lunes, 13 de octubre de 2008

Mediados de octubre, que tiene nombre en forma de zarzamora madura, viento flojo de castañas, inundaciones por la ribera del Mediterráneo, por donde antes no había más que sol. Ahora, el sol, oblicuo y terrible de reflejos, este sol cansino, de plomo fundido y sombras heladas, está aquí, al norte, por donde antes el viento alternativo de los aguaceros súbitos, viento racheado, que huele a mar y lejanías. Pongo música de Nueva Orleáns y leo la biografía de Martín de Riquer. Cada vez entiendo más y mejor que se ame la tierra que nos tiene como suyos por lo que llamábamos cuando aquello del Derecho Internacional ius soli, derecho del suelo. El suelo está imantado por la sangre, el sudor, las lágrimas y las pisadas, tristes unas, alborozadas, de durante el baile, otras, de los muchos ancestros que hicieron falta para que naciésemos y con ese imán nos sujeta y atrae a fuerza de nostalgia –sublimación de melancolías existenciales-, pero advierto asimismo cómo nos vamos, la gente, las personas, haciendo universales, a fuerza de poner en la sangre gotas de un cómplice, cónyuge, que nos llega y se incorpora a nuestra estirpe y la renueva. En la música de Nueva Orleáns parece que cada instrumento fuese por su lado, en caótico desorden de sonidos, pero al escuchar con más atención, el premio es la armonía del conjunto, que del mismo modo que con extrañas, tal vez extravagantes combinaciones de plantas de diferentes orígenes, logra una armonía deslumbrante.

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