lunes, 30 de abril de 2007

Voy haciendo el jardín
con rosas y con silencios,
una salamandra, la familia de las lagartijas de la escalera
y el caracol, col, col, que saca los cuernos
al
sol.

Voy haciendo el jardín con vuestras ausencias,
que oculto
por detrás de las hojas
que están naciendo
para dar sombra al coloquio de amor de los pájaros,
a sus arrumacos,
a la infinita ternura con que el mirlo
rebusca con pico entre las plumas de su amada,
tan feucha,
tan gris,
junto al encopetado traje de etiqueta
de milord.

Voy haciendo el jardín, como cada año
para la media docena de gloriosos lirios
que me recuerdan,
inexorables,
que la gloria del mundo es un suspiro.

Aparto cada hoja,
y está vuestra sonrisa,
ahora inalcanzable, como un sueño.
Tres ocas, un cormorán y el mirlo, que todos tuercen las cabezas para mirarnos, al Bond, que es el perro, y a mí, que soy el que va al otro extremo de la correa. Las tres ocas, cuando se meten en el agua del río, transparente porque lo veo yo, mudable porque lo dijo Heráclito, implícito en aquello que seguramente no dijo exactamente así, pero como está en las enciclopedias y las historias de la filosofía, es como si lo hubiera dicho, ya saben, lo de que nadie puede bañarse dos veces en el mismo río, las tres ocas, digo, van en fila, supongo que siempre por el mismo orden, como unidades bien entrenadas de una escuadra; el cormorán está a lo suyo: trucha que advierte con el rabillo ágil del ojo y allá va, como un torpedo, por ella; el mirlo anda inquieto, o no tiene mirla o no acaba de concebir los mirlos porque se le ve desasosegado, incluso apeado de la rama usual del árbol que prefiere para sus escalas musicales y posado en una peña del río, con el pico húmedo de pinchar, seguramente, la flor del alba. El perro se empeña en acercarse al borde, yo que no. Esta pasado invierno ya se me cayó al río, por esa manía que tiene de irse hasta el borde mismo y allí levantar la pata y marcar su territorio hasta el confín, el finisterre del cauce. No le pasó nada. Me miraba atónito como si preguntase. ¿y ahora qué?. Tuve que irle hablando por el ribazo, hasta la rampa antigua por la que bajaban a lavar las lavanderas. Ya no hay lavanderas. Especie extinguida por las lavadoras automáticas. Las máquinas nos echan de todas partes y hasta algunas puede que lo hagan todo mejor, pero no lavan como las lavanderas, que luego, las sábanas blancas, las ponían al sol sobre el pedrero del llerón del río, como haciéndole señales al sol, tentándole de aterrizar, a última hora de la tarde, cuando dan pasadas las golondrinas a beber minúsculos sorbitos de agua viva y cantarina. Las lavanderas cantaban a coro y llevaban el compás golpeando los lavaderos de madera, sus “tumbaítos de lavar la ropa” de la vieja canción. El agua les hacía, al pasar, el contracanto.

domingo, 29 de abril de 2007

Que de orden de no se quién,
que se haga no sé qué cosa
porque vete tú a saber
lo que le puede pasar
a to el que se niegue a hacerla.

Así
va diciendo el pregonero,
desde la plaza mayor,
calle abajo y calle arriba.

-¡Oye! –le dice un vecino
desde la ventana- y ¿quién
nos va a decir lo que pasa,
lo que nos puede pasar
y
quién lo manda?

-Tú a obedecer y a callar
lo mesmito qu’en tu casa
El domingo dejó de ser día rey de la semana cuando el primer matrimonio con sus hijos pequeños dejó de salir por la tarde, todos vestidos de domingo, a ver escaparates, merendar e ir al cine, por este orden melancólico de pequeña ciudad burguesa y provinciana. El domingo, a partir de ese día, que por cierto nadie o casi nadie se dio cuenta, más que el propietario del viejo salón de té, de antes de todas las cafeterías de la ciudad pequeña, burguesa y provinciana, que una familia que bajase en las previsiones de consumo era algo definitivamente trágico para su economía. El día rey, entonces, provisionalmente se instaló en el sábado, pero en seguida fue el viernes. El viernes, la crema de la crema de la pequeña ciudad burguesa y provinciana se reservaba una mesa en el restaurante más conocido y afortunado de la pequeña ciudad e iba a cenar de consuno, por obligación y para mantener el tono. Y por eso el viernes, durante cierto tiempo, pasó a ser el día rey de la semana, la cúspide más alta de la serranía del fin de semana de la pequeña ciudad etcétera, algunas de las damas más jóvenes de cuyas familias más presuntamente adineradas aprovechan el viernes por la noche, que no se entere nadie, para entrarle al vino primero con asombrado deleite, con afición después, por fin con indolente dejación que muy poco a poco ha ido prendiendo, como las chispas, nunca más acertada metáfora, en su comportamiento, y a alguna la han vista ya, camino del mercado o de casa, tomándose una copa ella sola, en una cafetería discreta. Ahora todo eso ha pasado. Estamos en la era de la televisión, la butaca y el sueño perezoso. Ya no hay ni tertulias en los cafés y el casino está vacío, tarde tras tarde, como una bocaza abierta y aburrida de la época que se fue cuando cerraron el café más antiguo, en de los divanes de peluche y los espejos con marco de caoba, tal vez castaño ennegrecido de humo de tanto fumeque como ahora ya no hay, que sólo fuman los más revolucionarios y algún vagabundo, los aficionados al fútbol y los de los toros que nos quieren quitar porque esa fiesta no casa con la preocupación europea por salvar los elefantes, las focas y los rinocerontes. Y si nos quitaron ya las cabras que traían los músicos vagabundos, los burros, que, de cuatro patas, casi no quedan, y nos quitaron los toros de los anuncios de las carreteras y los bueyes, ahora tractores, los caballos del desaparecido escuadrón de caballería, y nos quitan además los toros de la fiesta de toros de las ferias de san Isidro, y de Sevilla y de todos los pueblos de la vieja España, ¿qué nos va a quedar?

sábado, 28 de abril de 2007

Ésta
es una plaza de Castilla, la plaza mayor
de una Villa
donde nacieron, vivieron y murieron los personajes
de mi libro de Historia, del bachillerato.
Hay iglesias,
muchas,
desmesuradas iglesias, cada una con su torre
coronada por cuatro nidos de cigüeñas,
cada una con su espadaña,
de que cuelga otro nido, sin cigüeñas,
ahora que es invierno, atardecida de invierno
y salen de sus escondrijos de la torre,
volando en grupo, las cornejas.
En esta plaza mayor,
solitaria,
los mástiles de las banderas como dedos sarmentosos,
el quiosco erizado de periódicos amarillentos,
una señora, ya vacía,
de pensamientos,
sentada muy tiesa en uno de los bancos
de esta plaza, repito, mayor,
con esa sonrisa bobalicona
de los ancianos prematuros
y de los muertos recientes.
Pasa una bandada de niños, por la plaza
mayor,
paralela
a la bandada de los estorninos,
que la sobrevuela,
con sus mochilas llenas de nombre de personajes
que nacieron,
vivieron,
murieron,
en esas casas desvencijadas, desmoronadas, apoyadas
en las piernas flacas,
desmedradas
irremediablemente torcidas,
de los soportales de esta plaza mayor.
No estoy muy seguro
de que todo esto que contemplo,
sobrecogido,
exista aún de verdad, sea algo más
que un vago
recuerdo
que me sugieren la imaginación de un lado,
del otro,
la vaga memoria de aquel libro
de Historia
Una habitación grande, en una esquina del caserón, llena de gente, y sin embargo estábamos solos con nuestras dos juventudes aferradas a las gargantas y a los corazones, todavía diferenciados por la inquietud tímida, exploratoria con que nos enfrentábamos a la llamada del otro lado de nuestra soledad. Una mesa en medio, todavía. No habíamos descubierto, pero de algún modo sabíamos que las esquinas de la mesa marcaban los límites de nuestra inviolada intimidad, llena de curiosidades y deseos. Sobre la mesa, dos vasos de vino. Hacíamos por ellos, que lo importante aquella tarde no era el vino, sino disponer de un espacio donde echar y entremezclar palabras tuyas y palabras mías y encender un tímido crepitar del fuego incipiente. Los vasos dejaban en la madera de la mesa dos círculos próximos, pero ni siquiera tangentes. Recuerdo tus manos. Delgadas, expresivas, inquietas, pero a la vez pausadas de movimientos como pensativos. Aún nos costaba identificarnos, llamarnos por unos nombres que acabábamos de aprender para concretar lo que sólo hasta entonces habían sido sueños, imaginación de la tarde recién llegada y sin embargo casi huida sin habernos atrevido a decir las palabras soñadas y en cambio hablar ¿de que hablamos? Cualquiera sabe de qué hablamos, si tuvimos todo el tiempo, porque era el primer día, nuestra primera cita, ya irrepetible en tu vida y en la mía, tuvimos la cabeza aturdida por el revuelo de las ideas de cómo iba a ser, sin dejarnos vivir realmente aquel momento en que nuestras manos se tocaron, nos miramos y sonreíamos sin saber si disculparnos o aferrarnos uno a otro con aquel vago terror y aquel atroz deseo de compartirnos.

