiñir de campanas, campanillas y campánulas alrededor del gloria cantado por un coro entusiasta, con esa lucecilla del sagrario, apenas un atisbo de esperanza o un mortecino recuerdo, en cualquier caso la brasa aún encendida como una llamada en la oscuridad, a través del silencio. Afuera, casi toda la humanidad dispersa, enloquecida de prisa, herida de soledad recíproca, que no entra aquí si no es en rebaño de visita guiada a que alguien desgrana historia, características, leyendas de cada piedra, cada imagen, a veces grotesca en la ternura del esfuerzo de expresividad de un atormentado artesano. Escuchan como si les estuvieran contando las vicisitudes de un imaginario reino de otro planeta de otra galaxia. Es tremendo que Dios nos haya concebido y creado con la capacidad de negar que Dios existe, pero más tremendo todavía y desde luego conmovedor, es que haya permitido que su existencia no pueda demostrarse, de tal modo que al final puede que sea indiferente creer o no y a todos nos proporcione el mismo destino y para ello haya tenido la caritativa previsión de permitirnos de antemano que nos justifiquemos, a partir de nuestra frágil debilidad, con la posibilidad irremediable de dudar. -

lunes, 27 de octubre de 2008

Me dan coraje esos críticos que te cogen los versos de cualquiera y los destripan y desescaman como si fuesen peces muertos, que si paralelismo, que si estructuras, que vamos a desplumar el faisán, hace poco una ráfaga de fuego, ahora recién cazado, exánime y habrá que desplumarlo para comer aderezado con el comentario del esfuerzo del cazador, que ha madrugado esta mañana para cazarlo al paso. Ayer el poeta, tirando a provenzal, cantaba de oído su amor recién muerto y hoy le escanden cuentan las vocales y examinan si hay algún palíndromo, una repetición o se ha colado alguna palabra que suene como un duro falso, de aquellos de plomo, que la abuelina pesaba, medía y contaba contra el mármol de la mesa de la cocina, a ver si le habían metido uno de matufia a la cocinera, al hacer la compra en el mercado, en la carnicería o aquella lagartona de la tienda de al lado, que buena estaba ella para que le timasen un duro de cinco pesetas con la efigie de don Amadeo, apenas rey de las Españas, efímero monarca de importación, que le hacían imitaciones de los duros, imitaciones de plomo, como churros –decía la abuelina, sin duda exagerando, que le habrán hecho unos cientos, que sonaban plof, en lugar de retiñir contra el mármol de la mesa de la cocina. Volviendo a los críticos esos, luego se van tan campantes, una vez hecha la autopsia del poema, que tiene por cierto el privilegio de sobrevivir a sus manejos y seguir cantando y diciendo, más allá de las palabras que contiene, el tono sutil, la voz entrecortada del sentimiento. -
Soy una gota única,
y todas las de lluvia
caídas desde que el mundo existe y rueda,
llevo en mí el reino de las hadas,
la primavera
y ese olor a tierra
mojada del otoño
cuyo recuerdo permite remontar la estación fría,
asomarse
más allá del umbral de la muerte,
soy una gota de lluvia, un beso
que pone la nube en los labios verdes de la tierra
y en los labios de espuma de la mar,
soy la vida
y tal vez la muerte,
una miserable gota de lluvia,
tal vez una esquirla
de la porcelana azul del cielo
rozada por el ala
de una golondrina o de la alondra del alba.
Hay casi todos los días un hombre en la peatonal, que toca muy mal, pero afanosamente y se advierte que por tal necesidad que provoca una gran ternura. Sonríe siempre y agradece que se le echen unas monedas en la funda del instrumento que pone ante él en el suelo. Es, con toda seguridad, un emigrante del este de Europa, ni muy joven ya ni muy viejo todavía y es evidente que afronta con una sonrisa a pesar del esfuerzo que le supone tocar el violín de oído, obteniendo un curioso efecto de recordar la melodía y advertir sin embargo que no es más que, si acaso, un remedo, una caricatura de esas que se hacen sin propósito de herir, es más, admirando al modelo, su situación y la inevitable nostalgia que es de suponer le aflige cuando se retira al desconocido lugar donde habrá establecido, supongo que con otros emigrantes o con su familia, o tal vez solo, su hogar provisional, como una de las tiendas de campaña en que hace tanto vivían nuestros ancestros nómadas. Le he cobrado afecto a este improvisado músico, últimamente asociado a otro que toca desmañadamente una vieja guitarra y se limita a poner rasgueo de fondo a las estropeadas, pero entrañables piezas del violinista, que se atreve incluso con la música de los más populares de los clásicos. Siempre que paso, procuro dejar algo en el montoncillo de monedas que se va formando en la funda del violín. Ha sido cruel, este recién pasado siglo XX, que ha sacado a empellones a la gente de sus hogares y la ha echado, cruzando el ancho océano de las nostalgias, a las islas desconocidas donde los nativos los miran frecuentemente con desconfianza. Traen por lo menos un modo distinto del nuestro de hacer las cosas habituales, que poco a poco van incorporando con increíble paciencia a la que en un futuro próximo será una más rica cultura mestiza. En una pesa que el progreso de la humanidad tenga que hacerse a veces por medio de tanto dolor y tanta tristeza de tantos.

domingo, 26 de octubre de 2008

Entre tanto holograma, tanta cosa virtual, tanto disfraz, ciencia ficción y cosas que se dan por supuestas, resulta cada día más difícil saber si queda algo cierto, real y como es y que no se haya por lo menos desnaturalizado en el cada vez más frecuente afán de hacerlo todo más blando, manejable y digerible, apenas queda memoria del sabor de la leche de vaca o del pollo de aldea.

Casi somos ya incapaces de desbrozar aproximaciones a la verdad a partir de las desviaciones retóricas mediante que nos la disimulan a base de eufemismos, y cuando alguien quiere resultar sincero ya no sabe como elaborar su mensaje para que atraviese el tejido de palabras que nos agobia.

