En realidad, he de confesar, que se trata de mis digresiones. Por eso, advierto que para cualquier curioso lector, podrían ser poco interesantes, intrascendentes, banales y hasta aburridas. Entonces -me pregunto- ¿para qué las escribes? Aún no he hallado respuesta para esta pregunta.
sábado, 3 de marzo de 2007
Todo el mundo opina respecto de la excarcelación de ese huelguista de hambre. Yo me resisto a opinar, pero me sigue, como mi sombra, la tentación de pararme de que todos parecen saber qué hay, habría o habrá que hacer para que triunfe una decisión de justicia que satisfaga a todas las partes implicadas en este asunto de la vida y de la muerte puestas en juego para que se haga o se deje de hacer algo que unos quieren y otros no que se haga. Con la circunstancia agravante de que, por añadidura, mueren personas que nada tenían que ver con lo que otros discuten. Tuvieron la desgracia de pasar por allí cuando hubiera sido mejor que no lo hicieran, pero eso estaba previsto sin duda en alguna parte y su muerte o sus heridas forman parte del cuadro cuyos chafarrinones desdibujan exasperados, frenéticos, los que recíprocamente pretenden doblegarse, unos con razón, otros sin ella, cada cual con sus sinrazones en alto como banderas, porque lo que no hay nunca son razones bastantes para matar a quien sólo tiene una vida, la suya, para vivir. Pero por otra parte, lo que pasa es que justo tenía la vida que tuvo. Estaba sin duda previsto. La vivió entera. Más larga que la de unos, pero más corta que la de otros, era la suya y la vivió, repito, entera. Es inútil llorar y desesperarse, porque tenía que morir o resultar herida esa persona justo el día y a la hora en que lo fue. Ya que cada uno tenemos que desempeñar, desarrollar nuestro papel, muertos de miedo unas veces, otras esperanzados. En la mayor parte de las ocasiones sin permitirnos ahondar demasiado en la consideración de los peligros que tiene esto de vivir, constantemente corriendo con los ojos cerrados por el borde de un abismo, por el filo de la navaja. Me exijo a mí mismo cumplir lo que Beccaria y Concepción Arenal dejaron aconsejado: odia el delito, pero compadece al delincuente. Es fácil repetirlo, aprenderlo en clase, cuando te están descubriendo y explicando, bondadosos, sabios mentores, la delicada textura de la sociedad humana, la epidermis frágil de la civilización, la insuficiencia de la ley para alcanzar la justicia. Concepto que se escapa de la posibilidad humana, tan perspicaces como somos el gentío para inventar artimañas para sortear los mecanismos de restablecimiento del equilibrio sustitutorio de la justicia, que, como la verdad, sólo nos tolera a los humanos aproximaciones. Otra cosa es la calle, la vida misma, la miseria y la gloria diluidas en la habitualidad y envenenadas de miedo. En seguida, piensas, pienso que sólo un gobierno débil, incapaz de cumplir con sus obligaciones, puede permitir que alguien ponga impunemente en tela de juicio la integridad esencial del Estado que le ha conferido el encargo de ejercer las funciones de su soberanía. Sin soberanía, no quedarían en vigor más que las leyes del caos. Inexorables.
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