viernes, 27 de abril de 2007

Ahora es frecuente que la música
baje a la calle peatonal,
entre amas de casa presurosas,
jóvenes ejecutivos vestidos de gris,
médicos cansados,
letrados
obsesionados,
el vagabundo entredormido junto a la funda de su violín,
en que duerme, con un ojo abierto
su perro
mestizo.
Ahora es frecuente que la música convierta
la calle peatonal
en la parte de atrás de la pantalla transparente de aquellos cines de barrio,
que ya no existen,
en que por dos pesetas
-que tampoco existen-
podías disfrutar del glorioso modo de vida americano,
que excluye lo feo,
lo estúpido,
lo verdaderamente real.
Ahora, la calle
es como un escenario
por el que pasa una interminable retahíla de personas
que solo el buen padre Dios sabe donde van,
seguidas de sus ángeles,
que al escuchar la música sonríen.
Leo en una revista profesional que hay, según el tribunal sentenciador, un “concepto jurídico de playa”. Supongo que se refieren a que al hablar de una o de todas las playas, la ley –en este caso la ley de costas- no se refiere directamente a una realidad geográfica, sino que la modifica y considera que desde el punto de vista del legislador, una playa es cosa distinta de lo que el diccionario nos aclara. Y esto me preocupa, como miembro de la comunidad, como habitante de la costa y como estudiante del derecho.

Hace muchos años, un excelente profesor de cierta disciplina jurídica de cuyas enseñanzas disfruté, aclaraba que el derecho positivo, es decir, el que se contiene en el conjunto de las leyes de un país cualquiera, no es un modo de ordenar la vida de ese país.

A mi juicio tenía razón. La vida no cabe ni en una ley ni en el conjunto de leyes. La vida, que consiste en la convivencia de las personas coincidentes en el tiempo y el espacio concreto de unas determinadas coordenadas espaciotemporales, se manifiesta en las relaciones de unas personas con otras, con inexorable consecuencia de que entre ellas se constituyan derechos y obligaciones recíprocas o multilaterales. Esas relaciones dimanan de la cultura del grupo social de que se trate y cabe incluso que sea o no sean lícitas, confrontadas con los principios generales dimanantes de aquella cultura..

Pues bien, el derecho escrito es el remedio previsto para los casos de incumplimiento o de defectuoso cumplimiento de los derechos y obligaciones que relacionan a los miembros de cada grupo social, arbitrando remedios de obligado cumplimiento o de cumplimiento sustitutorio. O incluso que prohíban, limitan o castiguen, previa tipificación y anuncio de sanción de incurrir en ellas.

La playa es lo que geográficamente es, y si la ley habla de una playa, a mí, ciudadano obligado a cumplir la ley, para empezar a interpretar lo que me manda en relación con las playas, donde debo mirar lo que es la playa es en un diccionario. No considero acertado que se me diga por un juez que cuando la ley habla de playa se refiere a algo que la ley considera playa aunque según el diccionario no lo sea. Si la ley quiere referirse, al hablar de playa, a algo más o algo menos de lo que el diccionario dice, un corrector de estilo debe advertir al legislador de que debe añadir a la palabra playa las indispensables aclaraciones para que el ciudadano sepa con claridad de lo que se le está hablando.

jueves, 26 de abril de 2007

Agujas de agua que bajan de la nube
con el propósito, supongo, de plantarse y ser flores
en el prado vacío,
lluvia repentina
con esa vaga indecisión errática
con que una primavera nace adolescente
Os habíais dado cuenta
de que la primavera nace adolescente?, sin niñez,
llena de mañas, vientos, cambios,
escorzos,
madurez diluida como sin darse cuenta
en la puerilidad,
de de sí misma,
como si fuese el prólogo del tiempo venidero, del futuro,
de nada todavía
o tal vez del principio o del final de todo.
En las casas antiguas, de esa gente privilegiada que suele tener enormes casas laberínticas, ideales para cuando se es niño perderse jugando al escondite, hay siempre en algún lugar y muchas veces en varios, álbumes de fotografías.

Ahora ya no se hacen tantos, pero cuando los de mi generación éramos niños, se empezaban a hacer muchas fotografías, cada vez más, que se nota las que son más antiguas porque suelen estar en sus álbumes con tendencia a abarquillarse y pasar a colores amarillento o sepia. Se advierte que las fotografías van siendo cada vez más numerosas y frecuentes, primero en blanco y negro fijos, incluso contrastadas por medio de filtros –si has sido medianamente aficionado a la fotografía- y por fin de color, de nuevo las más antiguas de colores desvaídos, algunos casi perdidos del todo, y, cada vez, más fijos, brillantes y duraderos.

Está, en esos álbumes, la pequeña historia, contada a trancos, de la familia conocida y de la de los que se perdieron ya en las curvas que traza la imaginación del tiempo.

Entre fotografía y fotografía, está lo de verdad importante, lo que fue ocurriendo, día por día, para que se construyera una saga familiar del estilo de su tiempo, con las rutinas, los sobresaltos, lo súbito, alternándose con lo cotidiano. En las fotografías sólo figuran primero los grandes acontecimientos, después cualquier acontecimiento, por último, las cosas de todos los días, contadas ése porque alguien llevaba una cámara justo en el momento de producirse.

En inefable libro Orhan Pamuk nos cuenta lo del álbum de fotografías del salón de casa de su abuela: “cada nueva mirada a aquellas fotografías me mostraba la vida real y me enseñaba la importancia de ciertos momentos extraídos de ella, protegidos contra el tiempo y subrayados al colocarlos en un marco”. Justo lo que yo quería decir, pero mejor dicho, con esa clara concisión que no ha perdido expresividad.

El libro, que va, creo por las nueve ediciones cuando yo lo descubro, es un delicioso recorrido por la infancia del autor, reciente premio Nóbel, enmarcada por su ciudad, de la que dice apenas haber salido, pero lo hace en cambio con extraordinaria frecuencia, muchas veces al día en ocasiones, por la puerta de una imaginación que se abre a la infinidad de los mundos.

Pensándolo un poco, ¿de qué sirve a estos personajes cada vez menos preparados para el acto, más al natural, hasta parecer, de puro disimulo, que no estaban enterados de que les retrataban, de qué a esos más antiguos, sobre todo a los que están en la segunda fila o en los extremos y eran tíos lejanos o personajes que habían ido a casa de visita, si se ha perdido memoria de cómo se llamaban, de a lo que vinieron y si serían de verdad aquellas barbas y aquellos bigotes tiesos, engominados, bajo los sombreros, las boinas, las pamelas, la luz inexorable, que, cuanto más intensa, más se va comiendo los colores y difuminando los segundos planos primero, después el asunto de la fotografía?

miércoles, 25 de abril de 2007

Hay un pájaro cantando,
¿por qué
canta el pájaro que canta?
-es un mirlo, por cierto-

Está rezando,
es un chamán
de los pájaros,
ese mirlo que desgrana la escala de su canto,
su oración
para que el buen padre Dios
ponga hojas en las ramas de todos los árboles del bosque
y oculte,
salve,
los nidos de los pájaros.