Días hay que parece que llueven palabras y se arremolinan en torno nuestro hasta ensordecernos en una especie de ojo de huracán a que el subconsciente nos reduce y donde el exceso de ruido permite que se condense el silencio del escepticismo.

sábado, 25 de octubre de 2008

Hemos crecido tanto los humanos en número que ahora resulta prácticamente imposible, de acuerdo con los sistemas ideados y puestos en práctica hasta el momento, que intervengamos de modo efectivo y eficiente en la organización, gobierno y representación de nuestro grupo social.

Nos movemos en un mundo de decisiones virtuales, manipuladas en origen por los especialistas y adoptadas por un escaso número de personas.

Los elegidos dan durante su mandato por supuesto que sus electores estarán de acuerdo con los acuerdos que tomen durante el mandato, pero lo cierto que muy pocos de esos electores conocen, han leído o entendieron el programa electoral de cada formación política y muchos, por lo menos muchos de los que yo conozco de cada tendencia, no votan ni idearios ni programas, sino siglas, sin saber a ciencia cierta y en detalle, cuáles son las soluciones concretas que cada una propone aportar para mejorar las condiciones de vida del común.

Se da, creo yo, la paradoja de que cada vez sea más complicada la administración, más compleja y numerosa su dotación de personal y medios, y eso, en vez de proporcionar un bienestar mayor y una mayor facilidad de resolver las circunstancias que rodean la vida de cada uno de nosotros, nos las dificultan, complican y convierten en tortuosas sendas erizadas de prohibiciones y fuertes sanciones, reveladoras a mi juicio de que se educa peor y como consecuencia es más tarde necesario corregir más y con mayor dureza, procedimiento en que hay ocasiones en que la vigilancia y el castigo obsesionan de tal modo al grupo que se corre el riesgo de castigar como culpa o negligencia lo que es un simple error, tan frecuente en los falibles humanos que somos.
Cuando las muchachas en flor de mi juventud
eran muchachas en flor
me contaron mil y una noches
mil y uno de sus sueños, me dijeron
cuáles eran sus canciones favoritas,
los colores que amaban,
la música
que aceleraba la taquicardia
de su corazón.

Cuando aquellas muchachas en flor,
que velaban el brillo de sus ojos
y acariciaban al dejar de mirar
eran muchachas en flor
yo tenía como ellas el corazón lleno de sueños,
y estaba, me parece recordar
ávido
de iniciar todos los caminos posibles: el de Santiago,
el de Roma, a que llevan todos los demás
y el de Jerusalén.

Hace tiempo que he dejado de ver
a las muchachas en flor en el jardín
donde ha acampado el otoño, se pone el sol
a casi todas horas
y quedan, nada más,
en un rincón, el reino de las hadas
y entre el follaje del haya, los pájaros,
que he dicho muchas veces que son seminaristas de ángeles
o tal vez ángeles castigados
como lo han sido, por el tiempo,
aquellas muchachas en flor
que durante toda mi juventud
lo fueron con aquel entusiasmo.

viernes, 24 de octubre de 2008

Recuerdo haber sido un niño,
solo que los niños de mi barrio, de mis años de niñez,
apenas tenían tiempo de serlo
mientras se preparaban para ser héroes de una guerra
que jamás fue suya,
pero, como su madre,
también los llevó en las entrañas. Recuerdo
que confundíamos la guerra con la paz,
llegamos
a pensar que aquél era el estado natural del hombre,
y nuestro probable destino
morir heroicamente.

Recuerdo haber sido un niño entre otros niños,
disfrazados
de guerreros. Hasta los Reyes Magos
se contagiaron
durante varios años
del mismo ardor guerrero que nosotros
y nos trajeron cascos de cartón,
ametralladoras y fusiles de palo
y cañones, para que participásemos
del ensayo general de cada día de guerra,
del sufrimiento de la retaguardia,
del hambre subconsciente de paz,
que ignorábamos.

Recuerdo haber sido un niño a duras penas,
casi sin lograr serlo.
me lo acaban de recordar ahora
y no puedo creer que se atrevan
con tanto niño de verdad alrededor, con tanto
afán de amor y de alegría
con que corren los niños en el parque
en este mismo momento
a usar de la memoria
para hacerles llorar otra vez aquellas lágrimas
que se estaban a punto de secar
en la madrugada
de su ilusión de niños
que a Dios gracias no saben nada real de las guerras.
Cada instante es un privilegio, en cuanto supone que el copo de vida que nos corresponde, permanece unido a este cuerpo de usar y tirar que permite a los sentidos remitir a nuestra máquina de interpretación las sensaciones.

Y más en cuanto disponemos de muchos días para apreciar los detalles que es probable se puedan experimentar en uno solo. Si te fijas –me dijo una vez uno de mis maestros-, todo cuanto pasa a lo largo de una vida de las que llaman largas, cabe en el transcurso de un día, y lo que ocurre, añadí yo atrapado en la idea, es que disponemos de más días para tener ocasión de que nuestro sistema ensaye reacciones distintas o profundice en las que prefiera de todas cuantas disfrute o sufra.

Por ejemplo los matices de una alborada o una puesta de sol.

El amor, el dolor, los incontables motivos de alegría o los numerosos matices de la tristeza.

