viernes, 30 de marzo de 2007

Una columna nueva, en el borde del jardín del Parque,
mi perro, loco de alegría. Con el muñón del rabo tembloroso,
la rodea, la huele, la perfuma
levantando la pata,
vuelve,
incapaz de creérselo,
revisa una vez más todo el asunto,
vuelve a levantar la pata, advierte
que no le queda gota con que salpicar
la columna nueva,
que se pierde, aparentemente infinita,
entre las hojas de la magnolia,
como los tallos de las habichuelas mágicas.
El perro se aleja, mira de rreojo,
seguro que rezonga:
hoy se me ha terminado, pero ya te diré yo a ti mañana.
Pasa,
riéndose,
la brisa limpia, que huele a mar,
de la mañana
recién nacida.
De Jodorowsky Joan Butler, pasando por Sjöwall y Wahlöö, llevando los tres volúmenes, según la hora, de una sola vez, barajando su lectura para tratar de acabarla a la vez, equilibrándola, cuando llega la noche y la hora de que el balance del día nos cierre los ojos y ponga sobre los párpados el primer sueño, que anoche compartió espacio con un incipiente dolor de muelas de que no hablaré para no se crezca y puede que se vaya sin mayores males, es decir, sin necesidad, por ahora, de visitar al señor de la bata blanca, las tenazas y el torno. En la calle llueve con mansedumbre insistente y el perro me agradeció el paseo matinal sacudiéndose el abundante pelo a la vera de mis pantalones. Leo en el periódico que le quitaron la custodia de un niño a una familia por dejarle engordar. En mis tiempos trataban de engordarnos un mínimo que nos garantizase la supervivencia de la tisis galopante que acechaba nuestras niñeces. En los cuentos infantiles, los niños que son atrapados por ogros y gigantes en lo más profundo de los bosques, suelen escaparse porque les da tiempo el régimen alimenticio a que sus captores los someten, antes de cocinarlos, para que den buen y apreciable bocado. Alguien, en una sección especializada, trata de justificar una decisión judicial para otros difícil de entender. Es larga, prolija, la motivación de la resolución que se explica en la columna de que hablo. Desconfío siempre de los escritos muy largos para rusticar cualquier cosa que sea, petición o decisión. El sentido común suele ser como un trazo escuálido, sencillo, fácilmente definitorio. Lo que necesita de muchos circunloquios, digresiones aparentemente justificatorias, por lo general, lo que le pasa es que su ambigüedad o la falta de sentido común, lo hacen dudosamente viable, si bien se acepta por alguien o por algunos, o hasta tal vez por muchos, por aquella única difícil de entender y supuesta razón de que el fin justifica “todos” los medios. Y no es así, desde luego, por más que pueda justificar “algunos” medios, que desde luego, serán siempre opinables.

jueves, 29 de marzo de 2007

Una tienda de flores, huele
a dolor de flor, a sacrificio,
a hierba recién cortada y tal vez lágrimas
de los personajillos del bosque y del jardín.
¿No os dais cuenta
de que le faltan al paisaje las huellas de muchos de sus colores,
las flores
que podrían haber llegado a ver incluso los más escépticos,
y que para poner el artificio de un adorno,
sustituir un manojo de palabras,
fingir un amor
o la tristeza
habéis arrancado parte de la piel
a la belleza misma
recién creada?
Hay, en esto de escribir, gente verdaderamente deslumbrante, a la que, leyendo, envidias, quiero decir que yo envidio, desde luego, por ese modo de utilizar la palabra adecuada para decir algo de la manera más clara y expresiva. Me pregunto si este modo de expresarse, habitual en algunos escritores, será fruto de la inspiración o denodado trabajo de poda de la primera frase escrita por ellos en un papel, sobre la que podrían haber estado trabajando con esa paciencia de los alfareros, que acercan la mano a la pella de barro y la hacen crecer, la inclinan, le proporcionan, aparentemente sin hacer más que rozar la figura o la vasija, una inesperada esbeltez o la gracia de una curva inimitables para los zafios que nos perdemos en el barroco de los adjetivos, la musicalidad o el cromatismo y desdibujamos el contorno que debería ser una línea grácil, dando si acaso apariencia expresionista a la frase, borrosa de sentido, ambigua, engañosa, en ocasiones deslumbrante, si no se analiza demasiado y descubre que es una mancha, un juego de colores, un collage de recortes de luz de diferentes matices. Después me consuelo pensando que es posible que tenga que haber de todo, y que a lo mejor, a esos maravillosos dibujantes del trazo limpio y la palabra precisa, podría gustarles este azaroso, errático modo de escribir de los más perezosos, que ponemos las palabras tal como las pone el viento delante al moverlas, con cierto miedo a que se nos olviden.
¿Recuerdas aquella esquina
de una tarde inesperada?,
una tarde
tal vez de primavera reciente, porque estaban las acacias quietas,
había polen en el aire,
recorrimos la tierra sin saber por qué camino
envueltos, engarzados
por nuestras palabras más banales
con que tratábamos de encontrarnos en la realidad de la tarde
recién
estrenada.
No nos esperábamos, ni siquiera
sabíamos nada, como si recién atravesado el mar
Ulises, que podría haber sido yo,
se había encontrado, de pronto con Nausícaa, sola en la playa.
Nos dijimos adiós precisamente en aquélla, esta esquina,
adiós, pensamos ambos que hasta pronto
y resultó hasta nunca.
Ahora derribaron el quiosco, cerraron la tienda,
hay un pobre, pidiendo, en el quicio
de la puerta.
No sé lo que le dí, todo el dinero que llevaba,
por si era
la concreción desarrapada,
triste
irreconocible,
de un hermoso recuerdo.
Me miró con asombro.
No dijo nada. Echó correr, supongo
que por si me arrepentía.
Me empeño a veces en volver y no es posible. Creo que era una novela de Alba de Céspedes la que se llamaba en italiano “Nessuno torna indietro”. Y Heráclito, creo que fue, lo dijo de otro modo: nadie puede bañarse dos veces en el mismo río. Volver. Inventar la máquina de regresar al tiempo anterior, reconstruir parte del pasado sería nada menos que detener la creación, que sigue ampliando el universo, pararse en armónico crecimiento de nuestra propia construcción como teselas del conjunto que nos abarca. Bastante es, pienso que inmerecido premio, haber tenido la oportunidad de haber estado aquí, dándonos cuenta de que somos, existimos, estamos integrados en este irreversible, incontenible hecho, en realidad acto de vivir impulsados hacia un futuro sin límites.
Todo el paisaje es una obsesión
que emborrona los colores, difumina
el color naranja de la luz
de este ocaso perezoso
en medio de que, hoy, reclina el sol la cabeza
sin un suspiro, siquiera
del viento.
Martes, viaje en busca de la nieve que ya no está. Pantanos llenos, junto a la carretera. Bueno, éste, lleno, los demás, por allá lejos, ríos arriba y abajo, ¿quién sabe? Se ha derretido la nieve, desde la semana pasada, y la autovía ha endurecido el gris de su piel, o lo parece a la vista. Sesiones de trabajo, cansancio, la vaga impresión de que la gente no quiere oír hablar de dificultades. Es una época de incertidumbres. Tal vez las grandes épocas de la Historia, las más dolorosas o las más fructíferas, empezaron así: renqueando. Ahora mismo no hay casi nadie de ninguna rama de la curiosidad humana que esté asediando algún conocimiento. La gente aprende como al azar, descubre lo inesperado y todos nos asombramos hurgando en las esquinas del universo, todas tan parecidas y tan distintas, a base de disponer las piezas en uno u otro sentido, con sorprendente economía de medios para haber creado, estar creando, el buen Dios, pacientemente, de una sola vez, diseminada por la imaginación del tiempo, todo lo ya descubierto y lo que nos queda aún, a la gente del futuro, por hallar en su tantas veces errático camino.

lunes, 26 de marzo de 2007

Lo importante
ni siquiera es tener la impresión, probablemente equivocada,
de haber llegado, sino estar,
andando, en el camino,
haber sobrevivido a la pereza,
el fracaso,
el desaliento, y seguir
cuando ya no parece posible, cuando estás
convencido de la inutilidad del esfuerzo.
A medida que el mundo aparenta decrecer cuando la técnica posibilita comunicarse más y primero a bese de rapidez de los medios de comunicación y de transporte de noticias, personas y cosas, se hace más conveniente, opino, recrecer los grupos sociales y establecer normas de su interrelación. Las normas susceptibles de remendar el fracaso de las relaciones entre personas físicas y jurídicas deben, siempre en mi opinión, ser pocas, claras y muy generales. Lo que a su vez convierte en indispensable la existencia de un cuerpo judicial objetivo e independiente de todos los demás poderes y órganos representativos de cada sociedad, capaces por ello de aplicar aquellas normas generales a cada caso concreto con cuenta de sus peculiaridades y circunstancias.