De todos los pájaros:
del jilguero,
del verderín,
del verderón,
del ruiseñor. -
Miles de millones de seres grandes y pequeños viven su vida entera, completa, algunos larga, es de suponer que la de muchos feliz, desgraciadas otras, a nuestro alrededor, cada hora de cada día. Cada minuto, cada hora, miríadas de seres microscópicos que conviven con nosotros, nos atacan, curan, acompañan, defienden y asedian cada día. Y supongo que el contraste de nuestros tamaños es tal que son incapaces de hacerse una idea de que estemos con ellos, siquiera sea momentáneamente, coincidiendo en el tiempo y en el espacio. Viven y mueren en su valle sin haber sido conscientes de que lo hicieron en la flexura de la rodilla de madame Chauchat, por ejemplo. Y me pregunto de qué desmesurado universo podríamos estar formando parte microbiológica mientras nos afanamos en hacernos cuanto antes ricos y sabios, para, en cuanto alguno lo logre, inmediatamente sentir el irrefrenable anhelo de ser el más rico y el más sabio, entre los ricos y los sabios de la aldea global. Por lo menos, estamos relativamente contados y nos dicen que somos alrededor de seis mil quinientos millones de individuos de variado sexo, corriendo la maratón de la existencia al mismo tiempo, a lo largo de una misma caravana tan larga que mientras hace sol y es verano donde los pioneros, en la retaguardia ha llegado el invierno y se atascan las galeras entre la nieve y el barro. Y todo ello ocurre sobre el cuello de cisne de una bellísima doncella núbil o detrás de la oreja de un saltador de pértiga del desconocido mundo de gigantes a que no llegó Gulliver, por falta material de tiempo.

martes, 24 de abril de 2007

Una mujer joven baila siempre al andar
y de algún modo,
es como si flotase en el aire.

Nunca he sospechado, al mirarla por primera vez,
de una mujer joven
-las mujeres son jóvenes
durante sus primeros tres cuartos de siglo, por lo menos-,
que tuviese carne
o sangre
o huesos, bajo la piel. Una mujer,
en principio
está llena de gracia y de ternura, es expresión
armónica
del Universo todo. Y a muchas
todo esto les ocurre especialmente
y se que podría
inventar una vida con cada una.

Lo que ocurre es que nadie tiene
más que una vida
para vivir
Girándula, giroscopio, girola, girasol, girocóptero, son todas, como otras muchas, hermosas palabras, que, sin contexto, además de la imagen de rotación que sugieren, por ello universal, ruedan en torno de sí mismas o mirando al sol, como el girasol. Son palabras, ahora que las miro con mayor atención, como planetas inmateriales, en busca de la frase en que encajarse y servir, por ejemplo para conseguir que los versos de alguien tengan ritmo o rima y musicalicen su expresividad. El Universo entero es una rotación alrededor de algo, y cuanto rueda se va convirtiendo, como los astros, como los planetas, como las galaxias y como los átomos, en una esfera más perfecta cuanto menos material y más deprisa gire sobre su eje y queme sus esquinas al confrontarlas con lo que siempre rodea, está girando y generando vida en torno, como huracanes rotos en decenas de remolinos vertiginosos, que arrancan y redistribuyen, como amas de casa aplicadas a la frenética limpieza de sus hogares.

lunes, 23 de abril de 2007

Nada hay más hermoso, exacto, lúcido
que un buen soneto, pero es
como la jaula
de oro
en que se morían todos los pájaros de la emperatriz.
-¿Por qué se mueren
si los amo, los cuido, los admiro?
-Porque no pueden soportar
la rima exacta de los endecasílabos,
su musicalidad
tan bella,
repetida,
igual todos los días.
La noche es un espacio que tiene siempre algo de misterioso. Y no lo digo sólo por esa oscuridad sobrecogedora, que a veces se nos llena, por miedos patológicos de que podemos ser víctimas los humanos demasiado confiados en nuestra frágil razón, apenas un barniz sobre el instinto que no entiende de civilizaciones, lo digo, además, porque durante la noche, mientras dormimos, unas veces, o a lo largo, en paralelo, de nuestro insomnio,, se producen cambios de que no solemos enterarnos hasta el amanecer, cuando hay un nuevo dolor, un alivio nuevo, nos hemos olvidado de algo o descubrimos allá en el fondo del problema que ayer nos agobiaba, un principio de claridad y la posibilidad de que las cosas se arreglen. Durante la noche quedan atrás o nacen hechos, posibilidades o se pierden otros sin remedio. Puede que ocurra lo mismo durante la luz y a la luz del día, pero entonces, como todo ocurre paulatinamente, tomándose su mayor o menor porción de tiempo, no nos sorprende como ocurre al amanecer, cuando estuvimos dormidos, o en vela, pero bajo ese velo neblinoso del insomnio, que es como una o una gavilla de obsesiones, no nos habíamos fijado en que algo estaba cambiando y no lo descubrimos hasta que, iluminados por la luz temblorosa del alba o sosegados por ella, nos damos cuenta de que estamos en otro paisaje y es como si todo, en vez de irse formando a los largo de cierto tiempo, hubiese ocurrido de súbito, como si el amanecer se hubiera producido igual que una nueva creación o como consecuencia de un gesto nervioso, repentino, de alguna de las varitas mágicas que como consecuencia de lecturas infantiles permanecen en lo más preciado de nuestra memoria, junto con personajes que fueron nuestros héroes y secretamente participaron en nuestra educación, salvando parte importante de nuestro espíritu curioso, emprendedor y aventurero, de los esfuerzos de tantísima gente de buena voluntad como a lo largo de los años estuvo empeñada en domarnos y domesticarnos para la rutina que urde la utilidad social.

domingo, 22 de abril de 2007

Y cuando seas mayor,
solemos preguntarles a los niños,
y,
cuando niño,
a mi me preguntaban:
¿qué querrás ser?
Este niño,
casi siempre callado, pensativo
a quien has preguntado esta tarde,
musita apenas: yo.
¿Cómo ha dicho? –me pides que aclare-
-Dice que quiere ser él.
-¿Tú?
-Si, yo.
-¿Y eso cómo se hace, en qué consiste?
-Todavía no sé, pero pienso
que tocando, una por una, cada tecla,
de éstas en que consisto
hasta lograr un acorde que suene
con mi nombre
Las toses de abril, resaca de una gripe que cuando te vacunas o no, no sabes si te da por haberte o por no haberte vacunado, pero ella, inexorable, te sacude, con frecuencia en abril, las migajas del invierno y te las mete, bronquio abajo, como si sembrase otra gripe, esta maldición benigna, dicen, hasta que deja de serlo y te mata, como decía César González Ruano, cuando le decían que no estaba tan mal como estaba y el contestó que entonces estaba peor, ya que se iba a morir de nervios como el imbécil que desde luego no era.

Elecciones en Francia, de donde antes venían unos vientos que ahora no se sabe de dónde pueden venir, porque hasta en política, el cambio climático ha ocasionado tales desbarajustes que acabo de séller que alguien opina que derecha e izquierda tienden a confundirse en Francia, país de ideas claras, mujeres turbadoras, novelas y películas policíacas insoportables, ese milagro, imposible de copiar, del champán y París.

En mi infancia, los niños podían venir en el hatillo que sostienen en el pico para la ocasión las cigüeñas o en el claustro maternal, pero la procedencia primera, originaria, siempre había sido París. ¿De dónde vienen los niños? –nos preguntaban. ¿De dónde va a ser?, ¡de París! De Perís venían los niños de todos los sexos y París sintetizaba, aclaraba y publicaba lo más intrincado de la cultura producida por la filosofía de Occidente, viniera de donde viniese.

Elecciones en Francia, que el que mejor parecía encarnar el viejo espíritu era el General aquel de Colombey les deux Eglises, pero tampoco, que un país, como cada persona, es inabarcable en un perfil personal y es probable que al conjunto de los candidatos sea a lo que más se parece Francia, y aún les faltaría la Torre y la corte artística de alrededor del Sagrado Corazón, con el indispensable acordeón fingiendo el París que los turistas traen preconcebido, tocando las feuilles mortes o algo de Edith Piaf. A los del PP les encantaría un revolcón del socialismo de Zapatero, y a los del PSOE un revolcón de la política de Rajoy. Es decir, que durante esta jornada se juega en el Parque de los Príncipes un partido anticipado a las primarias locales de lo que serán las nacionales del año que viene.

