sábado, 11 de octubre de 2008

Corbata que sí o que no. Pensábamos algunos que ya estaba superado eso de lo que era obligatorio ponerse para estar lo que se dice presentable y mira por donde sale ahora esta discusión, propia de quien no tiene de que hablar y lo hace del tiempo que se supone que va a hacer mañana, respecto de si puede o debe o no suprimirse de hecho o de derecho el uso de la corbata, que me retrotrae a la propaganda de aquel sombrerero de la inmediata posguerra que decía lo de que “los rojos no usaban sombrero” para incitar al género masculino de entonces a que nos lo pusiéramos. Opino que cada cual haga lo que quiera, pero me reservo el gusto personal por la frivolidad de la corbata, que hay veces que es la única nota que puede ponerse a una asistencia a cualquier acto para hacer constar que estás triste como un crepúsculo o alegre como las proverbiales castañuelas. Aparte de que resulta útil, a partir de cierta edad, para evitar parecerte a la fantasma del tango, “sola, fané y descangayada”, que “parecía un gallo desplumao, mostrando al compadreao el cuero picoteao”. Me apunto a la corbata. Por ese precio –decía mi buen amigo Valentín ante una corbata de seda rutilante, tentadora- me compro yo en las rebajas dos pares de zapatos. Y sería verdad, pero no tendrías una corbata como aquélla, cuyo último destino suele ser la agonía de un churrete de sopa, un charpazo de salsa o un desperdicio imperdonable de vino, pero mientras tan triste destino llega, te la anudas al cuello, vuelta y vuelta y hace unas migas de ilusión. Algo parecido a comprarse un billete de lotería e iniciar las dulces cuentas de la lechera feliz.

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