Y en la nueva sociedad, es probable que se llegue a la conclusión de que conviene establecer un límite al enriquecimiento y a la riqueza materiales, por encima del cual, la riqueza corresponde a la comunidad humana y debe ser administrada en provecho de la reconversión de los mundos a uno.

Aún así, la vida será lo suficientemente ardua y difícil como para que entendamos los humanos que permanece la imposibilidad de regresar al Edén, para llegar al cual debemos de permanecer en el camino y la caravana hacia lo inimaginable.
Hoy he visto
la esquela de un viejo amigo en el periódico,
un montón de letras,
lo que antes fue su nombre,
sin sentido,
ahora,
que él se ha vaciado de palabras.
Me queda el recuerdo
de haber
compartido tiempo,
haber sido a la vez
peregrinos,
amigos
y haber soñado juntos un mundo mejor
que tal vez logren
nuestros nietos
o tal vez sea imposible.
Hasta en seguida, nos veremos,
espero,
cualquier día de estos
a bordo de cualquier nube.
Cuando era niño y era, como hoy, domingo, me llevaban a misa, unas veces de doce, otras de diez. La misa de diez, que concelebraban tres curas, estaba llena de incienso, la de doce de señoras con grandes abrigos de pieles, recuerdo haber pensado que la misa de doce, que entonces el cura oficiaba de espaldas al pueblo y murmurando latines, era una misa a que asistía o una extraña tribu vestida de pieles o un cónclave de osos pacíficos. Después de misa de diez, a los niños nos impartían clases de un catecismo en que se tenía la osadía de definir, que es tanto como tratar de delimitar a Dios, cuando Dios es, pienso yo, inconmensurable, incomprensible, indefinible, inimaginable. Después de misa de doce se iban muchos a tomar un vermú con tapa de anchoas o de patatitas fritas a la inglesa, o de cacahuetes torrados. En el parque había barquilleros que, cuando salía, en alguna de sus ruletas, el cero y perdías todos los barquillos, te daban dos o tres de consolación. Acabaron, pasado el tiempo, supongo que porque les daban pena los niños sin suerte, por tapar el cero de las ruletas de sus bidones rojos con un esparadrapo sobre que se había maldibujado un número, eso sí, pequeño. No mayor del tres. Por un perrín –es decir, cinco céntimos, podías tirar una vez, tres por una perrona –es decir, diez céntimos. En una ocasión, uno de mis compañeros, hijo de padres ricachones, preguntó al barquillero cuántas veces podría tirar por cinco duros. ¡Cómo si quieres estar tirando todo el día y mañana! Pero, eso sí, el número del esparadrapo no suma nunca, sólo sustituye.

sábado, 24 de marzo de 2007

El agua siempre insiste en regresar
a la mar
de que procede siempre,
vuelve dulce a la mar, que la resala,
la vuelve a respirar,
la devuelve a ser nube ilusionada,
a recorrer
sobre la pista azul del cielo,
sobre el encerado azul, de que borra cada nube
la huella de la alondra
cada mañana,
después, la nube estalla, se convierte
en aguacero,
insiste
en repetir el ciclo
en ser, mientras la vida dure,
agua viva.
No sé por qué, esta lluviosa mañana de sábado recién estrenado de primavera, me acuerdo de un día lluvioso del Madrid de los años cuarenta, recién terminado aquel horror, con la gente entre asustada y cansada, pero ya con el estraperlo inventado, que en vez de haber camellos vendiéndote droga en las esquinas de la noche, había estraperlistas de tercera o cuarta categoría, que te vendían barras de pan a la puerta de los mercados. Este que recuerdo estaba en Cuatro Caminos y la vendedora llevaba todavía aquellas faldamentas negras por el tobillo de la preguerra, de debajo de la cual, como por arte de magia, sacó una barra de pan que me vendió por un duro de los de entonces, para aliviar el hambre de estudiante con un par de bocadillos de mortadela. Otro tiempo, cuya tristeza nos aliviaba en cierto modo don José Janés, el editor, con aquellos tomos en rústica de la colección de Al Monigote de Papel, mediante que, con el auxilio de La Codorniz, aliviamos e incluso reinventamos con otro aire el sentido del humor indispensable para sobrevivir de la mano de la esperanza. Otro tiempo, gris, pero esperanzador. El de ahora, sin duda mejor, como son siempre los tiempos más modernos respecto de los más antiguos, es en cambio gris con desesperanza. Están matando la esperanza, como quien mata el tiempo, a fuerza de escepticismos y renunciaciones. Cada vez somos menos los que todavía alzamos el punto de mira para disparar el arco de la imaginación. Y sin embargo, mantengo la ilusión de que pocos siempre han sido bastantes para que la humanidad siga, aunque no sea más que pasito a paso. -

viernes, 23 de marzo de 2007

Pasa apenas una mota, un perfil
sobre la línea tensa del horizonte,
podría ser un barco,
un adorno,
un misterio. Se va deslizando
ni más lejos ni más cerca,
apenas un bulto de lo que allá lejos
podría seguir siendo agua
o el fin del mundo, ¿quién sabe?
Los que han estado allí
insisten
en que a medida que te acercas, la línea del horizonte se aleja,
cosa que insisten en que pruebe científicamente no sé qué,
porque yo insisto a mi vez
en que es precisamente allí
donde empieza el misterio
de lo desconocido.
Dice el periódico que mañana, sábado, volverá a hacer sol, y el sol ha salido a corroborarlo, he encontrado el cargador de pilas de la cámara fotográfica digital que había perdido, hace menos frío, evidentemente, y se han quitado durante la noche las piedras de granizo los tiestos de la escalera de la entrada de casa.
Cuenta el periódico que la gente anda muy agitada. Y eso que la mayoría, en mi modesta opinión, no sabe por qué esta agitación, que sin duda provocan los excesos verbales de tres o cuatro mantenedores del estado de nervios de cuatrocientos más, que son los que salen, gritan, rompen, protestan. Los protestantes estos, por lo menos algunos, tienen instrumentos profesionalizados: grandes megáfonos como el altavoz de aquel famoso anuncio del perrito que ladeaba la cabeza para escuchar en el altavoz antiguo del viejo fonógrafo “la voz de su amo”. Me pregunto si, cerrados los mecanismos de hacer correr la voz y de amplificarla, suspendidos “los medios” durante un año sabático, al final quedarían muchos exaltados más que los que deliberadamente mantienen los nervios tensos y el miedo alerta con sólo, repito, unos pocos informados de para qué vale esto, cuando lo bueno, por más que aburrido, sería predicar la calma, propalar la tranquilidad, intentar establecer el sosiego.
El paisaje,
que tan trabajosamente, entre estornudos,
se había
vestido
de nieve,
ahora a toda prisa se quita los largos calzoncillos blancos
y enseña las piernecitas de la primavera,
esqueléticas,
débiles
como suspiros de la niña núbil,
que, asomada a la ventana,
ve a su admirado ídolo,
asomado
en el anuncio,
que están pegando cuatro obreros distraídos,
de la peli del sábado que viene,
que su novio le tomará la mano, en lo oscuro
y pensará ella que es la mano del ídolo,
y su novio le posará en la rodilla
y ella exhalará un suspiro,
a ese suspiro me refiero.
Se está yendo, perezoso, el invierno, agotando las últimas fuerzas en cargar sobre las ramas prematuramente florecidas de los árboles puñados de nieve que juega después a arrancar con jadeos súbitos del ventarrón. Se afanan los hombrecitos amarillos de las obras frenéticas del año electoral, parecen marineros de un velero antiguo corriendo entre las jarcias, enganchándose en los obenques, apresurados porque debe inaugurarse todo antes de la fecha electoral y todavía han de salir los bustos parlantes de los candidatos a renovar a enseñarle a la gente atónita sus álbumes de cromos, llenos de puentes, carreteras, jardines y barriadas: ¿veis lo que somos capaces de hacer?, pues si volvieseis a votarnos, como es lógico que hagáis, haremos más y mejor.