A ver si esta gripe y la del año que viene permiten que el asunto nos siga concerniendo e interesando.

sábado, 21 de abril de 2007

Aquel que fui, no existe
ya,
se lo llevaron
los maceros del tiempo, a hombros,
entre hachones encendidos,
que la gente decía:
ye la güestia
vaqueira,
la Santa Compaña, la definitiva,
pero no,
no era más que un adelanto,
otro pedazo de vida
que dábamos en prenda,
jurándonos amor
en el altar portátil del tiempo.
Me llega otra bolsa de libros que no tengo tiempo para leer ni espacio para guardar. Debería haber horas extraordinarias para devorar, asimilar tanto libro, tanto esfuerzo humano como el de cada autor que se desangra página tras página, para que luego, a veces, le digan que eso que escribe no es literatura. Ocurre. Hace poco leí de un crítico que decía del autor cuya obra acababa de disfrutar, según él, de sufrir, que lo que escribía aquel pobre no era literatura. Cuando todo lo que se escribe, hasta los anuncios, las esquelas, los sueltos, las erratas y los desvaríos son literatura. Otra cosa es que le interese a quien recibe cada papel escrito, cada columna de páginas urdidas entre sobresaltos o dejadas fluir como el herido que se va desangrando y ya le da igual porque ha perdido la capacidad de sentir, incluso el instinto de sobrevivir, pero sigue escribiendo, porque escribir tal vez sea su vida, necesaria cada palabra que deja en el papel como sístole y diástole de su corazón cansado, prematuramente envejecido por el hecho de ser escritor. Envejecen antes, sobre todo los mejores, porque viven de modo inexorable su propia vida y la de cada uno de sus personajes. Recuerdo aquel día que estaba yo comprando y distraído pregunté al dispensador de libros –que aquel no era librero y hay diferencias- si tenía alguna edición de “obras completas” de Lope de Vega. “No las hay, no puede haberlas, me espetó un estudiante de gafas redondas y adolescencia evidente, sabio pese a su insultante juventud, Lope escribió innumerables obras”. “Mil y quinientas ha escrito, bien es que perdón merezca –según su poema de la antología aneja al viejo libro de nuestro bachillerato”-. No hay como ser mozo y sabio para pararle los pies al presuntuoso intelectualoide que pide unas obras completas de Lope. Lo recuerdo cada vez que abro el tomazo de las “escogidas” de Aguilar, que otro amigo mío criticaba con acidez porque estaba hecha, a su entender, la edición, con tanto descuido, que entre tomo y tomo, hasta repetían obras. ¡Menuda historia! Entre “innumerables” y “repetidas”, las que habrá

viernes, 20 de abril de 2007

El cachorro se acerca
a la orilla del agua, bebe,
con entusiasmo recién nacido, de pronto
se advierte a sí mismo, pero otro, en el agua,
se ladra, se gruñe, va y viene,
entre el miedo,
la sorpresa,
y un afán, que no sabe
si es juego o de pelea
¿hay diferencia?,
ahora, sin embargo
ya es más importante este nuevo olor desconocido
que acaba de encontrar
¿y el amo?
¿dónde estás,
amo?
Corre, recto, como una saeta.
Niebla sin gracia. No la tiene cuando, como ésta de hoy, tiene el mismo aspecto, el color de la nieve sucia del camino embarrado y pisoteado tras de una nevada. Respiras esta cansada nube que se arrastra a flor de tierra y ya estás carraspeando para intentar aclararte la voz. El paisaje se ha disuelto más allá de donde alcanza la vista interrumpida por este telón de malabarista venido a menos que hace funciones de atardecida en los cafés que quedan de peluche, en los pueblos más remotos, para ir tirando, con la secreta esperanza de renovar un día las ajadas palomas de los trucos y el propio sombrero de fieltro que fue gris y es el clavo ardiendo de la dignidad del personaje. La tristeza que la niebla a lo largo del día va pariendo con visible esfuerzo, queda enganchada en las esquinas y apaga el sonido de las campanadas del reloj de la torre. Hoy redoblan destempladas, multiplicadas, para colmo, por un eco elástico, sin aristas

jueves, 19 de abril de 2007

Repoblaremos la tierra,
una nueva estirpe, nacida en el fondo del mar, tal vez,
o en lo más alto, más inaccesible
de las más viejas montañas.

Inventaremos, estoy seguro, un mundo nuevo,
un concepto, para la Justicia,
que haga temblar a los jueces y a los sumos sacerdotes,
con el amor por artículo primero de todas las leyes.

Prohibiremos los excesos,
el odio,
la envidia, y cuando llegue cada noche,
agradeceremos al buen padre, Dios,
estar juntos,
estar vivos
y estar enamorados para enfrentarnos
al miedo oscuro.
Tengo un amigo que no sabe leer ni escribir, cosa que es lógica, si se tiene en cuenta que no ha cumplido el año todavía. Y, sin embargo, lo solicito, sin duda, como amigo mío, porque ha dado ya muestras de formar parte del grupo más selecto de seres humanos, que se empeña en ser libre, aventurero, como la esencia de la humana naturaleza requiere, y, tal vez por ello, rebelde, revolucionario, reivindicativo, exigente.

Apenas llegado a este mundo traidor, abiertos apenas los ojos a la dudosa luz del alba, difuminada de desencantos, percatado de la posibilidad de que le tasaran, como pretendían, el único contacto con su madre del alma y de la carne, de que le arrebatasen su derecho humano primero y más sagrado de amamantarse directa y personalmente de su raíz misma, su tronco gentilicio, la historia de su linaje escrita en el código genético que se pretendía copiar las más recientes anotaciones, se acaba de declarar en huelga de hambre.

Prefiere no comer a que le den gato por liebre, a que lo separen del sagrado tinelo en que se emborrachaba hasta hace poco, con sereno regocijo, de tibio afán de un anticipo glorioso de lo que será en su vida, que deseo larga y tan magnífica como el carácter le augura, la desmedida posibilidad de enamorarse con vocaciones de eternidad.

Presiento, al saber de su existencia, un mirar profundo, una seriedad inédita, un sentido del humor ilimitado, una posibilidad de ser héroe deslumbrante, en este ejemplar humano que desde la mudez de su provisional incapacidad de expresión oral o escrita, ha salido a la calle de su cotidiano quehacer enarbolando la pancarta de su personalidad: ¡soy humano y reclamo serlo con todas las consecuencias!

