lunes, 27 de octubre de 2008

Hay casi todos los días un hombre en la peatonal, que toca muy mal, pero afanosamente y se advierte que por tal necesidad que provoca una gran ternura. Sonríe siempre y agradece que se le echen unas monedas en la funda del instrumento que pone ante él en el suelo. Es, con toda seguridad, un emigrante del este de Europa, ni muy joven ya ni muy viejo todavía y es evidente que afronta con una sonrisa a pesar del esfuerzo que le supone tocar el violín de oído, obteniendo un curioso efecto de recordar la melodía y advertir sin embargo que no es más que, si acaso, un remedo, una caricatura de esas que se hacen sin propósito de herir, es más, admirando al modelo, su situación y la inevitable nostalgia que es de suponer le aflige cuando se retira al desconocido lugar donde habrá establecido, supongo que con otros emigrantes o con su familia, o tal vez solo, su hogar provisional, como una de las tiendas de campaña en que hace tanto vivían nuestros ancestros nómadas. Le he cobrado afecto a este improvisado músico, últimamente asociado a otro que toca desmañadamente una vieja guitarra y se limita a poner rasgueo de fondo a las estropeadas, pero entrañables piezas del violinista, que se atreve incluso con la música de los más populares de los clásicos. Siempre que paso, procuro dejar algo en el montoncillo de monedas que se va formando en la funda del violín. Ha sido cruel, este recién pasado siglo XX, que ha sacado a empellones a la gente de sus hogares y la ha echado, cruzando el ancho océano de las nostalgias, a las islas desconocidas donde los nativos los miran frecuentemente con desconfianza. Traen por lo menos un modo distinto del nuestro de hacer las cosas habituales, que poco a poco van incorporando con increíble paciencia a la que en un futuro próximo será una más rica cultura mestiza. En una pesa que el progreso de la humanidad tenga que hacerse a veces por medio de tanto dolor y tanta tristeza de tantos.

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