miércoles, 1 de octubre de 2008

Ponen algunos las palabras como esos artesanos que encajan muros de mampostería con precisión incaica, sólo las justas, sin necesidad de adjetivos, hablan y escriben que parece que tuviesen que ahorrar tiempo y espacio y no añadir ni adjetivo –ya dije- ni adverbio. Y así, la narración tiene consistencia de línea sin temblores ni quiebros, de esas que dibujan nada más el perfil y lo hacen con trazo limpio, sin más adorno que la admiración que producen en el espectador.

Creo que no aciertan. Son expresivos pero tas puros, claros y exactos como las paredes de una celda monacal. Les falta esa expresividad complementaria de lo barroco, imprescindible para halagar a los sentidos. ¿Qué sería de las baldas de los libros de la biblioteca de casa, sin la abigarrada multitud de recuerdos que las pueblan? Todo lo inventado, cuanto existe, tiene razón de ser y debe utilizarse en la medida que cada cual considere acertada. Y así un discurso o una melodía resultarán tediosos o admirables según el acierto de cada cual, pero, en cualquier caso, podremos elegir entre los diferentes estilos de hacer o decir, según ese estado de ánimo que necesitamos transmitir para completar y hacer cierto.

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