Me dicen que lo están obligando, coaccionando, domesticando, rehumanizando a esta subhumanidad a que pretende reconducirnos siempre la taimada sociedad en que vivimos, erizada de prohibiciones, decretos y vida descafeinada. Lloro con él la que de seguro ha de ser su primera derrota, pero me afilio en seguida al aspecto inquebrantable de su integridad, a ese afán de vivir su vida que evidencia, a la esperanza en la humanidad que me ayuda a mantener viva, con la evidencia de su señorío de este mundo en que entra por la puerta grande.
Si te hubiera visto, como hoy,
hace medio siglo,
me habría enamorado, como hoy,
de modo irremediable,
apasionadamente.
Pero, hace medio siglo,
me habría apresurado a buscar la manera de decírtelo.
Hoy, se que no llegaría a tiempo
o que te haría gracia este afán mío
de seguir creyendo
en el amor a pesar de todo.
-¿Lo de siempre?
Otra vez la palabra que se excede. No hay “siempre”, de este lado del espejo, más acá de la puerta, como no hay tampoco “nunca”. Si acaso, cabe decirle al camarero, como yo esta mañana de toses, irritadas por la conjunción del aire acondicionado del coche, el de la habitación del hotel y mi catarro todavía tierno, que si, que gracias, que lo de costumbre, es decir, un zumo de naranja, un café con leche y unos churros.
Como estoy solo, mientras viene el camarero, remato la página de los diarios de Ionesco que estaba leyendo y concluyo dándole la razón: cuando escribimos conscientes de que alguien puede llegar a leer lo que nosotros estamos escribiendo, algo se pone en medio, filtra lo que escribimos, dejamos de ser sinceros y disfrazamos de retórica, adornamos de virtudes o de cualidades lo que podría haber sido una sincera conversación con nosotros mismos. En definitiva, representamos nuestro papel.
Que claro que pueden ser varios: desde la vestimenta de todos los días, que ya se ajusta de tal modo a nuestro perfil que ha llegado a parecerse a una realidad, hasta perifollos propios del humor del día, charreteras que el humos o la amargura van aderezando al caso.
Ya en el vestíbulo, enfrente, hay una señora, probablemente extranjera, enfrascada en perder y recuperar unas veinte hojas de papel cuyo tamaño oscila entre el de la holandesa o el folio, en su mayor parte, y el medio folio. Los manosea, se le caen dos o tres, unas veces al suelo, otras por entre los brazos del sillón. Los ordena, los desordena de nuevo, ora le falta uno u otro, los rebusca inquieta. En un espectáculo fascinante que contemplo con disimulo y continúa cuando he de irme a mi reunión de esta mañana, que consiste en escuchar el engolado informe vacío de media docena de jóvenes ejecutivos autodeslumbrados por su trabajo.
En efecto –pienso-, ya lo decía el camarero: lo habitual. Recuerdo que hace muchos años, bajo este cielo, en esta misma época del año, cuando el catedrático se quedaba en la rutina y repetía, yo cerraba los ojos y me inventaba un relato que jamás se escribía, después y se me olvidaba. ¡Qué pena! No haberlos ido dejando apuntados aunque no fuese más que en los márgenes de aquellos tomazos donde hace tanto estuve convencido de que residía gran parte de la sabiduría. Muchos los conservo, aunque ahora digan algunos que hay cosas que cambiaron profundamente, porque si no la sabiduría entera, guardan destellos, síntomas, señales, huellas a que sin duda ha de regresar la humanidad para cimentar de veras sus próximas soluciones de las viejas y más importantes preguntas.

martes, 17 de abril de 2007

-Chuf, chuf, te caerás, imbécil, al río,
dice el mirlo al cachorro,
y, chuf, chuf –añade indignado-
me asustarás la caza,
tendré que volver al nido
de vacío.

El mirlo es un señor
muy encopetado,
que cuando sale de caza
bien de mañana,
parece siempre que va
a un baile de gala.

-Guau, guau –se burla el cachorro-
si me caigo al agua
ya me sacarán,
me salvarán el pellejo,
que soy el que manda en casa
aunque no tenga el pico, como tú,
del color del oro viejp
Los viejos, sesudos señores más encopetados, los que escriben sobre las razones y las sinrazones de que todo ocurra como ocurre, nos mantengan en peligro, según unos, de extinción, según otros, de perdición y todo ello esté justificado por motivos a que se contraponen otros que justificarían más que sobradamente sus contrarios, y escriben sobre las miserias y las glorias humanas, las exhibiciones de los políticos chufandistas y las humillaciones de los miserables, cuando les salen y escriben versos, los esconden en la gaveta oculta del viejo escritorio del abuelo intrigante o en el cajón secreto del costurero de la abuela posromántica donde yace una carta nunca llegada a su destino por fortuna, ya que se ve, con aquellos trazos de mayúsculas como cimitarras, que la escribió un adultero sin conciencia para alguna damita núbil que salvó su honor por pura casualidad, y así el de la familia, cualquiera que fuese, porque para un escritor sesudo, mostrar sus eventuales poemas es como dejar a la vista ¿una debilidad? ¿su faceta cursi? ¿lo risible de aquello más íntimo desde donde el verso se asoma y duda si le será posible aprender a volar algún día? Un contertulio sedicente sabio me dice que es que no se atreven a salir a la calle sin disfraz.

lunes, 16 de abril de 2007

Giro en torno a mí mismo,
buscándome,
afanoso:
¿cuál
de estos soy? –me pregunto-,
¿lo supe
alguna vez?,
porque cada día aprendo una nueva posibilidad de equivocarme,
una diferencia nueva
de lo que parecía inconmovible,
y sin embargo
sé que desde algún lugar,
a través de un paisaje, alguien, que soy,
va
inexorablemente
hacia alguna parte
Me contaron hace poco la historia del viejo indio de la montaña andina que cuida de la hoguera en que nace el futuro, esa niebla, más tarde concretada en retazos nuevos de tiempo y de espacio en que los hombres viviremos las estrecheces del presente Hablaban de intentar visitarlo, pero ¿para qué? –les pregunté-, si es probable que no disponga más que de un breve cobijo sin comodidades y ni él mismo sepa de la trascendencia de lo que hace. En su día, no recordará quién le encargo de mantener encendida su hoguera hasta el fin de los tiempos, pero habrá olvidado ya, si se lo explicaron, para qué sirve y como es posible que de los retorcidos maderos que echa al fuego, raíces de arbustos, ramas desgajadas por cualquier temporal olvidado, brote nada menos que el futuro de todos los humanos. ¿Qué haríamos allí? No es más que otro mensajero, un testigo, si queréis el único sacerdote de una religión olvidada o el centinela de otra civilización olvidada de regresar a donde un día estuvo tal vez de paso.

domingo, 15 de abril de 2007

Hay una pausa
en el vientre de la niebla de hoy,
que es como si fuese a parir en seguida el verano,
no se atreviera
y por eso estamos tan inquietos la gente,
recién salida del éxodo de Semana Santa,
sin primavera aún,
tosiendo las hilachas de la gripe
y con la amenaza –dicen- del cambio climático que nos va a agobiar de verano
en cuanto baje el río, se alce la niebla
y comprobemos
que hemos sobrevivido a otro invierno.
No se habla de otra cosa, una tragedia, le pitaron al Madrid dos penaltis, uno detrás de otro, sin inmutarse el árbitro, dicen que uno, hasta sin motivo. Y el Madrid perdió el partido ante un modesto equipo de Santander, que no estaba previsto que ganara.

El mismo día y casi al mismo tiempo, la Real Sociedad de San Sebastián, que este año es así como el vicecolista oficial del campeonato, le ha metido el agua en casa ar Beti, que ¡viva manque pierda!, pero eso casi no conmueve a nadie, fuera de los amigos, deudos y familiares de uno y otro. La tragedia nacional es la que afecta al Madrid, Real Madrid, al que ya es al parecer posible ganar de un penalti injusto –dicen- y otro en el último minuto, de que, estupefacto, he oído a un cronista aseverar solemne, que “es de los que no se pitan”. Uno ya creía haber oído y leído casi todo lo que cabe decir o escribir, pero siempre falta algo. Ahora, para poner la guinda a la diferencia entre guerras legales e ilegales y entre blasfemias con o sin causa justificada, en este capítulo tragicómico del fútbol, el más caro espectáculo bufo de la historia del hombre, inventan lo de penalti que, habiéndose producido, debe clasificarse entre los que deben o no deben pitarse y consiguientemente castigarse. Incluso en estos lúdicos espacios y aspectos de lo que llamaba esta tarde uno de mis contertulios la “confrontación convivencial”, “veredes cosas, mío Cid”. -
Ha bajado la niebla.
¿Bajado
de dónde?
Se desliza
muro abajo, por entre
menudas florecillas, musgo,
hierbajos,
hacia el agua
del río,
que hoy, de puro transparente es como un puro,
un ingenuo
pensamiento de niño.
Los pensamientos de los niños
son
todos
de
cristal de Murano.
Por eso tienen tan vivos colores que no entendemos
los viejos
de retorcida
intención.
Cada día es diferente de sus semejantes y así sigue ocurriendo durante los miles de días que vive por lo general una persona. Ni un día igual que otro, ni una persona que sea exactamente igual que otra. Y el quid de la cuestión cómo es posible que todo ese mosaico vivo y dinámico entrecruce sus componentes sin choques mortales. Hay muchos menos coches en cualquier carretera y casi a diario choca alguno con otro y se producen muertos y heridos decenas en el mundo. Como custodios de un orden, son mejores sin duda los ángeles, ¿O también niegan ahora la existencia de los ángeles? Están ahí sin duda. Revisan a diario las trayectorias de los planetas de cada galaxia, rectifican los pequeños desvíos de cometas y meteoritos, defienden a unas personas de otras, cuando están a punto de chocar a la salida del sol de cada día, ofuscados por cada renacimiento de la luz. La falta de cualquiera de los incontables ángeles que se deslizan a nuestro alrededor sin pedirnos nada a cambio de cada pequeño o gran servicio que nos hacen para acreditar así su convicción de que la caridad es lo fundamental y primero, originaría la catástrofe total del universo.

