miércoles, 14 de marzo de 2007

Entras cauteloso en el crucigrama, y coloco las primeras palabras, las fáciles, que ayudan a rebuscar en la memoria las difíciles, dejando para final las imposibles, alguna de cuyas letras hay que poner al azar o comprobar previamente en el diccionario. Entras disimulando, como si no interesara, no sea que la dificultad me obligue a dejarlo por imposible, uno de esos crucigramas absurdos, compuestos con arcaísmos y nombres de islas que no conoció nunca nadie más que Robinson Crusoe o algún imitador superviviente de las almadías de la Medusa, condenados al eterno sorteo del cuadro ¿de David? en el Louvre, para ver quién se come a quién. No pueden faltar ni la lengua provenzal ni el yunque de platero, el te chino y la planta exótica, descrita en la definición por sus características identificativas de la clasificación científica. Al final, con dos casillas en blanco, hago un burujo de papel y encesto en la papelera. Prefiero los dameros malditos, con su constante trasiego de letras de arriba abajo y los autodefinidos en que no te pierdes por las listas de horizontales y verticales. Tuve un pariente que hace muchos años, cuando yo era niño, me confesó que estaba confeccionando un diccionario al revés, un diccionario para crucigramistas, que partía de las definiciones para identificar las palabras. Nunca supe si lo había terminado.

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