viernes, 2 de marzo de 2007

A la espera del séptimo libro, algo así como la ruptura del séptimo sello, que el número siete ha sido siempre desde cabalístico hasta místico a través de candelabros con siete brazos, pudiendo haber sido siete los ríos que se entrecruzaban en el Edén, sin llegar a ningún mar, porque la mar es el morir, según ya dejó claro el poeta, a la espera del temido desenlace del asunto de Harry Potter, leo que el chaval, ya no niño, ya algo más que adolescente que prestaba su figura en las sucesivas películas que van repitiendo la historia escrita del cada vez también menos niño mago, trata de escapar de su alma fingida y se ha puesto a representar una historia de caballos en un teatro de Londres en que es ahora un adolescente de algún modo vinculado con los nobles brutos, entre los que se desnuda –un desnudo integral como el de mi buen amigo Manolín, que padecía no sé qué patología de la mente y me contaba que un día se preguntó por qué no podía su doliente cuerpo recibir la gratuita bendición el toque directo y en su totalidad sus benéficos rayos y sus radiaciones de todo tipo, desde el ultravioleta hasta el infrarrojo- y ¡fuma! –se atreve, osa hacerlo públicamente, en estos tiempos de antitabaquistas frenéticos-. Con lo que llama la ateción, queriendo o no, hacia la inminencia del trazado del séptimo círculo, dicen que en noviembre, con el último libro recorriendo encendido, incendiado, en volandas, el mundo, ávido de saber qué pasa, quién ha de morir, si los buenos, los malos o todos –con la secreta esperanza de que la muerte de Dumbledore haya sido sólo fingida en el volumen anterior de esta saga-. Todos –me atrevo a responder-, incluso los magos, por más que sean todo lo longevos que usted quiera imaginar-.

Un fenómeno mundial, el de esta joven desconocida que ahora se ha convertido en desconocido mito oculto entre los muros de una incontable riqueza, de una fama que le impedirá para siempre o para durante muchos años salir anónima a la calle, pararse en un escaparate, entrar en una cafetería o asistir a un partido de cualquier deporte, incluido ese que se juega con varias bolas y montado en escobas de marca. Que es sobre todo expresión de la secreta admiración que profesamos casi todos a la magia, un imposible y secreto atajo supresor de todos los caminos iniciáticos, porque no debemos olvidar que lo que nos maravilla de los genios ocultos en viejas lámparas mugrientas o de la efímeras hadas que encarnan las luciérnagas e su capacidad de lograr lo que se anhela con un movimiento de la mano, una palabra secreta o el temblor de la varita mágica.

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