viernes, 13 de abril de 2007

Debería haber vuelto, posado
mi mano trémula en tu hombro, el hombro femenino
aquel día –era tarde,
hora de ocasos sólo imaginables-
mientras tu y yo descubríamos la niebla
en que podría haberse perdido, si la novela terminara
Arturo
Gordon
Pym,
No habíamos cumplido todavía los años
Indispensables para pensar con calma-,
era como un noray
en la esquina más lejana, en el rincón de las nostalgias
todavía sin motivo ni razón porque no tú ni yo teníamos pasado alguno,
en que podría haber amarrado con dos o tres nudos marineros
dos o tres palabras
deshilachadas de esperanza.
Tu hombro,
infantil,
que ahora que lo miro en la memoria,
semicegato de cansancios,
años y desengaños,
diría que está temblando,
que aguarda,
que es una lágrima a punto de brotar, cuando los ojos brillan
incapaces
de tratar
de contenerla.
Podría haber ocurrido,
pero ¿cómo?, si alguien, en alguna parte,
sin saberlo nosotros, ya sabía,
quizá hasta había decidido
por cualquier razón incomprensible, por tu culpa o la mía,
que aquella
no fuese
nuestra vida real.
Me divierten los engolados personajes imposibles de algunas novelas humorísticas inglesas. Comprendo la escasa valoración literaria que hay quien les concede. A mí, comoquiera que sea, me divierten. Me río sólo, cosa que desde soltera asimismo divierte a mi mujer, que tampoco lo comprende porque normalmente soy exigente para dar por bueno y aceptar para la biblioteca de mis preferidos un libro. Estos me tienen cogido el tranquillo y me esperan
–siempre a mi vez tengo alguno en reserva pasa esas situaciones- durante mis convalecencias espirituales o corporales, que al fin y al cabo las unas y las otras vienen a desembocar en lo mismo y que siguen a una gripe insistente o a la lectura de otro de esos profundos libros que me desasosiegan, ahora mismo, éste de Jodorowsky, tan deslumbrante. Por eso estoy pasando un fin de semana en una de las divertidas mansiones inglesas en que siempre hay un mayordomo sabio e impertérrito, un decidido galán que protege a la desvalida, pero encantadora, heredera y varios malvados lejanos parientes que se enzarzan en tratar de quedarse los unos con los bienes o los intereses de los otros. Suelen intervenir fantasmas, vagabundos desconocidos y oscuros personajes que se deslizan por las abandonadas habitaciones del ala este, hace no sé cuando abandonada, u oeste, prohibida por el irascible abuelo que impone su despiadada autoridad y un sentido del humor aberrante sobre la familia, a base de incluir o no al resto de los presentes y algún ausente que podría aparecer de súbito, en su complicado testamento. El diálogo es trepidante, improbable y está salpicado de ingeniosas amenazas, advertencias y sentenciosas descalificaciones. Por lo general, un arrapiezo solitario y salvaje, provisto de inconfesables mascotas –serpientes, por ejemplo, de agua, arañas, perros sin raza o de todas, comadrejas o urracas ladronas-, nos alegran el corazón dejando seres vivos por las camas del vecindario o clavando saetas en el trasero a las tías abuelas que tienen vago parecido con ballenas varados o irascibles rinocerontes. Yo no les animo. A mí me hace reír, en medio de la tarde gris en que como Aníbal, la primavera se ha detenido en Capua y olvidado sus deberes.
Puede que todavía
si buscas en los rincones,
halles un beso mío, de entonces,
cuando éramos tan jóvenes
que nos sobraba tiempo para todo y podíamos
permitirnos el lujo de que un beso
se nos cayera a veces, con las prisas.
Alguno habrá, tal vez debajo del armario del vestidor,
o en la salita
donde aquel primer televisor que tuvimos
que nos daba tanta risa cuando empezó a rizar las imágenes
y hubo que esperar
a tener dinero para sustituirlo
porque entonces,
no sé si recuerdas,
éramos gloriosamente pobres,
en casi todo lo que no vale para nada.
Garrapatear la excusa por excusarte, que es lo que te queda, me queda, cuando estoy quemado de toser este catarro primaveral que se me va haciendo el de todos los años y viene antes o después de Semana Santa, según caiga la Semana a primeros o mediados y hasta fines de mes. Bueno pues me niego a hacerlo. Si el catarro es lo más importante de lo ocurrido hoy, será lo que deba contarse en el cuaderno de bitácora de la travesía, que es como la “caja negra” de los aviones caídos, que en seguida las buscan a ver por qué y seguirán, cuando las encuentren, sin enterarse del todo, que las catástrofes no tienen más explicación cabal que las que les daban los griegos, que para ese fin habían inventado una legión de dioses atropomorfos y como tales, caprichosos, de modo que a uno de ellos le daba por ahí y te dejaba tieso en cualquier rincón, alcanzado por tu destino. Y quién puede asegurar que no sea Palas Atenea, cabreada por el mal concepto en que últimamente tengo yo a Aquiles, el de los pies ligeros, la que desde las ruinas del Olimpo me dispare la ballesta del catarro y hala a toser durante la noche, que ni duermes ni dejas dormir a la parienta.

En otro orden de cosas, bueno puede ser que ponga por escrito mis dudas respecto de este asunto de publicar cada año, por la fiesta del libro, alguna obra que se halle agotada y merezca la pena revitalizar, regalándola, para celebrar la fiesta. A veces, poner ideas sobre un papel, puede aclararlas. Mi duda estriba en a quién acudir para seleccionar la obra que merezca la pena. Yo lo haría, pero sería mi preferencia, escasamente fundada ya que no so ningún erudito. Y se me ocurre que debería formar un pequeño grupo de pocas personas, tres o cinco, que me aconsejaran. La coincidencia de varios expertos en un nombre y, después, en un título, creo que puede ser suficiente garantía y una buena dosis de objetividad.

Habrá que seguir madurando la idea para tratar de que dé fruto el año que viene, Dios mediante.

miércoles, 11 de abril de 2007

El cansancio
desproporciona la vida,
yo no podría, por ejemplo, enamorarme,
si estuviese cansado
cuando te conociera.
No podría ser héroe, si mi ocasión
de serlo,
se presentara estando
cansado
como esta tarde de primavera gris,
que voy subiendo hacia la conciencia
como la nube escasa,
frágil,
de humo, de un rescoldo,
a la hora en que el viento y el sol se han puesto,
y no queda
más que su enorme huella, disfrazada de nube
color naranja y sorprendentemente verde.
El cansancio, ahora que lo pienso
se parece a una puesta de sol,
o puede que ella sea
la que es como un cansancio, lo que queda
de nuestro mejor esfuerzo
cuando las fuerzas se acaban, anochece
y empieza el miedo
a que no estés del otro lado del espejo
cuando yo llegue.
-Dime, ¿qué haces cuando no haces nada?

La pregunta tiene su gracia, en boca de un niño. Supongo que se refiere a lo que hacemos los mayores cuando nos quedamos mirando que parece que ni miramos ni siquiera vemos. Como si nos hubiéramos ido, parece y no quedase aquí, donde nos están contemplando asombrados y se hace la pregunta, más que nuestra apariencia más torpe, el corpachón vacío, ¿inerte?. No hay nada ni nadie, sin embargo, que o no esté o esté sin hacer algo, que puede ser nada más que, absorto, pensar. Hay espacios, que casi todos conocemos, en que vivimos diría que en duermevela, con un pie en la consciencia y otro en el subconsciente. Otros ya entrados en el mundo de los sueños, que ni podemos detener ni conducir, y el digamos más sorprendente de todos, que consiste en que gobernemos la máquina de pensar y la llevemos desde la esquina del horizonte que es puro recuerdo hasta la que todavía es futuro y sólo cabe imaginar.