No recuerdo lo que hubo antes, considero inimaginable lo que habrá después, pero considero un inconmensurable privilegio éste de estar vivo
Imagino
haber perdido todo cuanto estorba
a ser sin más,
ni el adorno de la luz dispersa en los colores,
ni el tacto,
que es preludio de la eternidad del amor,
ni escuchar, sólo entender
el sonido,
haberse convertido en lo inmóvil
y el miedo se me muere en las manos,
latiendo
igual que el mínimo corazón de un pájaro cautivo.

miércoles, 22 de octubre de 2008

Creo que el intercambio mediante que se cede moralmente por razones económicas podrá hasta ser alguna vez justo y hasta equitativo, pero es siempre mezquino y reprobable. En lo ético no caben –según mi criterio- otras razones ni motivaciones que las éticas, imposibles de valorar ni de manera aproximada en dinero o bienes, por inmateriales que estos bienes conceptualmente sean. Estimo que lo que debe hacerse o dejar de hacer por criterios morales acordes con la propia conciencia no puede admitir el concepto de contraprestación material, ni siquiera con el disimulo de atribuir a tercero el beneficio, ni siquiera cuando el tercero lo necesite. Sólo pueden retribuirse los servicios, pienso nunca cabe pagar lo que se hace por deber moral. Es más, opino que lo que se hace o deja de hacerse por deber moral no es ni siquiera susceptible de agradecimiento del beneficiado. -
Tener o no tener el alma quieta.
haber muerto, tal vez,
sin saber que esto que tengo ya no es vida
sino
cuando más
un sueño.

Haberte conocido
cuando me es imposible aprender las palabras
con que mentirte amor cada mañana,
saber
que ya no hay nada más que decir
y sólo falta
escuchar la sentencia.

Saber
que todo
podría haber sido diferente,
pero que
repetirlo
sería volverlo a vivir todo igual.

Y más larga mi condena
como reincidente.
Hay con quien descubres sorprendido que simpatizas sin conocer, y la experiencia añade que cuando tal ocurre, el sentimiento suele ser recíproco y debe ser que la parte de afuera del alma íntima, que hay quien dice que nos rodea como una especie de aura, es capaz de relaciones que no escapan al subconsciente. Pienso en consecuencia que hasta podríamos enamorarnos de alguien antes de saberlo o incluso sin enterarnos nunca, y así podríamos haber sido protagonistas de historias como las legendarias y amantes de mujeres que nos habrán querido locas de amor, o nosotros a ellas. Y podríamos haber tenido desconocidos amigos, que pasen de esos como mucho cinco o seis que son los únicos que conscientemente lo son en una vida, por muchos otros que de modo superficial lo hayan aparentado, acompañándonos durante algún tramo del camino.

Habría entonces una vida como un iceberg, en su mayoría oculta bajo las aguas donde no penetra la luz del pensamiento consciente, que asoma de modo ocasional como la punta de dicho iceberg mientras soñamos y nos movemos por ese territorio del surrealismo onírico en que todavía suelen estar vivos los muertos y los vivos, sin embargo, ya no lo están a veces, o, de tan inquietantes modos, somos capaces de volar o incapaces de salir de un laberíntico palacio.

martes, 21 de octubre de 2008

Recurre el Ministerio Fiscal un auto del Juez, con briosa energía, dureza jurídica y los que me parecen sólidos fundamentos legales y jurídicos. Hay que cerrar el desván, porque la memoria, además de víctimas, héroes y mártires, está llena de culpables y sería el cuento de nunca acabar que se iniciase la escalada de tu culpa y la mía, y menos con criterios de ahora, que no sirven para valorar los hechos ni los actos de entonces.

Transcribo porciones de “memoria histórica”, de la biografía que estoy leyendo: “las bibliotecas son almacenes del pensamiento burgués, montones de basura, legajos de mentiras. Esto, nada más, es lo que se quema. Esto y nada más. Hay que seguir quemando hasta el último documento de propiedad o privilegio.” “En medio de una situación de expolio, saqueo y quema de conventos e iglesias, así como de asaltos a domicilios particulares, los archivos eran considerados por algunos de los sectores más revolucionarios la legitimación del orden establecido que se quería aniquilar y, por consiguiente, uno de sus blancos preferentes.”-

Hay páginas y más páginas escritas, que detallan datos tan espeluznantes como éstos, pero referidas, además, en otros casos y ocasiones, a personas. Se llegó a matar para liberarse de deudas o para satisfacer envidias de mínimo calibre y alto voltaje pasional. O, sencillamente, para acallar voces que disentían del pensamiento del asesino.

Es frecuente que seamos un paisanaje apasionado, maniqueo y propicio a la envidia, a que Fernando Díaz Plaja otorgó como triste privilegio el de destacarse entre los pecados capitales de los españoles. Mejor, en mi modesta opinión, dedicar mayor esfuerzo a convivir que a confrontar.
La lluvia nos echa de la calle. Brotan, cabezones vacíos, calabazas de broma, los paraguas. El paraguas resulta casi siempre de usar y tirar. Se te olvida en cualquier paragüero. Deberían inventar alguno cuyo puño de cabeza de perro o de caballo ladrase o relinchara cuando nos ve marchar y se nos olvida, rozando su piel negra con la variopinta, multicolor de otro de señora, en el paragüero de la cafetería. Los paraguas gustas de esta promiscuidad súbita, que seguro que ls hace la vida más agradable, después de tiempo en el viejo cilindro de latón de casa, donde no hay más que rezongones paraguas viejos, con la piel rasgada y las varilla rotas. Cuando niños, que escaseaban los juguetes y abundaba el ingenio, con esas varillas hacíamos arcos y flechas. La punta de las flechas se aguzaba con papel de lija gruesa. Menos mal que no disponíamos de reservas de curare. Excusado es decir ya ahora que hoy ha amanecido lloviendo esa lluvia mansa que flota en el aire y se respira. Todo está húmedo. Incluso los pensamientos que voy desgranando. Le llaman chirimiri unos y otros orballu, llovizna algunos y muchos calabobos. ¡Si seré bobo que con lo que está cayendo salgo a la calle! Cuando podría seguir con cualquiera de los libros que tengo empezados a la vez que corrijo las pruebas del que quiero publicar este invierno. El diseñador ha hecho algo original. A ver si va a resultar que es como una calabaza, también, Mucha apariencia, pero dentro el vacío sideral.

