martes, 28 de octubre de 2008

La inmensidad es como una iglesia vacía, o, si prefieres, no hay modo de explicar el concepto de inmensidad mejor que llevando al interlocutor a una iglesia vacía. La iglesia –en su acepción del templo, como lugar de encuentro, comunicación y recogimiento- tuvo siempre la vocación de recibir a todos los habitantes de cada pueblo, cada ciudad. Altura de bóvedas, cúpulas y techos donde resonarían la voz y la palabra, el cántico y la música. Ahora, durante muchas horas, son espacios vacíos, enormes espacios vacíos en que el aire, además de un vago perfume de incienso y de cera caliente, huele a humedad o a polvo. Contrasta mi recuerdo del Sábado de Gloria, lleno de luces y cascabeleo y retiñir de campanas, campanillas y campánulas alrededor del gloria cantado por un coro entusiasta, con esa lucecilla del sagrario, apenas un atisbo de esperanza o un mortecino recuerdo, en cualquier caso la brasa aún encendida como una llamada en la oscuridad, a través del silencio. Afuera, casi toda la humanidad dispersa, enloquecida de prisa, herida de soledad recíproca, que no entra aquí si no es en rebaño de visita guiada a que alguien desgrana historia, características, leyendas de cada piedra, cada imagen, a veces grotesca en la ternura del esfuerzo de expresividad de un atormentado artesano. Escuchan como si les estuvieran contando las vicisitudes de un imaginario reino de otro planeta de otra galaxia. Es tremendo que Dios nos haya concebido y creado con la capacidad de negar que Dios existe, pero más tremendo todavía y desde luego conmovedor, es que haya permitido que su existencia no pueda demostrarse, de tal modo que al final puede que sea indiferente creer o no y a todos nos proporcione el mismo destino y para ello haya tenido la caritativa previsión de permitirnos de antemano que nos justifiquemos, a partir de nuestra frágil debilidad, con la posibilidad irremediable de dudar. -

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