Se me ocurre que debe haber personas que piensan mucho menos que otras. Gente práctica, que hace, en el más estrito sentido, es decir, se mueve y al hacerlo remueve otras cosas que caen, se levantan, se convierten en actos, conversaciones o discursos.

Deberíamos reconsiderar la posibilidad de clasificarnos de acuerdo con nuestras posibilidades, nuestra capacidad y nuestras preferencias. ¿Podrá hacerse? Seguro que hay en la declaración de los derechos humanos algo que se opone como consecuencia de la igualdad esencial, y sin embargo, si hemos de ser sinceros, muchos de nosotros sabemos que hay cosas para que servimos o para que servimos mejor que para otras, y algunas que nos resultan inasequibles.

martes, 10 de abril de 2007

Mandó que lo quemasen, lo dejó escrito,
pulcramente ordenado con su letra admirable, en el testamento
ológrafo,
que dejó escondido bajo el cajón secreto, que todo el mundo conocía
de su viejo escritorio,
y el alma, desahuciada por el fuego voraz
entró a trompicones en el bronce
cubierto de verdín,
cagado de palomas,
del busto que le habían erigido en el parque de su ciudad natal.
Quedó presa allí,
y noches hay,
cuentan los vagabundos que se echan a dormir por el verano
sobre las huellas de meada que dejaron los perros del invierno,
que, si escuchas con atención,
la oyes gemir,
pero también podrían ser
suspiros
del viento.
Cada año, por estas fechas, la primavera me obsequia con un catarro que empieza por cosquillas en la garganta y poco a poco se va ahondando pecho abajo hasta la tos perruna que duele y no arranca ni se ablanda hasta que pasa el tiempo de cada catarro, que suele oscilar entre los nueve y los quince días entre unas cosas y otras. Ahora mismo pienso que voy por la mitad del que a este año de gracia corresponde.

Los catarros, en que nadie se fija porque los médicos siempre han dicho que no tienen más tratamiento que un analgésico, paciencia y no coger más frío, son fieles a la humanidad doliente como los perros, que desde que se me tieron en los hogares de los humanos, no han vuelto a salir y entre zalemas y gruñidos se abren espacio en que desarrollar su vida a nuestro lado y hasta provocar llantinas cuando mueren con esa prisa por morir que tienen los perros, cuyas añadas, según los que saben, equivalen a siete de los humanos.

Aparte de coincidir en esa erre doble y terca de las palabras que los identifican, perros y catarros son mucho más previsibles que un gato, pongo por ejemplo, que nunca sabes cuando se va a ir y no volver, resuelve sus celos en los barrios bajos que por paradoja mantiene en los tejados. Yo los prefiero, con mucho, a esas otras terribles enfermedades que entran tan insidiosas, casi invisibles, como los gatos, pero no suelen perdonar, también como ellos, que hay quien dice que conservan las ofensas en la memoria de sus ojos amarilloverdosos, de nictálope, que siempre que te miran, se te antojan, pienso que sin motivo, amenazadores, tal vez por eso de que solían atribuírseles amistad con las brujas de antaño, que las quemaron a ellas y los dejaron huérfanos a ellos, tal vez inconsolables.

lunes, 9 de abril de 2007

El agua es la piel del río,
el cauce la piel del agua. Se frotan,
piel con piel, de enamorados,
desconocidos,
y sus caricias son
el rumor de la vida,
que pasa.
El agua se pinta, se acicala,
donde la umbría y el zagal se confunde,
piensa que es una xana.
Que yo la vi –canta-
donde la romería,
pintada de luz y sombra,
y vi que me sonreía. Es mentira,
que no vio nada.
¿O si? ¿quién sabe,
mozo que vas cantando, lo que pasa
cuando las gotas de amor,
que te rebosan,
lleven en la hierba verde y hacen
que la tierra fecunde
agua para piel del río
donde lo más oscuro,
junto al viejo molino.
Acabo de escribir un prólogo que se me ha escapado de las manos porque yo pretendía decir una cosa y él, muy ladino, ha salido por otra como quien por peteneras y al final era diferente de lo que pretendía el autor, que como queda dicho soy yo. Un prólogo debe ser cosa de nada y me ha salido enjundioso, debe ser el puro esqueleto de un disimulado elogio del autor del libro, pero como en el caso también soy autor del libro, alabarme, siquiera fuese disimuladamente, sería hacer trampa. Entonces, el escrito, por sí solo, ha tirado por vaya usted a saber qué desconocida calle y se me ha puesto entre serio y bromista a tomarme a mí mismo el pelo, como si fuera uno de esos personajes que inventas para un cuento, sabes que son de papel cartón y de parra gorda y en un momento dado, sin previo aviso y mucho menos permiso, se te suben a las barbas y se ponen muy orondos a fingirse de algún modo humanizados con más afán de independencia que don Simón Bolívar. Paciencia. Es lo que tiene inventar gente. Tienes que arriesgarte a que te salgan torcidos y tan difíciles de enderezar que acabas por dejarlos de la mano y tu obra, que era una comedia, acaba en ciencia ficción o hasta en drama. En este caso, sin embargo, no. A trancas y barrancas reconduje el prólogo a su proyecto y me ha quedado aceptable, por lo menos en mi opinión, sin duda benévola y predispuesta a disculparme a mí mismo. Es ciertamente curioso, a mí me maravilla la facilidad con que encontramos abundantes explicaciones para nuestros errores y lo que nos cuesta pasar por los ajenos.

domingo, 8 de abril de 2007

Señor, dame consciencia de mí mismo
y, a la vez, ese valor de la inconsciencia, que te salva
de cada miedo nocturno,
de los silenciosos fantasmas,
sin forma ni existencia,
que no son más que inquietud, pero, tan evidentemente, te tocan
con el frío impersonal de sus dedos,
con el aliento vacío
que son ahora
sus palabras.
Comprendo su inmenso dolor
por no haber sido elegidos para nacer, pero eso
tampoco es razón
para que giren en mi torno,
se muestren
en el doloroso encerado negro de mi imaginación
con esa ausencia de forma, carencia de sentido
con que por no haber sido han de permanecer al margen
del infinito libro de la eternidad,
miniados de oro y lapislázuli
en todo
su inimaginable horror.
Cada día muere un montón de gente sin saber por qué. Algunos se equivocan y piensan que es por un ideal que se desgañitan defendiendo mientras se enfrentan a su destino, pero ni siquiera eso. En realidad van a morir defendiendo el error de otro que les ha logrado convencer de que tiene visos de verdad definitiva.

Hay también grupos que mueren en los caminos. Van en busca de algo que ni siquiera saben si existe: un hermoso paisaje, un sueño, la felicidad o la sabiduría. Cada cual se imagina que encontrará algo, por más que no sepa lo que busca. ¿Cuántas y qué sorprendentes respuestas cabría obtener si preguntásemos a la multitud que se ha desplazado este fin de semana que hoy concluye, cruzándose en un continuo tejemaneje de ir y venir por España y por el mundo a dónde van, por qué y en busca de qué?

Creo que en determinados pueblos, se negaban hasta hace poco los individuos a ser fotografiados porque suponían que el fotógrafo les arrancaba y se llevaba una parte del alma del retratado. Ahora que cada vez se hacen más fotografías de esas de quita y pon en tarjetas regrabables, lo que se lleva la gente de paso es la parte del paisaje que habían visto en postales o ilustraciones. Y es que también pasa que hay quien viaja y rebusca para comprobar y tratar de revivir experiencias ajenas.