lunes, 20 de octubre de 2008

Sigo con la biografía de Martín de Riquer, por ahora a mi juicio un catalán universal cuya primera juventud estudiosa y ya creadora, está punto de interrumpirse –en el punto en que me hallo de lectura- en aquel terrible primer tercio del siglo pasado, cuando tengo la impresión de que la humanidad se fragmentó en tribus que compartían sólo la diferencia, que evidentemente sufrían, de un heterogéneo desarrollo cultural. De repente, la sociedad improvisada por la modernidad de la era industrial, se había disociado, y, como consecuencia, incomunicado en parcelas de irreductibles convicciones aparentemente incompatibles, y aquella juventud, que era joven con todas las características y estaba ávida de explicaciones, relación y conocimientos, se encontró en campo abierto, armada y pertrechada de consignas de un odio que no sentía y la orden de exterminio de los malos –es decir, cada grupo del de los otros-. El protagonista de esta biografía recorre la ciudad semidesierta, tratando de salvar sus libros, que lleva de un lado a otro en una carretilla de mano, mientras en las calles vecinas crepita la fusilería. Me recuerda aquel niño que era yo, deslumbrado por las ametralladoras emplazadas en el puente y custodiadas por unos guerreros, mientras otros pasaban, a bandera alzada, con el tambor marcándoles el paso y la trompetería enardeciéndonos a todos.
Magnificamos lo baladí mediante su crítica, que convierte a cada uno de sus responsables en individuo inmerecidamente notorio. Y así vamos elaborando un catálogo de supuestos famosos, que nos ponen en el riesgo de aparentar la fragilidad cultural de una época en que cada día se están produciendo sin embargo acontecimientos trascendentes para la reestructuración social ya imprescindible en que creo que debería intentarse equilibrar la convivencia en que debe consistir la vida del tiempo que viene.
Decidme,
si sabéis,
dónde y quién guarda los sueños que se guardan,
esos
que alguien ha dicho que traman y urden la tela
de la porción de eternidad que nos concierne.

Dicen que se hace aquí, en el telar
de ir viviendo,
rozándonos
con ese despego, con los otros.

¿Por qué,
si es tan hermoso amar y tan gozoso,
odiamos,
envidiamos tanto, decimos tantas cosas
horribles del otro
en que nos apoyamos cada día?

Decidme,
si hemos de ser,
¿por qué de esta manera?

sábado, 18 de octubre de 2008

Cuando una persona de algún modo es evidente que se desequilibra, es decir, deja de comportarse como es habitual en las de su clase, oficio o condición, si esa persona presta un servicio público o ejerce algún tipo de representación o se trata de una autoridad, debe su superior o, si no lo tiene, deben sus iguales proponer o disponer que por lo menos se someta a un examen facultativo que garantice su capacidad de asumir la responsabilidad que a su condición, función o servicio corresponde.

Y podrá ocurrir que así sea y que esa persona sea un notable ingenio o un genio sobresaliente, adelantado a su tiempo, roturador de caminos, inventor de soluciones para las muchas necesidades de este mundo, pero es también posible que deba ser apartado de responsabilidad, curado en su caso y si no tuviese cura, solícitamente cuidado en el retiro que elija o por la sociedad si es necesario se le proporcione.

Nadie, ninguno, salvo quienes decidamos reducir nuestra vida al ámbito personal y familiar, intrascendente para la equilibrada paz del grupo social a que estemos adscritos, ninguno puede ser independiente y señor absoluto de sus actos, y todos debemos estar sometidos a una autoridad superior, o en último caso igual, que cuando advierta irregularidad en nuestro comportamiento y que resulta insólito en el ámbito de nuestra actividad, debe ponerlo de manifiesto, y, acreditado ante un grupo de iguales, el diferente debe ser examinado y en su caso, corregida la anomalía que representa, por el peligro que pueda suponer para el bien común.

Cualquier adelantado a su tiempo, por discordante que resulte su voz, merece nuestra admirada consideración, la máxima atención a sus novedades, criterios y correcciones, por el contrario, el involuntario o el deliberado perturbador, de nuestra tranquilidad, debe ser relegado a la privacidad donde incluso podrá disfrutar sin daños para nadie de sus reflexiones y criterios e incluso publicarlos y confrontarlos con los de los demás, pero sin disfrutar del prestigio del cargo o condición que no merezca o no esté capacitado para ejercer.

viernes, 17 de octubre de 2008

Cuando un jurista escribe mucho, la mayoría de las veces es porque el subconsciente le advierte de que incluso en aquello de que está honradamente convencido, hay muchas probabilidades de que esté equivocado.

Leo acerca del arte opiniones de Ortega, de Dámaso Alonso, de José Angel Valente. Coincido en la apreciación de que una obra de arte es eterna … mientras dure nuestra cultura. ¿Y cuánto dura ahora una cultura? Discrepo en la necesidad de que el crítico también sea un artista. Incluso los más romos de sesera, en ocasiones, somos capaces de comprender el mensaje, o la ausencia de mensaje que hay en una obra de arte, siempre algo misterioso, traídos del pasado o del futuro para amalgamar un objeto –en el más amplio significado de este concepto- que se comunica con lo más íntimo de nuestro sentimiento. Tal vez el alma en carne viva, si se me permite repetirlo, por lo expresiva. Imaginaos el alma –sea como fuere- desnuda, indefensa, y que un sentimiento llega a ella y toca produciendo un efecto inefable, para bien o para mal.

¿Tiene que ser bella, una obra de arte, para ser tal obra de arte? Adelanto mi opinión de que cada defecto o cada virtud pueden darse en cualquier jardín, o, si preferís la imagen, en cualquier bosque. Me parecen tan independientes, como las numerosas inteligencias posibles, que cada cual puede tener alguna, en mayor o menos medida, y a cada uno puede servirle la suya o puede fracasar intentando usarla para lo que funcione peor.