La abuelita, cuando se iba el chapuzas de su casa, pe preguntaba si su arreglo había sido de los de verdad o de los de tente mientras cobro. Un día, uno de los chapuceros, le contestó con sorna que no pretendería ella que lo hecho fuese para siempre, de qué, si no, iban a vivir él y otros como él. Todo tiene que durar cierto tiempo, pero después ha de descomponerse para que usted, la abuelita, viva bien, pero nosotros también.

jueves, 22 de marzo de 2007

La luna reza
la frágil oración de su luz,
la misma luna que, llena, vino a la fragua
-dijo García Lorca-
a que el niño la mirase.
No me extraña, te hechiza
esa oración que improvisa, como de luz apagada,
rescoldo de luz,
que cuelga de las nubes, la ves
y te parece estar en una estancia,
de tiempo abandonada
en cuyas ventanas cuelga,
susto y temblor
una luz vaga
que atrapan los jirones de cortinas
y la convierten
en memoria de vida ya vivida,
olvidada por todos,
en luz de la luna,
mágica.
Hemos atravesado el invierno. Aquí, junto a la mar, sol y frío, frío y sol en la meseta. En medio, acampado, el invierno, trajeado de cellisca, resbaladizo. Ir y venir entre camiones que bufan. La civilización naufraga y navega a la vez en una flota de camiones que van y vienen, escoltados por hileras de cochecitos de todos los colores, formas y marcas, que piafan borbotones de sus caballos mecánicos. Entre nevando la primavera, que es un invierno, todavía. O tal vez el invierno, que se va, quiere bailar antes una polca frenética con la primavera. Una luna en forma de cimitarra, a última hora, parece un cuenco de que se cae el lucero de la tarde. La luna reza la frágil oración de su luz quebradiiza, que siempre parece que va a oler a limón. Tengo un montón de cartas, al llegar a casa, que me dicen que el mundo sigue girando, la gente escribe libros y te invita a ver cómo los presenta entre la caudalosa palabrería del caso. Me dicen que se ha casado un pariente y otro se va a ordenar sacerdote. Y todo esto como si el invierno y la primavera hubieran sosegado ya la sorpresa de su reencuentro anual, que dura lo que una riña de enamorados. Hasta el año que viene no se volverán a ver.

martes, 20 de marzo de 2007

Un libro, una lámpara y el viento,
libro y lámpara amigos,
el viento fuera,
rugiendo,
el viento hecho multitud, y de pronto
esa tentación súbita,
inexplicable,
de abandonar la lámpara y el libro,
cálidos,
amigos,
y de salir afuera
donde están el viento y lo inesperado,
tal vez el peligro
y desde luego el miedo.
De modo inesperado, desplegando todas sus artimañas de agua, viento, aguanieve, mezcladas con efectos del cambio climático que hay quien dice que no existe, que no es más que un cuento chino de los ecólogos, pero hasta ahora, aquí, en mi entorno, no había visto la tentativa del viento, como ayer, cuando hubo un momento en que trató de convertirse en tornado y movió las cajas de fruta por la plaza como si fuesen plumas y la gente se refugió, asustada, en los soportales, y el viento, tal vez arrepentido o tal vez asustado de su audacia súbita, se escondió dentro de sí mismo, al acecho sin embargo, con un insólito jadeo ominoso.

lunes, 19 de marzo de 2007

En medio mundo es de día,
la otra mitad duerme,
tal vez eso
sea lo que nos salve: que la mitad que duerme
esté en realidad velando por nosotros,
soñando todavía
mientras insistimos, los teóricamente despiertos
en cada laberinto
que somos capaces de inventar para hacer trampas
a la vida.
-¿Qué haces?
-Poner remiendos al tiempo
-¿?
-Todo el mundo, cuando hace esto que hago, dice que está “matando” el tiempo. A mí me repugna hablar de matar. Me niego a matar ni el tiempo ni a nadie. Por eso, cuando me parece que está herido, maltrecho, deformado, pongo remiendos al tiempo.

Tendrá razón. Haría falta que muchos pusiéramos remiendos al tiempo. Puesto que somos incapaces de inventar, aprovechar, el tiempo nuevo, deberíamos, por lo menos, remendar el antiguo. Un tiempo viejo es mejor que la intemperie.

Usar tiempo viejo, decía mi abuelo, es como sentarse, igual que los vagabundos, al borde de un camino a mirar pasar. hay gente que lo hace, y, durante cierto tiempo, esperar a Godot puede resultar hasta instructivo, pero si permaneces, si no te armas de valor, te levantas y sigues, aunque no sea más que renqueando, corres el riesgo de petrificarte y morir como un imbécil.

Una manera de poner remiendos al tiempo consiste en recordar –que a partir de cierta edad te pone en el riesgo de dormitar y que el subconsciente intervenga, ponga y quite a su albedrío porciones de inmateria en los recuerdos-, recordar y reemplazar lo impertinente de cada recuerdo, la parte que hace referencia a nuestras insuficiencias y suponer que en aquella ocasión, en vez de comportarnos como lo hicimos o decir o hacer lo que dijimos e hicimos, nos comportamos como deberíamos haberlo hecho.

Al fin y al cabo, los recuerdos son agua muerta, o dormida, en el remanso umbroso, agradable, tentador. O se mueve o se pudre, llena de renacuajos, caballitos del diablo y huevos de mosquito. La muerte, siempre generando vida, a pesar de todo.

domingo, 18 de marzo de 2007

Es prodigioso,
un milagro, tal vez,
que podamos comunicarnos, que yo te diga
lo que siento y tú
te estremezcas
al compartir conmigo un sentimiento, una idea.
Tal vez eso que llaman
pecado original
haya consistido en que cualquiera de nosotros
haya profanado las palabras,
destinadas a comunicar amor,
para herir a alguien.
Pretenden regresar, son los que tienen miedo a la libertad. No soy yo, quien soy, dicen, si no soy capaz de empezar de nuevo, reemprender desde como era. No se trata de eso, creo yo, sino de renovarse. El hombre nuevo no es nunca el que regresa, sino el que reedifica sobre los viejos cimientos. El nuevo edificio, que no se parece al antiguo, tampoco puede prescindir de aquel en que se sustenta.

No es cierto que los pioneros fuesen felices o que lo fuesen más que nosotros. Tenían el impulso necesario para abrir el camino que hoy no tiene sentido reabrir, sino consolidar. No puede Aristóteles, ni puede la escolástica, resolver por sí solos los problemas de hoy, que los necesitan a partir la relatividad y los quanta.

Es domingo, he abierto los ojos, se me han puesto las neuronas a dar vueltas sobre los titulares de los periódicos y descubro en seguida una humanidad ávida de entrar en el siglo nuevo que no entiende. Hay una multitud que exige de los sabios que con claridad le expliquen las respuestas del hombre de hoy a los problemas antiguos. Hay un idioma –dicen los más jóvenes- que debería servir para entendernos. Sabemos lo que está pasando, pero no podemos –añaden- entender por qué las cosas que son susceptibles de arreglo no se arreglan con medios de que evidentemente se dispone.

