lunes, 20 de octubre de 2008

Sigo con la biografía de Martín de Riquer, por ahora a mi juicio un catalán universal cuya primera juventud estudiosa y ya creadora, está punto de interrumpirse –en el punto en que me hallo de lectura- en aquel terrible primer tercio del siglo pasado, cuando tengo la impresión de que la humanidad se fragmentó en tribus que compartían sólo la diferencia, que evidentemente sufrían, de un heterogéneo desarrollo cultural. De repente, la sociedad improvisada por la modernidad de la era industrial, se había disociado, y, como consecuencia, incomunicado en parcelas de irreductibles convicciones aparentemente incompatibles, y aquella juventud, que era joven con todas las características y estaba ávida de explicaciones, relación y conocimientos, se encontró en campo abierto, armada y pertrechada de consignas de un odio que no sentía y la orden de exterminio de los malos –es decir, cada grupo del de los otros-. El protagonista de esta biografía recorre la ciudad semidesierta, tratando de salvar sus libros, que lleva de un lado a otro en una carretilla de mano, mientras en las calles vecinas crepita la fusilería. Me recuerda aquel niño que era yo, deslumbrado por las ametralladoras emplazadas en el puente y custodiadas por unos guerreros, mientras otros pasaban, a bandera alzada, con el tambor marcándoles el paso y la trompetería enardeciéndonos a todos.

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