Una persona, una flor, una obra de arte, una saga, un poema, son partes de un todo que nos abarca. Cada una independiente e interdependiente con las demás con que circunstancialmente tiene relación. Cada toma de contacto –relación- un mundo, una vida y puede que a veces sólo una encrucijada o el cambio de dirección que supone doblar la esquina.
Si el sol puso la luz
y Dios el sol
¿qué puse yo en este hermoso día de otoño?
Tal vez es éste uno de esos
días
que ni cuentan ni existen en la vida de un hombre,
días
en que no ocurre nada, en apariencia,
y sin embargo
estábamos en el escenario
mientras todo ocurría a nuestro alrededor,
tal vez por culpa nuestra
o porque estábamos
sin más.

martes, 14 de octubre de 2008

Globos de colores,
música
de Nueva Orleáns,
colgaron banderas y banderolas, pusieron
al toro banderillas. En la plaza mayor
hay una cucaña inaccesible,
es fiesta
en el lugar.
El lugar está lejos,
la echo de menos, muy lejos
de la mar.
Hay geranios
en las ventanas de las casas,
hay señoras,
muy aseñoradas y niñas
de porcelana y nácar todavía,
pero me faltan
la espuma,
el olor,
el horizonte imposible de la mar.
Tengo
plantada en el corazón la flor
de la melancolía
No sería vida, si no fuese como es, provisional, insegura, difícil, efímera, engañosa, y considero imposible imaginarla mejor de lo que es, con todas sus dificultades y contrariedades, sus dolores, alegrías y tristezas. Algo así como estar permanentemente esperando en una encrucijada, que pasen otros de la más variada catadura y ser cada uno de ellos, como es sin duda posible, puesto que todos son humanos, menos, desde luego, aquellos que pasaran y no lo fuesen.
Bien entendido que lo humano tiene la estremecedora posibilidad de ser sobre e infrahumano, puesto que la experiencia acredita que no hay linderos claros entre unas cosas y otras, y por eso cada labrador se afana en clavar, asegurar, afirmar sus derechos mediante unos hitos que dicen que mueve la ausencia de luz de la luna, las noches de luna nueva, cuando está distraída, mirando y alumbrando hacia otra parte.

Imaginad el tema: estáis sentados al pie del crucero que marca la encrucijada. Esperando la llegada de alguien, que, como los tártaros de Buzatti, tendría que venir, pero no llega, y entre tanto, cada uno que pasa os convierte en él –es un precio, un peaje a la inversa, por estar allí y mantener el privilegio de la espera-, y tenéis que ser él hasta que se aleja y deberéis convertiros en el puro dolor de perder la ocasión de haberos salvado o condenado en la identidad sufrida, o gozada, y ahora perdida a cambio de poder seguir esperando sin sabe exactamente qué, a quién, que sin embargo es seguro que llegará, nadie sabe cómo ni cuando, puesto que solo vosotros sois y estáis en este mundo inexorable, como una vida, de la encrucijada que os será imposible, pero sólo por ahora, abandonar, puesto que hay memoria, tal vez una pequeña lápida nada más que a medias legible, que hay al pie del crucero, donde crece el moho porque hacia allá debe ser el norte. Haber sido todos y no ser ninguno, con la convicción de que tiene que llegar un día y alguien que seréis de modo definitivo. ¿O no?

lunes, 13 de octubre de 2008

Descubro esta mañana
de sol inesperado en pleno otoño
que si se dobla
la esquina del camino, hay más allá otro valle,
y otro, después, y hasta es posible
que siempre otro,
siempre diferente,
a veces
de modo casi imperceptible,
como si también fuese yo ese mismo niño
que juega un juego antiguo
al bode del mismo rumor,
al parecer eterno
del río,
ese rumor, que, diré una vez más,
que tiene que ser eco
de la voz del buen padre
Dios,
que insiste en decirnos algo sin duda importante,
que somos,
que por lo menos yo,
soy
incapaz
de entender
Desde esta cofa en que usualmente habito, un rincón con vistas a lejanía, Obama me parece que supone aire fresco, un recuerdo de Kennedy –apertura de ventanas por las cuatro fachadas de la torre de marfil, propósito de revisión de la sociedad y de sus modos-, McCain me recuerda en cambio a mi querido abuelo, todo bondad, renovación y esfuerzo, pero demasiado cansado para sobrenadar el tsunami del futuro, que parece tan incontrolablemente imprevisible a medida que se agota el tiempo de que como máximo disponemos.
Mediados de octubre, que tiene nombre en forma de zarzamora madura, viento flojo de castañas, inundaciones por la ribera del Mediterráneo, por donde antes no había más que sol. Ahora, el sol, oblicuo y terrible de reflejos, este sol cansino, de plomo fundido y sombras heladas, está aquí, al norte, por donde antes el viento alternativo de los aguaceros súbitos, viento racheado, que huele a mar y lejanías. Pongo música de Nueva Orleáns y leo la biografía de Martín de Riquer. Cada vez entiendo más y mejor que se ame la tierra que nos tiene como suyos por lo que llamábamos cuando aquello del Derecho Internacional ius soli, derecho del suelo. El suelo está imantado por la sangre, el sudor, las lágrimas y las pisadas, tristes unas, alborozadas, de durante el baile, otras, de los muchos ancestros que hicieron falta para que naciésemos y con ese imán nos sujeta y atrae a fuerza de nostalgia –sublimación de melancolías existenciales-, pero advierto asimismo cómo nos vamos, la gente, las personas, haciendo universales, a fuerza de poner en la sangre gotas de un cómplice, cónyuge, que nos llega y se incorpora a nuestra estirpe y la renueva. En la música de Nueva Orleáns parece que cada instrumento fuese por su lado, en caótico desorden de sonidos, pero al escuchar con más atención, el premio es la armonía del conjunto, que del mismo modo que con extrañas, tal vez extravagantes combinaciones de plantas de diferentes orígenes, logra una armonía deslumbrante.