Nadie explica. Los que saben pretenden utilizar la información en su provecho, para adquirir más, disponer privilegiadamente. El hombre, todos, usted y yo, por ejemplo, lo que preferimos es un espacio acotado desde que contemplar con interés como ocurre a lo lejos, sin que nos lleguen salpicaduras, la vida. Solo que esto que estamos viviendo nos concierne. No es un película que estemos viendo sobre la colosal pantalla de la realidad, sino nuestra propia vida, que compartimos necesariamente con todas esas otras personas que hay alrededor, con las que integramos un todo.

Es domingo. No cabe duda. Pongo a sonar la errática música de un saxofón desconocido, que se entremezcla con notas de piano en cuyas teclas se posan los dedos de no sé qué manos. Pasa la música, atravesándome, conmoviendo ese algo interior a que sólo llegan la música y algunas palabras. Un misterioso lugar en carne viva, que llamamos intimidad, donde pocos pueden acompañarnos, por muchos que sen los que amemos.

sábado, 17 de marzo de 2007

Me mira
con ese aire de esperanzada confianza,
sin alegría ni rencor,
me dice:
no soy bueno ni malo, no soy capaz,
¿me vas a querer menos
por eso,
si sabes que yo no es que te quiera, que no sé,
es que confío en ti, nada menos
que para sobrevivir?
Me mira, mueve la cola,
salta a mi alrededor, me exaspera,
pero sé que no sería el mismo
sin esa mirada suya
con la que me agradece sin medida,
simple y sencillamente
que le permita estar ahí,
convivir,
mirarme como me mira,
sin alegría ni rencor,
que a él le basta estar vivo,
cerca de mí.
Naturalmente es mi perro, o no sé,
Si, según su criterio perruno,
el perro a que de algún modo pertenezco.
Una novela de Dorothy L. Sayers en las librerías. Algo como encontrar una nueva forma, tal vez una mutación de una especie extinguida. Un recuerdo de cuando empezaba a salir de los clásicos e investigar autores diferentes, ya un poco especializados, de novelas que todavía no se llamaban “negras”, como ahora decís, y la duda de siempre ¿será una nueva edición de algo conocido? Vale más, en la duda, llevársela a casa. Aunque no sea más que por el prólogo, que diferenciaría el texto de aquellas ediciones en rústica que mi madre –otra apasionada de la literatura policíaca- y yo, devorábamos, uno tras otra, a medida que yo los llevaba a casa. Entonces, cuando doña Dorothy nos presentó a su lord Peter Wimsey, éramos ambos mucho más jóvenes. Mi madre incluso estaba viva. Leíamos sucesivamente cada novela –esos novelones, decía mi padre, profesor de lengua y literatura, pero al final, apasionado con nosotros de las novelas de Simenon, sobre todo, claro, las de su comisario Maigret, con el que recorrí por primera vez los entresijos de París, desde el Quai des Orfebres hasta las tabernas de la rive gauche-, pero, que yo recuerde, pocas veces comentábamos las peripecias. Cada cual, supongo, encontraba una clase diferente de atractivo en aquellos apasionantes duelos entre detectives astutos y criminales que no lo eran menos, pero perdías indefectiblemente la partida.

Todo ello me trae hoy a detenerme en la consideración de la aventura de leer con que nos consolamos por lo general en mayor medida los niños menos capaces de aventuras, los sosegados niños demasiado reducidos o por sus padres, por la debilidad, por la enfermedad o por la timidez, a no brillar en la escalada, no sea ases del fútbol elemental de la playa, no descollar como atletas. Que las criaturas humanas tenemos una dimensión aventurera, de gente audaz, que si no ejercitamos en la práctica, hemos de fingirnos, de algún modo mentirnos, fingiéndonos capaces, desde el rincón de la lámpara, desde debajo de las sábanas, desde la esquina del desván o desde dondequiera que nos hayamos reducido la lectura sucedánea, alimento de la imaginación, que hemos sido aventureros, incluso temerarios.

Concluyo en que la gente digamos normal, para serlo y puesto que la vida es limitada y efímera, de este lado del espejo, ha de vivirse en parte y en otra parte de mentirse, y tal vez por eso somos los hombres tan necesariamente mentirosos, en parte auténticos y en parte personajes de la farsa que urdimos para sentirnos liberados, completos, realizados.

viernes, 16 de marzo de 2007

He visto por la calle muchos niños,
que iban, todos cogidos de la mano, en dos hileras,
encabezadas y seguidas por dos jóvenes,
tristes por incompatibles que parezcan siempre tristeza y juventud.
Iban hablando, mirándolo todo con una evidente curiosidad, riéndose
de la gente normal, como tú y como yo,
que, sentados junto al ventanal de la cafetería
habíamos sido incapaces hasta este momento
de sentir el latido de la vida.
Pasaron,
todavía a medias de domesticar, de convertirse
en lo que tú y yo somos,
esta disciplinada gente rutinaria
de comportamiento habitualmente previsible.
Esferas de todos los tamaños, materiales y colores. Las colecciono porque me fascinan por ser tan sencillas y completas a la vez. Leo el ejemplo de la antigüedad, válido para una elemental explicación de parte de la teoría cuántica, según el cual, para un escarabajo que recorriese una esfera, sería infinita –puesto que nunca encontraría un quiebro, una señal, solución de continuidad- a la vez que sería limitada. El amor también puede explicarse mediante una esfera. Tal vez encierre una posible explicación universal, a la vez misteriosa y sencilla, con ese aspecto, esa forma impresionante que tiene, cerrada sobre sí y con todos sus puntos equidistantes del núcleo inalcanzable, sin destruirla y por lo tanto inalcanzable, de su centro. Las voy colocando por ahí, cada una bella a su manera, desde las transparentes de cristal hasta las sencillísimas, opacas, tersas si bien terminadas, de madera lisa y suave, como es la madera o de acero, rotundas. Cada vez tengo más, porque compro, me regalan, encuentro. La mayoría son muy baratas, por elementales. Pienso que no podría apreciar una esfera de metal precioso. Podría ser tentadora, despertar la avidez. Las buenas son las sencillas esferas que nadie mira si no es por admiración o por simple curiosidad. O como un señor que me miró de arriba abajo y opinó que estaba chiflado. Me gustan. Algunas las tengo repetidas, como unas cuantas de madera que voy comprando cada verano en los puestos típicos de mercados tradicionales de artesanos, o las de cristal que tienen pintado el mapa del mundo, que ya me regalaron varias. Hasta tengo una que en sus buenos tiempos fue bola de billar.

