domingo, 5 de octubre de 2008

Nadie sabe por qué ocurre esto de la economía con que nos aterran desde todos los periódicos y emisoras de radio y televisión de las cuatro esquinas del mundo, los treinta y dos puntos cardinales de la rosa de los vientos, justo cuando el otoño, como cualquier ocaso, nos hace más débiles. Nadie, salvo unos cuantos no se si sumos sacerdotes de un extravagante culto o esotéricos conocedores de misteriosos arcanos, saben por qué fluctúa el valor del dinero y de pronto no es nada o quien ayer podía pagar con holgura, hoy no es más que una amenaza, un “riesgo”, dice cada tembloroso banquero, de morosidad. Nos hablan de secretas leyes de ofertas misteriosas y demandas que se desencadenan como los vientos, al abrir ciertas cajas de Pandora de cuya situación no habíamos oído hasta que nos dicen que sen secado -¿cosa del cambio climático?- las arcas y los mechinales de esos hasta hace poco templos impresionantes del centro de las capitales del mundo, ahora discretos despachos del suburbio recién urbanizado, por cuyos estrechos pasillos se mueven ardorosos jóvenes en mangas de camisa y corbata, todos comentando en voz baja, sin acertar a definir de qué hablan, de la crisis, el crac, la hecatombe. Cuando en realidad no pasa nada distinto, sino acentuado, de lo de todos los días, que unos pagan y otros no, los más ricos esconden sus riquezas y los más pobres sienten ese frío que hiela las intenciones, amedrenta los buenos propósitos y genera primero rencor, en seguida odio. Hay que apretarse el cinturón todos –nos dicen , nos convocan-, cuando tal vez el cinturón tendrían que apretárselo primero esos que confían en que las salpicaduras no les alcancen más arriba de donde estaba antes el dobladillo de los pantalones y ahora llevan las muchachas en flor, tatuada, una cadenilla que no las sujeta a nada.

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