No sería vida, si no fuese como es, provisional, insegura, difícil, efímera, engañosa, y considero imposible imaginarla mejor de lo que es, con todas sus dificultades y contrariedades, sus dolores, alegrías y tristezas. Algo así como estar permanentemente esperando en una encrucijada, que pasen otros de la más variada catadura y ser cada uno de ellos, como es sin duda posible, puesto que todos son humanos, menos, desde luego, aquellos que pasaran y no lo fuesen.
Bien entendido que lo humano tiene la estremecedora posibilidad de ser sobre e infrahumano, puesto que la experiencia acredita que no hay linderos claros entre unas cosas y otras, y por eso cada labrador se afana en clavar, asegurar, afirmar sus derechos mediante unos hitos que dicen que mueve la ausencia de luz de la luna, las noches de luna nueva, cuando está distraída, mirando y alumbrando hacia otra parte.
Imaginad el tema: estáis sentados al pie del crucero que marca la encrucijada. Esperando la llegada de alguien, que, como los tártaros de Buzatti, tendría que venir, pero no llega, y entre tanto, cada uno que pasa os convierte en él –es un precio, un peaje a la inversa, por estar allí y mantener el privilegio de la espera-, y tenéis que ser él hasta que se aleja y deberéis convertiros en el puro dolor de perder la ocasión de haberos salvado o condenado en la identidad sufrida, o gozada, y ahora perdida a cambio de poder seguir esperando sin sabe exactamente qué, a quién, que sin embargo es seguro que llegará, nadie sabe cómo ni cuando, puesto que solo vosotros sois y estáis en este mundo inexorable, como una vida, de la encrucijada que os será imposible, pero sólo por ahora, abandonar, puesto que hay memoria, tal vez una pequeña lápida nada más que a medias legible, que hay al pie del crucero, donde crece el moho porque hacia allá debe ser el norte. Haber sido todos y no ser ninguno, con la convicción de que tiene que llegar un día y alguien que seréis de modo definitivo. ¿O no?
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