sábado, 11 de octubre de 2008

Corbata que sí o que no. Pensábamos algunos que ya estaba superado eso de lo que era obligatorio ponerse para estar lo que se dice presentable y mira por donde sale ahora esta discusión, propia de quien no tiene de que hablar y lo hace del tiempo que se supone que va a hacer mañana, respecto de si puede o debe o no suprimirse de hecho o de derecho el uso de la corbata, que me retrotrae a la propaganda de aquel sombrerero de la inmediata posguerra que decía lo de que “los rojos no usaban sombrero” para incitar al género masculino de entonces a que nos lo pusiéramos. Opino que cada cual haga lo que quiera, pero me reservo el gusto personal por la frivolidad de la corbata, que hay veces que es la única nota que puede ponerse a una asistencia a cualquier acto para hacer constar que estás triste como un crepúsculo o alegre como las proverbiales castañuelas. Aparte de que resulta útil, a partir de cierta edad, para evitar parecerte a la fantasma del tango, “sola, fané y descangayada”, que “parecía un gallo desplumao, mostrando al compadreao el cuero picoteao”. Me apunto a la corbata. Por ese precio –decía mi buen amigo Valentín ante una corbata de seda rutilante, tentadora- me compro yo en las rebajas dos pares de zapatos. Y sería verdad, pero no tendrías una corbata como aquélla, cuyo último destino suele ser la agonía de un churrete de sopa, un charpazo de salsa o un desperdicio imperdonable de vino, pero mientras tan triste destino llega, te la anudas al cuello, vuelta y vuelta y hace unas migas de ilusión. Algo parecido a comprarse un billete de lotería e iniciar las dulces cuentas de la lechera feliz.

viernes, 10 de octubre de 2008

Era una lejana ciudad,
estuve una vez vagando por sus calles
y me encontré una estatua
conmovedora.
Volví, años después,
la busqué,
recorrí las calles del laberinto, la judería,
fui hasta el último rincón.
No estaba. Fue
como haber olvidado algo para siempre,
como haber perdido, sin hallar previamente,
el gesto de la mano,
la expresión.
Sabe alguien explicarme quién
hace y deshace las ciudades, cambia
los paisajes,
reconstruye el mundo tras de cada puesta de sol,
o si es que vagamos
de un mundo a otro, tras de cada sueño
y tú no has sido tú, jamás,
ni soy yo ese que recuerdo, sino el que sueño
todavía
como si aún fuese posible.
Hay quien trae a la madurez, y luego a una eventual vejez, la ancianidad a que ahora llaman tercera edad, como si eso aliviara alguna clase de maldad o mala suerte, recuerdos de una niñez feliz, como suelen serlo la mayoría, por mucha carga literaria que se ponga en las atrocidades que cuentan algunas novelas y ciertos libros de memorias más o menos trucados, y quien los trae de una niñez especialmente feliz.

Como esta biografía que ahora mismo estoy disfrutando, de este niño cuyo abuelo fue el primer miembro de la familia que ganó dinero con su trabajo, o, por lo menos, el primero, desde que hay constancia documental, a lo largo de más de diez generaciones atrás. Dinero ganado con el trabajo de sus manos, pero que fue lo que cobró por una obra de arte más o menos valiosa, por pintar uno de sus primeros cuadros.

¿Eran más felices? Vivían de su patrimonio, hasta que los avatares del siglo lo fueron reduciendo. Queda siempre una casona blasonada y quedan unas cuantas tierras, residuo de lo que llegaba hasta el horizonte o por lo menos hasta los límites del valle, pero había ocasiones en que se extendía hasta los límites de lo que se ve en redondo desde el otero.

Por lo menos, algunos, según se les describe ahora, parecían extremadamente seguros de sí mismo y de su derecho a disfrutar de privilegios respecto de una demás gente, que pagábamos impuestos, trabajábamos, pero ellos nos miraban desdeñosamente. No puedo perdonar a mi marido que me haya traído a una casa de pisos, que ahora, cuando me cruzo con un hombre en la escalera, no sé si es un señor o es un gañán. Hermosa tierra, hermosa gente –dice Saroyan, en su “Comedia humana”.

Ellos solían, cuando era preciso o a veces sin serlo, hacer la guerra y la paz, y cuando no, cazaban. Tenían uno o muchos caballos, lanzas en astillero, espadas, que donde no llega la mano del caballero, llega la punta de su espada. El relato de la historia de nuestros, mis, anteapsdos de esa época, es mucho más sencillo y puede resumirse en que trabajaban la tierra, pagaban rentas, impuestos y gabelas, y, a pie, cuando no podían evitarlo, se encontraban formando parte de una mesnada, hundido en el barro del fragor de la espesa, cruenta, disparatada batalla.

Nuestras vidas –dice el impresionado poeta- son los ríos que van a dar en la mar que es el morir …

Leo que el premio Nóbel de este año coincide conmigo en decir que lo que se escribe viene en los ruidos, los sonidos del entorno, en el viento, que es el que mueve las palabras. ¿Dirá él también que esos ruidos son, opino, ecos de la voz del buen padre Dios?