jueves, 15 de marzo de 2007

Los ángeles, nuestros ángeles particulares,
adscritos a nuestra miseria,
se reúnen por las noches, se abrigan con sus enormes alas
bajo los arcos de la calle, en el zaguán,
y se cuentan las vicisitudes del día:
-el mío hizo esto y aquello, parece mentira;
-pues mira, el mío, hoy, estuvo tranquilo;
-el mío no sé, ha estado como distraído,
tal vez, temo, enamorado.
-¿Por qué temes?
-Porque el amor es siempre como el viento
y yo temo siempre
que aún no tenga raíz para soportar un viento del Norte.
Me pregunto si los ángeles
se han encargado voluntariamente de cada uno de nosotros,
si nos eligieron al nacer
o si es el padre Dios, el que todos los días
asocia un ángel bueno con cada alma que insufla y le dice:
éste es el tuyo,
y un pájaro cualquiera
de los muchos que son aprendices de ángeles,
se quita las plumas, se pone unas alas mayores
y se ha posado en mi hombre de niño
recién nacido.
Al fin y al cabo, una mentira es lo mismo que la verdad, solo que distorsionada, desfigurada, creo que más amable. La mentira, por lo general, no se dice, salvo que pretendamos engañar a Otelo, por ejemplo, para perjuicio de nadie, sino para halagar al destinatario. Le contamos la mentira y se va tan campante. Hasta alegre. Multitud de mentiras, salvan situaciones que se habrían convertido en tragedias. Y sin embargo la mentira tiene mala prensa. Se sospecha que no se dice para halagar, o que no es siempre así, y que hay muchas mentiras que se dicen en beneficio propio, para mover a los demás a que hagan algo que nos conviene. Un lío. Como todo lo humano, como todo lo que es vivir, que es convivir, saber administrar las mentiras o es un lío o es un arte. De lo que sin embargo no me cabe duda es de que no todas las mentiras son malas. Las hay, como todo, buenas y malas, oportunas y desafortunadas. Incluso hay algunas que parece obligado decir y sostener. A veces, las mentiras, agrupadas, organizadas, insostenibles, se arremolinan multiplicadas por alguno de esos mentirosos patológicos que son capaces hasta de inventarse una vida distinta de la suya, que, de tanto contarla, hasta les parece que es la verdaderamente vivida por ellos. Se cuentan a sí mismos y participan a los demás una película con gran lujo de detalles. Cuando sabes la verdad, da un poco de pena y otro poco de risa.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Dios ha encendido la luz del día,
nos mira uno por uno,
pregunta
a cada ángel por su pupilo.
No necesitaría preguntar, porque El lo sabe todo
incluso antes
de que ocurra, puesto que todo ha ocurrido ya realmente,
pero así el custodio se mantiene alerta.
-Este es un tibio, Señor –le dice con tristeza-
-Sugiérele que arda,
-Este un cobarde.
-Dale tiempo.
-Este, lamento tener que decírtelo, un malvado.
-Perdónalo, ¿ves?, Yo lo hago.
Dios ha encendido la luz
y nos va reconociendo con su sonrisa como una inundación,
un incendio,
el eco interminable de su voz
que ensancha, sin cesar, el universo.
Te envío, esta mañana de marzo, recién salido el sol sobre la helada mañanera que se ha dormido con su velo blanco de encaje sobre el verdoyo de los campos que sienten escalofríos ya, de primavera anunciada como la muerte que refiere García Márquez, te envío, digo, un recuerdo. Lo necesito por este desasosiego súbito que no podría vencer, pero se que puedo disfrazar con tu recuerdo. Busco una escena, la decoro, la completo. En vez de lo que dijimos, pinto la mentira de lo que podríamos haber dicho. Los gestos, las risas, incluso las palabras pueden ser las mismas, pero quitando y poniendo comas, alterando su orden para que resulte un día, una tarde, un momento especialmente radiante. He cerrado los ojos, pero, en pleno recuerdo, me avisas de que debo abrir los ojos y ver que hemos cambiado. Es posible, pero me niego. Con los ojos cerrados no hay tiempo ni espacio, sobre todo si te niegas a escuchar otra cosa que el murmullo fluvial de la memoria y dejas las manos sobre la madera inerte de la mesa. La música, como entonces, como siempre, se va disolviendo en el aire. ¿Lo ves? Ya puede empezar el día.
He advertido que los números y las vocales
tienen
cada uno su color.
Se loco cuento a un amigo y me dice que estoy loco,
¿no he de decírselo a nadie?
¿he de encontrar más gente loca
para poder comentarlo?
Entras cauteloso en el crucigrama, y coloco las primeras palabras, las fáciles, que ayudan a rebuscar en la memoria las difíciles, dejando para final las imposibles, alguna de cuyas letras hay que poner al azar o comprobar previamente en el diccionario. Entras disimulando, como si no interesara, no sea que la dificultad me obligue a dejarlo por imposible, uno de esos crucigramas absurdos, compuestos con arcaísmos y nombres de islas que no conoció nunca nadie más que Robinson Crusoe o algún imitador superviviente de las almadías de la Medusa, condenados al eterno sorteo del cuadro ¿de David? en el Louvre, para ver quién se come a quién. No pueden faltar ni la lengua provenzal ni el yunque de platero, el te chino y la planta exótica, descrita en la definición por sus características identificativas de la clasificación científica. Al final, con dos casillas en blanco, hago un burujo de papel y encesto en la papelera. Prefiero los dameros malditos, con su constante trasiego de letras de arriba abajo y los autodefinidos en que no te pierdes por las listas de horizontales y verticales. Tuve un pariente que hace muchos años, cuando yo era niño, me confesó que estaba confeccionando un diccionario al revés, un diccionario para crucigramistas, que partía de las definiciones para identificar las palabras. Nunca supe si lo había terminado.

lunes, 12 de marzo de 2007

El futuro es de agua viva,
transparente,
de cristal,
el futuro tal vez sea de aire.
A medida que llega,
el futuro se hace una veces luz,
otras sombra
y el tiempo, que no es nada
se convierte en río, que lleva árboles desgajados,
pedazos
de tierra empapada de sudor,
de ropa y llanto
o la desproporcionada alegría de las estaciones,
que se van sucediendo y sin que te des cuenta
te van matando.
Manosean la palabra justicia hasta vaciarla. Lo hacíamos de niños. Tomas una palabra y la repites una y otra vez hasta que de repente no significa nada, se convierte en la piel vacía, el exuvio de un sonido. Y es que la justicia, como la verdad, forma parte de esa maraña de conceptos que todo ciudadano sabe en que consisten pero se conforma con que, cuando más, los disfrutemos a medias, como si fueran sombras de sí mismos, tal vez ecos, en que ya se ha perdido, en el vaivén, la mitad del sonido originario, que llega caricaturizado, como eso que a veces llaman justicia y es su remedo, eso sí, adornado con muchísima palabrería. Estoy convencido de la la justicia, la verdad, la paz, la libertad y todos esos otros conceptos tan de ocasión como en cada época nos vende el fenómeno contracultural, si algún día llegamos a disfrutarlos, comprobaremos, atónitos, que consisten en un trazo único, y hasta tal vez una sola palabra o muy pocas, bastarán para describirlos.

domingo, 11 de marzo de 2007

Hay un pájaro cantando
-tengo un crítico que critica, es divertido que yo diga de los pájaros
cuando escribo mis versos ¿más cursis?
Es el peligro de los malos poetas: escribir estos ripios
o aquellos versos irremediablemente cursis,
irreparables,
que dicen de las cosas que han cantado siempre los trovadores.
Tiene que haber trovadores.
Escriben para el pueblo,
que entiende de belleza y de palabras
rurales,
pedestres,
Tal vez incluso a veces un poco cursis,
como el amarillo limón, los pedos silenciosos
y los suspiros sofocados de las niñas bitongas que jamás dicen palabrotas,
ni siquiera las más hermosas palabras prohibidas.
Y se quedan como este pájaro en el anonimato,
en el umbral del quiero y no puedo ser poeta
y ni siquiera llego a trovador.
Domingo a punto para que regresaran, como lo han hecho, los pájaros. Hay un aliso junto al río, sin hojas aún, como es lógico, a pesar de la envidia que le da la mimosa que casi las ha perdido, y en sus ramas se aposta mañana y tarde un pájaro que reclama. No sé lo que es, no lo identifico por el canto, ni jilguero ni mirlo, de condición y canto habitual más modesto que el malvís. Insiste sin desalentarse porque todavía de mañana hiele y haga frío. Y hasta pienso que en los ratos libres del resto del día, ya anda rebuscando pajas y algodones para el nido. Domingo para comentar que el Barcelona le ha cedido puntos al Madrid, al no poder pasar del empate. Media España apoyaba al Madrid, la otra media al Barcelona. No cuentan para esa gran masa de la mayoría partida por gala en dos, los pequeños, aguerridos, fieles grupos de otros equipos. Lo que conmueve y contempla una inmensa multitud a través de la ventanilla del televisor es el duelo en que esos dos monstruos del fútbol se crecen incluso cuando están bajos de forma, desechados, hasta hay quien dice que enfermos de esa especial depresión futbolística –al fin y al cabo uno de los grandes y peores males del siglo- que hace naufragar a sus estrellas venidas de de todos los puntos de la rosa de los vientos a ganar el al parecer inagotable dinero del fútbol, y dispara ese misterioso afán que con sus avatares enloquece hasta el frenesí a algunos disparatados partidarios de ganar siempre, como sea, justificando todos los medios para ello, sin cuenta de que del otro lado hay otra ilusionada multitud. Ayer, al empatar, no satisficieron del todo a nadie, pero ambos consolaron en última instancia a sus respectivos partidarios. Por lo menos, se salvaron hilachas de ambos honores y el que no se consuela es porque no quiere.

sábado, 10 de marzo de 2007

Los cristales de mi ventana lloran
esta mañana;
casi seguro
que hay niebla en el fondo del valle y oculta el agua viva
para que oigamos mejo ese rumar del agua
que huele a primavera, ya.

