Pretenden regresar, son los que tienen miedo a la libertad. No soy yo, quien soy, dicen, si no soy capaz de empezar de nuevo, reemprender desde como era. No se trata de eso, creo yo, sino de renovarse. El hombre nuevo no es nunca el que regresa, sino el que reedifica sobre los viejos cimientos. El nuevo edificio, que no se parece al antiguo, tampoco puede prescindir de aquel en que se sustenta.
No es cierto que los pioneros fuesen felices o que lo fuesen más que nosotros. Tenían el impulso necesario para abrir el camino que hoy no tiene sentido reabrir, sino consolidar. No puede Aristóteles, ni puede la escolástica, resolver por sí solos los problemas de hoy, que los necesitan a partir la relatividad y los quanta.
Es domingo, he abierto los ojos, se me han puesto las neuronas a dar vueltas sobre los titulares de los periódicos y descubro en seguida una humanidad ávida de entrar en el siglo nuevo que no entiende. Hay una multitud que exige de los sabios que con claridad le expliquen las respuestas del hombre de hoy a los problemas antiguos. Hay un idioma –dicen los más jóvenes- que debería servir para entendernos. Sabemos lo que está pasando, pero no podemos –añaden- entender por qué las cosas que son susceptibles de arreglo no se arreglan con medios de que evidentemente se dispone.
Nadie explica. Los que saben pretenden utilizar la información en su provecho, para adquirir más, disponer privilegiadamente. El hombre, todos, usted y yo, por ejemplo, lo que preferimos es un espacio acotado desde que contemplar con interés como ocurre a lo lejos, sin que nos lleguen salpicaduras, la vida. Solo que esto que estamos viviendo nos concierne. No es un película que estemos viendo sobre la colosal pantalla de la realidad, sino nuestra propia vida, que compartimos necesariamente con todas esas otras personas que hay alrededor, con las que integramos un todo.
Es domingo. No cabe duda. Pongo a sonar la errática música de un saxofón desconocido, que se entremezcla con notas de piano en cuyas teclas se posan los dedos de no sé qué manos. Pasa la música, atravesándome, conmoviendo ese algo interior a que sólo llegan la música y algunas palabras. Un misterioso lugar en carne viva, que llamamos intimidad, donde pocos pueden acompañarnos, por muchos que sen los que amemos.
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