miércoles, 8 de octubre de 2008

Hace tiempo que no digo lo que estoy leyendo: esa nueva versión del motín de la Bounty, narrada ahora por el ocasional grumete de un capitán Blight diferente, biografía de Ballard y otra de Sollers, notas de Kapuszinski sobre la otra tremenda guerra del cruel siglo XX y una edición nueva, bilingüe de los versos de Whitman. Lo único que admite continuidad es la novela de aventuras, deliciosamente escrita. Los demás son libros espesos de vida y cavilaciones. Los versos, como siempre, exaltación, desasosiego aunque en apariencia se someta la frase al rigor estético de una palabra, a su musicalidad, un poema sufre excitación aunque refleje soledades, silencios o cansancio.
Recorreré el jardín con tu recuerdo
cogido de la mano,
ahora que es otoño, apenas quedan hojas indecisas
en la frondosa selva del haya,
te llevaré al rincón donde fui niño,
a donde estaba
cuando mi primera
desilusión,
te enseñaré el lugar donde soñaba
que tú podías existir,
te pediré que me cojas
la cara, entre tus manos y me des
un racimo
de palabras de amor, aunque no sea
verdad
que me quieres,
el amor, casi siempre, es un hilván, un centón
de mentiras hermosas,
luego abriré los ojos, y,
con suerte,
estaré aún aquí, donde la tarde
se va haciendo
melancolía.
Nadie sabe
lo que son esas cosas que no tienen forma,
pasan,
entremezcladas con cada duermevela
y me asustan
con la mera posibilidad de su existencia ahora mismo
en algún mundo paralelo
de que podrían pasar a éste,
sustituirme, convertirme
en esclavo de su indecisión
entre el ser y no ser, la vida y nada.
Hay un rincón
en el jardín, o tal vez en medio de la tarde
donde huele a otoño.
Fue como un suspiro,
se quebró el aire, hecho aquella tarde de silencios,
con una sola palabra,
apenas entredicha,
que nadie oyó,
ni siquiera
nosotros,
absortos como estábamos
en la rutina de todos los días,
fue
un milagro
jamás
ocurrido.
Duele mandar que decapiten los árboles amigos, hasta hace poco pletóricos de una polícroma multitud de vocingleros pajarillos que inundaban el aire del verano, pero justo ahora estaría a diario cayendo su hoja en el canalón del tejado, tupiéndolo, alimentando la vida de plantas nuevas, que la vida es así, aprovecha cualquier resquicio y se apoya en la muerte misma y en la podredumbre para trasmutarse en vida nueva, de otra especie o de muchas. Y vino una horda de hombres y el ruido de los serruchos mecánicos y de una pasada talaron media docena de arces que mecía el viento del sur. Ahora, en su lugar, se han instalado la luz, el aire y la tristeza de no verlos, tan presumidos a cada ráfaga. La vecina de al lado, reencarnación tal vez de la Reina de Corazones, desde la ventana gritaba lo de ¡que las corten la cabeza!, sólo que ella decía que lo cortasen más, por más abajo, no fuese a venírsele encima la copa, cualquier noche invernal de brujas y argayos. Quedaron, agazapados, los tocones, que estoy secretamente seguro de que van a retoñar en primavera. Y los estaré mirando para animarlos, que he oído decir que las plantas, y supongo que los árboles, crecen más y mejor si los animas. Ahora, por donde el follaje, se advierte la piedra dura, más vieja. ¿Estará la piedra viva? Pienso que sí, que todo lo está, en el planeta, con un modo de vida diferente, desde luego, pero debe ser cierto cuando todo muda, cambia y todo se desmorona, al final, para conformarse de otra manera, ser de otro modo y volver a vivir, nacer, ser vida distinta, como si la creación se estuviera renovando sin cesar, dispuesta a saltar como los atletas olímpicos, siempre un poco más allá, más alto, más fuerte, más lejos.

martes, 7 de octubre de 2008

Cada día, su lectura, hay miles de páginas que perderemos, sin embargo, la ocasión de conocer porque es imposible abarcarlo todo, recorrer todos los anaqueles de las librerías del mundo y sus bibliotecas, y muchos libros, cuando llega noticia y voy en su busca, tropiezo con ese paredón del “descatalogado” con que me aparta un ocupado vendedor, más atento, como puede que sea su deber en estos tiempos cada vez más diferentes y tan distintos, como ya hablamos en alguna ocasión, de los de los viejos libreros del guardapolvo, con su fondo de librería y su atención discriminada a cada cliente, cuyos gustos ya le eran conocidos desde siempre y así le podía sugerir novedades o la alternativa, en esos períodos de sequía y publicación de banalidad que hay cada año, algún ejemplar cubierto de polvo y garantía de ser del gusto de aquel lector en particular.

Vivir más deprisa tiene muchos inconvenientes. Es como recorrer un paisaje en el tren de alta velocidad. Se llega antes, pero no se hace el camino, sino que se recorre. Y no es lo mismo peregrinar a Santiago desde Roncesvalles en un automóvil cómodo y potente que hacer el camino paso a paso, a pie, sin más apoyo que el del cayado o el brazo o el hombro amigo del hermano peregrino contigo.

Esta tarde estuve en la biblioteca, la mía, modesta, elemental, sin pretensiones de bibliófilo, sino de amante de los libros. Y en ella reconocí, palpé, algunos de esos que dejan recuerdo, o a mí me lo dejaron, por la inolvidable impresión lograda por el autor, es posible que combinada con la ocasión oportuna de la época en que lo leí por vez primera, o, en algún caso, lo releí. Me gustaría tener tiempo y ganas de irlos seleccionando, recogiendo, apartando, aunque no sea más que para estarme ante ellos e ir rememorando como si soñara o no hubiese despertado todavía de aquel sueño, en que, cerrando los ojos, cabe pensar que es entonces. Ese lugar ya convertido en polvo solemne, espeso, que mañana pasará, convertido en nube, por las antípodas, donde pensarán que no es más que eso, como nosotros, aquí, cuando vemos pasar los restos de los recuerdos de gente olvidada, hechos cirros, cúmulos, estratos o simples y sencillos nubarrones que se disuelven en aguaceros de otoño.

domingo, 5 de octubre de 2008

Nadie sabe por qué ocurre esto de la economía con que nos aterran desde todos los periódicos y emisoras de radio y televisión de las cuatro esquinas del mundo, los treinta y dos puntos cardinales de la rosa de los vientos, justo cuando el otoño, como cualquier ocaso, nos hace más débiles. Nadie, salvo unos cuantos no se si sumos sacerdotes de un extravagante culto o esotéricos conocedores de misteriosos arcanos, saben por qué fluctúa el valor del dinero y de pronto no es nada o quien ayer podía pagar con holgura, hoy no es más que una amenaza, un “riesgo”, dice cada tembloroso banquero, de morosidad. Nos hablan de secretas leyes de ofertas misteriosas y demandas que se desencadenan como los vientos, al abrir ciertas cajas de Pandora de cuya situación no habíamos oído hasta que nos dicen que sen secado -¿cosa del cambio climático?- las arcas y los mechinales de esos hasta hace poco templos impresionantes del centro de las capitales del mundo, ahora discretos despachos del suburbio recién urbanizado, por cuyos estrechos pasillos se mueven ardorosos jóvenes en mangas de camisa y corbata, todos comentando en voz baja, sin acertar a definir de qué hablan, de la crisis, el crac, la hecatombe. Cuando en realidad no pasa nada distinto, sino acentuado, de lo de todos los días, que unos pagan y otros no, los más ricos esconden sus riquezas y los más pobres sienten ese frío que hiela las intenciones, amedrenta los buenos propósitos y genera primero rencor, en seguida odio. Hay que apretarse el cinturón todos –nos dicen , nos convocan-, cuando tal vez el cinturón tendrían que apretárselo primero esos que confían en que las salpicaduras no les alcancen más arriba de donde estaba antes el dobladillo de los pantalones y ahora llevan las muchachas en flor, tatuada, una cadenilla que no las sujeta a nada.