Lloran, los cristales,
igual que mis ojos deslumbrados de frío
al salir a la calle a degustar este aire
hecho de espuma, niebla y el desasosiego
de esta primera luz,
hoy helada
del alba.
Estreno aparato, ordenador quiero decir, o PC, como cada cual prefiera. Este es un Mac Intosh y todavía no me entiendo bien con los mandos y teclados, a pesar de que es extremadamente sencillo. creo que a la larga me será mucho más entretenido, fácil y agradable manejar este artilugio que el que antes tenía. Dispone de más resortes y tiene por añaddidura el encanto de la novedad. Casi todo aquello que se estrena tiene un atractivo añadido que poco a poco va satisfaciendo la curiosidad inicial y sorprende con novedades inesperadas. ¿Para qué aventurar lo que puede pasar luego? Es como una manía, la que tenemos de augurar que las cosas pueden fallar, perderse o defraudar a la larga. Si caigo en esa tentación, ya estoy perdiendo una parte del encanto que el futuro nos ofrece nada más llegar, con ese aire de niño inocente que trae.

Pra colmo, esta mañana, cuando renqueaba hacia casa con los periódicos recién comprados en la bolsa, una señora que me asalta por la calle y ¡me pide perdón! por decirme que tiene mi nuevo libro de versos y que le está gustando, que me para por la calle porque tenía que decírmelo, Dios la bendiga, y encima pidiéndome perdón.

Prefiero, con mucho, su crítica ingenua de admiración sin técnicas ni prejuicios previos, a la de algunas otras, buenas o malas, hechas por quienes, como yo mismo, a lo largo de años de lecturas, hemos perdido gran parte de la ingenuidad con que nos enfrentábamos con aquellos maravillosos libros llenos de magia y aventuras que ahora nos parece que no escribe nadie. Cuando el mal está en nosotros, por lo menos en mí, que me he convertido en un escéptico gruñón sofisticado.

He de reaprender mucho de la humildad y de la paciencia, para regresar al país de las maravillas, el de nunca jamás de Peter Pan y sus niños perdidos.

viernes, 9 de marzo de 2007

Apenas llueve,
con la mansedumbre paciente, femenina, sin prisa,
con que respira el paisaje.
-¿Respira el paisaje?
-Si, hijo mío, es la brisa.
-¿Y el viento?
-Es cansancio, jadeo de la creación que sufre.
-¿Por qué?
-Nadie lo sabe, es cosa como la alegría súbita
o la tristeza inesperada de una adolescencia.
-Entonces, la creación …
-Es la adolescencia de la vida plena.
-¿La hay?
-Si no la hubiera,
habría que creer
desesperadamente en ella. -
Un toro bravo. Nunca había estado tan cerca, del lado de fuera de la empalizada, claro, de un toro bravo. Cosa que no tendría nada de particular si el toro no se estuviera quieto, mirándome. Yo le digo que no me mire, que no sea imbécil, que no es mi figura la que tiene que memorizar, ya que, si continúo en mi sano juicio, con mis años y mi tripa, que dice mi nieta mediana que me asemeja a un ballenato mediano, ya no voy a ser torero, ni tendrán los sufridos mozos del lugar que sacarme en hombros, más de cien kilos, por la puerta grande. Lo que pasa es que al estarse el toro tan quieto como los de Guisando, parece de piedra, parece un monumento de sí mismo, parece un impresionante elemento del paisaje, y una mariposa se le ha posado en el lomo sin el más mínimo temor. Fijaos, una mariposa, que apenas es un suspiro, más efímera que una camelia y se atreve a posarse sobre el lomo quieto del toro, que ni la mira. De pronto, todo el paisaje es nada más que mariposa y toro. El toro es de un marrón negruzco, que no sé cómo será pero seguro que tiene un nombre en el planeta de los toros. La mariposa es amarilla, verde y azul por lo menos. Tiene las alas casi del todo plegadas. Todo lo empaña el sol del mediodía, que con esto del cambio climático, o porque hoy hace calor, parece que va a calcinarlo todo y nos deslumbra. -
Golondrinas,
mejor dicho: una golondrina despistada,
sin escamujo,
persiguiendo por primera vez este año
el colosal insecto del verano, que se anuncia
por medio de nubes orondas, negruzcas aún.
Una golodrina
que me trae en el pico con que llamará en los cristales
de las ventanas becquerianas
un año más, dejándome tan previsiblemente pocos
que no sé si reír o llorar.

jueves, 8 de marzo de 2007

Hace muchos, muchos años, se perdieron los territorios ultramarinos de que los conquistadores habían tomado posesión para la corona de España. No se perdieron de golpe, sino poco a poco, dolorosamente, entre sangre, sudor, enfermedades y lágrimas. Al final, las últimas hilachas del imperio donde no se ponía el sol fueron las islas Filipinas y la de Cuba, con su hermosa perla de La Habana, nunca suficientemente añorada. Todo ello, sin embargo, cede en manifestaciones de dolor ante la tragedia de que el Madrid y el Barcelona, ambos clubs de fútbol, hayan sido eliminados de una competición europea. En el fondo tiene gracia la opinión, latente en comentarios y lamentaciones de partidarios de ambos, entre que se divide la mayoría de los españoles, aproximadamente aun cincuenta por ciento para cada cual, de que ambos tendrían que ganar siempre, sin excepción y tal vez ser campeones conjuntos de cuantas competiciones en que participasen. ¿Y para los demás, que supongo tendrán su corazoncito, qué?