sábado, 4 de octubre de 2008

Voces de alerta contra el blog, en general, como latente peligro de exposición de ideas heterodoxas. ¿Dónde está, quién define la ortodoxia? ¿Quién vigila, prohíbe, delimita las funciones del eventual guardián de la ortodoxia? Cuanto se ocurre a un humano puede ser expuesto, contrastado, discutido, aprobado, utilizado para un mejor y mayor conocimiento. Cuantos existimos somos potenciales heterodoxos, puesto que somos diferentes de todos los demás, aún conscientes de nuestra dimensión y condición de gente social, es decir, individuo que forma parte de un grupo.

Por eso disentimos, por esa especie de esquizofrenia que consiste en que seamos uno y todos, exclusivos, partícipes y participados.

Hay quien no puede soportar que no se le inciense y exprese admiración, por mucha que sea la que ya disfrutan de muchos. Les falta, y no pueden soportar, la de algunos. Y sufren. Cuando lo humano es la posibilidad de disentir en busca de algo que nos interesa, concierne o conviene.

Hay quien borraría el mundo blog, lo prohibiría como deroga, al ignorarla, la belleza de cada amanecer o de cada paisaje o de cada día. Una belleza en ocasiones dolorosa, preocupante o triste. Como es la vida y puede ser cada palabra, según cada contexto, cada ocasión. Hay sin duda quien prefiere la estética de un ejercito uniformado y formado en pie de guerra, deslumbrante y aterrador, presto a iniciar la marcha a una voz o un toque de clarín. Sin duda cada todo está hecho de diversidades. Y ha de ser así para que ese todo exista y sea tal y resulten posibles los contrastes y los semitonos.

viernes, 3 de octubre de 2008

Estas tardes de otoño
el agua del remanso
del recodo del río, tiene,
inmóvil,
el color de los malos pensamientos,
lleva cerca del fondo,
apenas sin crear, cosas malévolas
de formas indecisas,
miedos como de aliento de suicida,
de olor a humo lejano,
de suspiro
de adolescencia que nadie comprende
y es como una premonición de la vejez
o del invierno.
Hay que ver –me llaman de una bienal- lo poco que tarda en pasar el tiempo, los dos años de cada dos años y esa otra multitud de plazos que cada año se van inexorablemente cumpliendo, incorporando a lo que nunca rebuscaremos, probablemente en una memoria que se parece tanto a la biblioteca en que enterramos someramente, a flor de vistazo los libros que nos conmovieron y pocas veces releemos, si acaso para comprobar la cita recién hecha en lo que estamos escribiendo. Un encuentro ocasional y alguien te pregunta si recuerdas cuando hace once años nos encontramos en aquella ciudad –Dios mío, intercalas, ¡once años!-, y se superpone el hecho de que justo hace once años, en aquella ciudad, celebrabas el aniversario de algo ocurrido cincuenta años antes, y entonces sí que es como si de súbito y sin beber gota, me hubiera emborrachado y todo gira alrededor hasta retroceder los sesenta y un años que ahora hace de lo que celebrabas el cincuentenario y todavía está, sin embargo, fresca una parte importante de lo entonces ocurrido –alegre-, y puede que sea porque lo especialmente alegre o lo que estuvo cansado, impregnado de tristeza, vergüenza o dolor, queda como taraceado en la parte dura –pétrea- de la memoria, como uno de esos impresionantes fósiles que quedaron atrapados en el ámbar y en su último gesto, tal vez un esfuerzo hecho por la esperanza, camino del futuro que de otro modo alcanzaron puesto que están ahí, aparentemente intactos.

miércoles, 1 de octubre de 2008

El viejo y sabio buho,
aferrado a su rama,
con la miara fija,
atenta,
a sobrecogedoras lejanías.
El viejo,
blanco,
buho,
habitual de la enramada de los mirlos,
las zarzamoras
y las madreselvas, que conoce
-dicen-
los nombres
de todos los hombres y de todas las cosas posibles.
Ha muerto,
en pie
como su árbol.
Ponen algunos las palabras como esos artesanos que encajan muros de mampostería con precisión incaica, sólo las justas, sin necesidad de adjetivos, hablan y escriben que parece que tuviesen que ahorrar tiempo y espacio y no añadir ni adjetivo –ya dije- ni adverbio. Y así, la narración tiene consistencia de línea sin temblores ni quiebros, de esas que dibujan nada más el perfil y lo hacen con trazo limpio, sin más adorno que la admiración que producen en el espectador.

Creo que no aciertan. Son expresivos pero tas puros, claros y exactos como las paredes de una celda monacal. Les falta esa expresividad complementaria de lo barroco, imprescindible para halagar a los sentidos. ¿Qué sería de las baldas de los libros de la biblioteca de casa, sin la abigarrada multitud de recuerdos que las pueblan? Todo lo inventado, cuanto existe, tiene razón de ser y debe utilizarse en la medida que cada cual considere acertada. Y así un discurso o una melodía resultarán tediosos o admirables según el acierto de cada cual, pero, en cualquier caso, podremos elegir entre los diferentes estilos de hacer o decir, según ese estado de ánimo que necesitamos transmitir para completar y hacer cierto.