miércoles, 7 de marzo de 2007

Se ha muerto la madre de un amigo. Cada vez
que muere una madre, mueren
todas
las madres
del mundo.
Yo las veo pasar,
cansadas de ser madre ese trabajo agotador
de cuidar, uno por uno, de los hijos,
llevarlos
toda la vida desgarrándose,
apartándose.
Llegó un momento en que no pudiste tocarme cada día,
luego no podías verme. Te faltaron
más tarde incluso mis besos,
mis palabras,
pero yo te sabía alrededor de mis soledades,
solo o en compañía,
te sabía protegiéndome
con el amor con que un día, cansada
te dejaste morir, ya inalcanzable. Te toqué
y no eras ya más que el recuerdo
de un cuerpo frío,
abandonado.
Nada, nunca jamás, será ya como era. -
El viejo lobo se despereza un poco apartado de la manada, del otro lado del río, cansado de la caza realizada en sueños, elástico y joven –según todavía en sueños finge ser- ha desgarrado piezas abundantes para la alimentación de su lobuno harén y los lobeznos. Por eso ahora se acerca al río, bebe y a la vez olfatea, se detiene, alza la cabeza, sorbe el aire con súbita alarma, mira del otro lado del río y huele a quemado y hombre, dos olores a cual más temido y odiado, vadea la corriente sin ver, enloquecido y halla los cadáveres de los lobeznos quemados y el aroma del miedo de los demás lobos que trataron de huir, pero en seguida va encontrando los restos inidentificables de sus cadáveres carbonizados. Alza la poderosa cabeza y aúlla una y otra vez. Desde muy lejos, viene una respuesta lejana hacia que se encamina por entre los restos humeantes de lo que fue bosque lleno de vida y umbrías. Para el viejo lobo, hoy se ha acabado el mundo.
La carretera pasa sin inmutarse
incapaz de contener más prisa, más coches, más velocidad multicolor,
se aparta de la mar, nos lleva
por entre las montañas de otro mundo,
sin darnos tiempo a inventar un camino
por el que imaginar
que subiremos al risco más lejano y alto.
¿De qué sirve viajar,
recorrer un paisaje tras otro, una sala,
tras otra, de tantos cuadros, cada uno
con un paisaje distinto,
si no paramos a mirar con el debido deleite
ese sutil colorido de Boticelli,
que deja entrever la textura del lienzo,
si no vemos siquiera
la picardía de esa mirada,
ese dolor oscuro de las figuras atormentadas
de Domenico, el Greco?
Tengo una pila de libros, todos llamándome acuciantes, todos indispensables de séller, urgentes. Corro el riesgo de los pelícanos, que, según documentales que vi recientemente, cuando rompen los huevos de tortuga y las crías han de atravesar la playa en su torpe renqueo hacia la mar abierta y protectora, son tantas que los pelícanos no saben cuál escoger y hay hasta ocasiones en que no se deciden por ninguna y se quedan sin comer ese día. Lo decía la abuela: el exceso es perjudicial. Y es verdad. El exceso desconcierta. Es el estado de necesidad mayor o menor el que obliga a aguzar el ingenio, despierta la imaginación y le urge invenciones capaces de solventar la dificultad. Pongo con deleite todos estos tesoros: mis libros. Establezco he de reconocer que con dificultad un orden de prioridades. Me llaman por teléfono, he de solucionar no sé qué. Se ha desbaratado el plan. Esta tarde, esta noche o mañana tal vez no me sirva este orden.

lunes, 5 de marzo de 2007

Han puesto mordaza a las campanas, no dejaron
más que la del reloj de la torre más vieja,
ya no sirve
la espadaña
más que para que aniden las cigüeñas y trepe
la hiedra,
contando con sus tallos, minuciosamente
las hendidura,
los mechinales,
entre las piedras.
Ahora ya, con la magia de sus bronces apagada,
no queda voz
a la vieja iglesia,
sólo revolotean, asustadas,
cada vez que dan las doce y las repite,
cansado, el antiguo reloj,
las bandadas
de cornejas.
En aquel tiempo, hace no se cuánto, se afanaban unos en Chankillo, otros en Stonehenge, persiguiendo explicaciones en el cielo respecto de sus aparentes caprichos. Hombres curiosos, ávidos de saber. Siempre los ha habido. Estos alineaban piedras enormes, preparaban hendijas para la luz. Temían indignar a divinidades probables, escondidas de la perspicacia del hombre, por más que las buscaba e intentaba adivinarlas, propiciarlas, creer. Nadie sabía cómo, dónde y por qué, pero alguien, desde algún inaccesible refugio, tal vez el de la invisibilidad, gobernaba a los hombres, enredaba sus propósitos, desmantelaba sus proyectos, alguien o tal vez muchos, unos al parecer buenos, otros malos. Algunos, al parecer, con obsesivo propósito de ocasionar suerte o desgracia a un individuo, una familia, una tribu. Puede que se tratara de árboles, montañas o aquellos dos discos, uno radiante, el otro con la luz evidentemente enferma, fría, pero de algún modo tentadora y atrayente. Tomas la fotografía, si tienes suerte de ser joven, viajero y aventurero, tocas cada piedra de la hilera de cualquiera de estos lugares sin duda bañados de ilusionada convicción de que podrían ser inicio del camino del arcano cuyo descubrimiento haría poderoso o feliz o invulnerable o eternamente joven o incluso inmortal y eso se percibe en el tacto de cada piedra, en la contemplación de su desconcertado orden o de su inexorable alineación esperanzada. No pasaba como ahora, no sabían unos de otros. Simplemente, coincidían en la búsqueda por la intrincada maraña de las señales del cielo, que está arriba, como dice un amigo mío, más allá de lo azul, que no deja ver más que de noche y para entonces alguien enciende las estrellas y o te distraen o te deslumbran, porque el hombre no está destinado, por lo menos de este lado del espejo, a saberlo nunca todo, ni nada con certeza.

domingo, 4 de marzo de 2007

Belisario, el muy tonto,
se pasma con las gaviotas
en medio de la plaza,
ante la casa
donde tiene su despacho
el viejo señor notario
que autoriza testamentos,
custodia sus protocolos
y afina los instrumentos que suscribe el personal,
desde la ilustre matrona
hasta la núbil doncella,
comprando ambas la vivienda,
que mañana estrenarán.
Belisario no la tiene,
a él le bastan sus cartones,
una manta carrañosa
y el rincón de un soportal
en que duerme a la intemperie.
El señor notario, en cambio
pernocta con su señora,
tres doncellas, cocinera,
chófer, mayordomo y gato
en un antiguo palacio,
tiene cama con dosel
y colchón de miraguano
y sin embargo no duerme,
como duerme Belisario, a pierna suelta,
porque padece lumbago.
Leo, alternativamente a Umberto Eco “Al paso del cangrejo”, Antonio Gala “Los pedestales de las estatuas” y Joan Butler “Donde menos se piensa, salta un heredero”. Y me deslumbro con el juego de luces y sombras que cada cual utiliza para convertir la vida en un carrusel, incluida la vida histórica, los acontecimientos remotos y recientes y la vaga idea de que todo puede reconducirse un disparatado fin de semana de la casa de campo de algún inglés de pura cepa, por lo tanto su castillo, pero venido a menos por el aquel de los impuestos y sin embargo impertérrito y confiado en la permanencia de la memoria del Imperio.

Una sonrisa para desmitificar la historia, otra para desdeñar la tragedia y una tercera para esconder la ilusión tras de cortinajes de escepticismo. A mí no se me habría ocurrido parar mientes en la paradoja de que unos hijos de labriegos emigrados a la ciudad y convertidos en guardias nacionales, autonómicos o municipales fuesen los que persiguieron durante nuestra sólo aparentemente indómita juventud a los niños pijos de izquierda ultraposromántica. Por eso, entre otras cosas, no me puedo parecer más que remotamente a Humberto Eco, regresado de nuestras coincidencias de lectura del comic juvenil de aquello de la reina Loana.

De antiguo, me refresco en la obra de Butler, traducida al castellano de cuando en mi opinión los editores lo eran y Janés nos proporcionaba Manantial que no cesa y Al Monigote de Papel, ambas colecciones en mi modesta opinión, cada una por un muy diferente abanico de razones inolvidable. He ido comprando, de viejo y a trancas y barrancas, la mayoría de unos títulos que ahora yacen en oscuros mechinales, amontonados sin orden ni concierto, oliendo a moho, pero una vez oreados se abren y ofrecen el tesoro de un contenido optimista –el Monigote- o trascendente –el Manantial-. Con frecuencia agradezco a don José Janés haber sido él mimso en los primeros tiempos de una editorial únicamente suya, es decir como él, a quien no tuve la suerte de conocer, debió ser, valiente, ilusionado, inteligente y con un prodigioso sentido del humor. -

sábado, 3 de marzo de 2007

Podéis, es cierto, encarcelarme el cuerpo,
pero el alma
se queda fuera, con la imaginación intacta,
libre, se queda fuera
mi pensamiento;
podéis también matarme, pero nunca
sabréis con certeza absoluta,
si me habéis devuelto la vida,
si estoy definitivamente vivo
o todavía muerto.
Todo el mundo opina respecto de la excarcelación de ese huelguista de hambre. Yo me resisto a opinar, pero me sigue, como mi sombra, la tentación de pararme de que todos parecen saber qué hay, habría o habrá que hacer para que triunfe una decisión de justicia que satisfaga a todas las partes implicadas en este asunto de la vida y de la muerte puestas en juego para que se haga o se deje de hacer algo que unos quieren y otros no que se haga. Con la circunstancia agravante de que, por añadidura, mueren personas que nada tenían que ver con lo que otros discuten. Tuvieron la desgracia de pasar por allí cuando hubiera sido mejor que no lo hicieran, pero eso estaba previsto sin duda en alguna parte y su muerte o sus heridas forman parte del cuadro cuyos chafarrinones desdibujan exasperados, frenéticos, los que recíprocamente pretenden doblegarse, unos con razón, otros sin ella, cada cual con sus sinrazones en alto como banderas, porque lo que no hay nunca son razones bastantes para matar a quien sólo tiene una vida, la suya, para vivir. Pero por otra parte, lo que pasa es que justo tenía la vida que tuvo. Estaba sin duda previsto. La vivió entera. Más larga que la de unos, pero más corta que la de otros, era la suya y la vivió, repito, entera. Es inútil llorar y desesperarse, porque tenía que morir o resultar herida esa persona justo el día y a la hora en que lo fue. Ya que cada uno tenemos que desempeñar, desarrollar nuestro papel, muertos de miedo unas veces, otras esperanzados. En la mayor parte de las ocasiones sin permitirnos ahondar demasiado en la consideración de los peligros que tiene esto de vivir, constantemente corriendo con los ojos cerrados por el borde de un abismo, por el filo de la navaja. Me exijo a mí mismo cumplir lo que Beccaria y Concepción Arenal dejaron aconsejado: odia el delito, pero compadece al delincuente. Es fácil repetirlo, aprenderlo en clase, cuando te están descubriendo y explicando, bondadosos, sabios mentores, la delicada textura de la sociedad humana, la epidermis frágil de la civilización, la insuficiencia de la ley para alcanzar la justicia. Concepto que se escapa de la posibilidad humana, tan perspicaces como somos el gentío para inventar artimañas para sortear los mecanismos de restablecimiento del equilibrio sustitutorio de la justicia, que, como la verdad, sólo nos tolera a los humanos aproximaciones. Otra cosa es la calle, la vida misma, la miseria y la gloria diluidas en la habitualidad y envenenadas de miedo. En seguida, piensas, pienso que sólo un gobierno débil, incapaz de cumplir con sus obligaciones, puede permitir que alguien ponga impunemente en tela de juicio la integridad esencial del Estado que le ha conferido el encargo de ejercer las funciones de su soberanía. Sin soberanía, no quedarían en vigor más que las leyes del caos. Inexorables.

viernes, 2 de marzo de 2007

Tras del glorioso verano,
quedaba
una sola hoja,
seca, olvidada, sin duda muerta,
en el árbol dormido.
Ni siquiera hizo falta una ráfaga de viento,
fue un blando soplo
apenas perceptible
el que se la llevó para que naciese el otoño.
No hay otro modo posible
de que ocurran
las cosas.
A la espera del séptimo libro, algo así como la ruptura del séptimo sello, que el número siete ha sido siempre desde cabalístico hasta místico a través de candelabros con siete brazos, pudiendo haber sido siete los ríos que se entrecruzaban en el Edén, sin llegar a ningún mar, porque la mar es el morir, según ya dejó claro el poeta, a la espera del temido desenlace del asunto de Harry Potter, leo que el chaval, ya no niño, ya algo más que adolescente que prestaba su figura en las sucesivas películas que van repitiendo la historia escrita del cada vez también menos niño mago, trata de escapar de su alma fingida y se ha puesto a representar una historia de caballos en un teatro de Londres en que es ahora un adolescente de algún modo vinculado con los nobles brutos, entre los que se desnuda –un desnudo integral como el de mi buen amigo Manolín, que padecía no sé qué patología de la mente y me contaba que un día se preguntó por qué no podía su doliente cuerpo recibir la gratuita bendición el toque directo y en su totalidad sus benéficos rayos y sus radiaciones de todo tipo, desde el ultravioleta hasta el infrarrojo- y ¡fuma! –se atreve, osa hacerlo públicamente, en estos tiempos de antitabaquistas frenéticos-. Con lo que llama la ateción, queriendo o no, hacia la inminencia del trazado del séptimo círculo, dicen que en noviembre, con el último libro recorriendo encendido, incendiado, en volandas, el mundo, ávido de saber qué pasa, quién ha de morir, si los buenos, los malos o todos –con la secreta esperanza de que la muerte de Dumbledore haya sido sólo fingida en el volumen anterior de esta saga-. Todos –me atrevo a responder-, incluso los magos, por más que sean todo lo longevos que usted quiera imaginar-.

Un fenómeno mundial, el de esta joven desconocida que ahora se ha convertido en desconocido mito oculto entre los muros de una incontable riqueza, de una fama que le impedirá para siempre o para durante muchos años salir anónima a la calle, pararse en un escaparate, entrar en una cafetería o asistir a un partido de cualquier deporte, incluido ese que se juega con varias bolas y montado en escobas de marca. Que es sobre todo expresión de la secreta admiración que profesamos casi todos a la magia, un imposible y secreto atajo supresor de todos los caminos iniciáticos, porque no debemos olvidar que lo que nos maravilla de los genios ocultos en viejas lámparas mugrientas o de la efímeras hadas que encarnan las luciérnagas e su capacidad de lograr lo que se anhela con un movimiento de la mano, una palabra secreta o el temblor de la varita mágica.

jueves, 1 de marzo de 2007

El relojero, absorto,
hurga con un solo ojo
en los entresijos del viejo reloj del abuelo,
¿qué busca?
tal vez el tiempo perdido, triturado
entre las rudecillas dentadas?
Mete una tenacillas, aparta
la delicadísima textura de los temblorosos élitros
que se entrecruzan y son tal vez
los que mueven, empujan,
inexorables,
el tiempo.
¿Dónde está? –le pregunto-
-¿Dónde está quién o qué?
-El tiempo.
-No se ve, hijo mío, el tiempo
es el alma del reloj,
yo no arreglo más que su cuerpo.
Hay autores de éxito que de modo inexplicable se dejan de leer, por grande que haya sido su maestría en escribir. El tiempo es así de destructivo. Lo erosiona todo, más todavía que la arena que mueve el viento mezclada con las palabras y el vacío que dejan las calladas que debieron haberse dicho. Habría que escribir otra historia para cada posibilidad derivada de los varios caminos que parten de cada encrucijada histórica. Advertida, en muchas ocasiones, al despejarse el terreno de los muertos y heridos resultantes de una crudelísima batalla, que, de haberse decidido al contrario de cómo acabó, habría cambiado -¿pero cómo?- el curso de la historia. Un día, a alguien se le ocurrirá escribir la historia de otro mundo en que todas y cada una de las batallas libradas en el mundo se habrían decidido al contrario de cómo ocurrió.

Descubro un libro en que se relacionan los mil que según criterio del autor nadie debería morirse sin haber leído. Es, para quien ha doblado ya el cabo de las tormentas de lo que Dante llamó la mitad del camino de la vida, una especie de tortura, si descubre que, habiendo leído o no mil libros, puede no haberlo hecho, sin embargo, de los mil que el autor del libro relaciona. ¿Qué he estado haciendo yo?, ¿de qué manera he estado perdiendo el tiempo?, ¿cómo hacer para, en el tiempo que me queda, leer estos mil nuevos libros desconocidos, pero indispensables? Y tras de un momento de reflexión, concluirá en que el autor del índice a que me refiero y él, se habrá abierto un cierto abismo cultural –una grieta, cuando menos-, que puede hacerles ver los conceptos y las cosas desde diferentes puntos de vista, como cuando un hambriento y otro harto coinciden ante un escaparate lleno de comestibles apetitosos.