Deduzco que hay mucha gente que vive sin vivir en sí, como dice el místico, pero a diferencia de éste, que muere porque no muere, aquél es que muere sin haber vivido, y pienso yo que tiene que haber otra vida compensatoria de su fracaso.

sábado, 7 de abril de 2007

El telefonino, la agenda electrónica
-a veces ya incorporada-,
una máquina de retratar que guiña escasa luz,
asombrada ante la inmensa
luz de cada paisaje,
el automóvil quieto, mal aparcado,
su dueño que rezonga,
la mujer
mirando escaparates: mira, mamá, más barato que en Madrid,
los niños, que,
maldita sea,
han cogido una gripe inoportuna.
Son las minivacaciones de Semana Santa,
que todo el mundo dice que hay que cambiar de aires, pero mire,
qué quiere que le diga,
a mí lo que me gustaría en realidad
sería estar en casa, en la butaca
de todos los días,
que ya tiene la forma de mi espalda
y es en la que mejor
me duermen los anuncios de la televisión.
Sábado sin prensa, con los coches varados, jadeantes, a la espera de que suene la hora de tratar de volver a casa. Y esa estadística sin sentimientos, fría, lógica, que dice que algunos, cerca de cien, tal vez, que ahora mismo han estado de vacaciones, disparando las lucecitas insuficientes de las lámparas de sus compactas, no van a lograrlo, serán como el tributo de las doncellas, pago del trágico peaje del camino del ocio controlado que son siempre las vacaciones grandes y pequeñas. Asusta esa denominación de operación salida y entrada que, como en una guerra, asigna el ejército de la guardia de carreteras a casa masificación circulatoria de tres o cuatro veces al año, y las estrategias poco menos que también guerreras que se establecen, con líneas atrincheradas de bultos atravesados para disuadir de correr, ojos ocultos, radares, un ejército persiguiendo a los infractores y la huída de los buenos y los malos, entremezclados, frenéticos, pensando que será a otro, probablemente, a quien le ocurra, pero un día, de pronto, sin previo aviso, con culpa o sin ella, le toca precisamente a esa familia desparramada por la carretera, muertos, heridos y desesperados, con la alegría de esta misma mañana convertida en un grito inarticulado que no escucha casi nadie y aún resonando pasa a no ser más que incremento numeral de la frígida estadística.

viernes, 6 de abril de 2007

Golosinas y niños
con las narices despachurradas contra el cristal del escaparate,
pues yo –dice uno-
me comería todos los de crema,
yo el tarro entero de los caramelos rellenos,
hay otro más pequeño
que no dice nada, le preguntan
yo
no me comería nada para que no se acabe
y pueda seguir
comiéndomelo todo.
Es difícil aprender la lección de la tolerancia que permite decir con honestidad que se respeta lo que los demás han pensado y decidido, nos ataña o no, sobre todo si nos atañe. Yo al menos soy muy aficionado, excesivamente aficionado, ahora que lo pienso, a opinar respecto de lo que los demás deciden o de cómo piensan resolver sus problemas. ¿Y si se equivocan? Pues mira, tienen derecho.

Hay, por ser fiesta, un silencio desconcertante, a que acompaña una mirada del sol hasta ahora esquivo de abril, y como es findesemanalargo de vacaciones de semana santa, la gente anda por la calle enfrascada en hacer fotografías de los rincones que le parecen a cada aficionado pintorescos. Hay rincones donde puedes apostar que se pararán y harán por lo menos tres o cuatro fotografías. Ahora parece que ni cuestan ni gastan. ¿Quién iba a decir a los inventores que almacenaríamos las fotos en discos duros? Una generación, que es la mía, pasó del daguerrotipo a las compactas y del papel especial a la fotocopìa en color, lograda por arte de magia. Me propongo usar el día para enfrascarme en un nuevo caso del comisario Brunetti, que trabaja a su modo en Venecia. Venecia, repito, es la más bella ciudad que conozco, pero también insisto en que puede que no exista, que no sea más que un sueño perdido entre la niebla, un recuerdo de algún veneciano dormido hace siglos. -

jueves, 5 de abril de 2007

Se mezclan los ruidos
con el olor y los colores de la gente y de sus cosas,
no pueden, los sentidos,
ir separando lo que están recibiendo,
presente, futuro, nostalgia
del pasado genético de la especie,
y en realidad no es más que esto de la primavera, la resurrección,
el hecho de que la vida rebrote,
como no podemos comprenderlo,
tal vez jamás lleguemos a poder comprenderlo,
nos sume en este caos
de perfección tal
que siempre se nos escapa y hemos de limitarnos
a escuchar atónitos la música
o padecer el dolor que produce
precisamente la belleza
de este color. -
Estos días de vacación anticipada, puente largo, fin de semana agobiante en las carreteras atestadas de automóviles, insuficientes para esta multitud de coches de todos los colores, marcas y características, que se agolpan en los cuellos de botella de las carreteras en construcción, en reparación, en modificación. Cada vez que inventan un nuevo artefacto, nos hacemos un poco más esclavos de desearlo, adquirirlo, pagarlo, usarlo, desesperarnos porque nosotros somos más viejos y los artilugios cada vez más sofisticados, capaces de hacer más cosas en manos de sus verdaderos destinatarios, nuestros nietos, que en un momento se hacen con los mandos y usan todas las teclas para desarrollar la íntegra capacidad del cada vez más minúsculo ejemplar de herramienta más versátil. En el fondo, estos de la salida a la carretera es como un regreso al lindero de la selva, a ver quién corre más, tiene el carricoche más veloz, más seguro, más inalcanzable. En los arcenes y las orillas, cada vez más desbaratados restos de accidentes más o menos graves, cientos de muertos, miles de heridos, decenas de millar de pequeñas y grandes averías, roces, abolladuras, desmantelamientos. Nos vigilan mil ojos policiales y cientos de miles de objetivos de cámaras, pero nos puede el afán de adelantar, torcer, parar, llegar antes, ser los privilegiados de la carretera, de la vacación, de lo que sea y suponga preferencia respecto del resto de los humanos, aunque los humanos o alguno de ellos resulte pisoteado, aplastado, herido, y, si muerto, habrá sido, en general, un descuido, porque la muerte propia o ajena es lo que más nos asusta y perturba, en este mundo de locos donde cada cual lo que quiere es sentirse protagonista, pero no caben tantos en una sola narración que no puede detenerse. -

miércoles, 4 de abril de 2007

Tiempo de desmesuras,
nacen hierbajos, con ínfulas de flor, en cualquier parte:
la rendija del muro, el pretil
del puente viejo,
secular,
se encienden luces imposibles en las esquinas del ocaso
y
se apagan las esquinas del paisaje
bajo el peso de nubes oscuras,
que esconden
el lucero
vespertino
como si hubiera muerto
como aseguran los más pesimistas, para siempre.
Ignoran que la primavera es señal,
símbolo inequívoco
de que todo cuanto parece haber muerto, resucita.
Era, en mi niñez, como parte de la Semana Santa, como el lunes, el martes, etc., todos santos, miércoles santo. Y había oficio de tinieblas, que al apagar la última vela con un soplo de solemnes latines cantados con voz de bajo, rompía en un estruendo de matracas que restallábamos en corro, como se defienden los caballos del lobo, cabeza con cabeza y tocotó, tocotó, las grandes matracas de roble y de castaño, tacatá las de abedul, más frágiles. Ahora ni tapan los altares con aquellos inmensos cortinajes lívidos, tejidos de luz, sucia, de luna. La luz más primaveral de la luna se tiñe, en Semana Santa de humores lívidos y de remordimientos sin voz. ¿Para qué tapar los altares si no los miran más que los turistas, que se dan con el codo y ¿te fijaste …? Los turistas se fijan como si fuésemos incas supervivientes en un valle perdido, más acá, pero poco, del círculo de los dinosaurios. Examinan y detallan las figuras semiocultas en sus hornacinas, estudian los relieves desgastados de los capiteles. De reojo, nos miran a nosotros, su espectáculo, con los costaleros, los descalzos, los flagelantes, los capirotes, este crepitar de lucecitas de vela, de lámpara, de trémulas llamas de entre fe, esperanza y caridad semientendidas, en ocasiones, disparatadas, mezcla de ingenuidad y escepticismo. Alguien canta una saeta, que huele, más que suena, a azahar, cera y miel. Desde donde sea comoquiera que mire, el buen Dios nos mira, mira, estoy seguro. Por eso todo este lío del universo sigue girando, creciendo desoncertante, incomprensiblemente, ¿por qué tendríamos que entenderlo?

martes, 3 de abril de 2007

-¿Quién eres –me preguntó-,
y me quedé pensando, pensando.
-Pues ahora que me lo preguntas,
te he de confesar
que no lo sé.
La esperanza es creo lo que nos empuja. La esperanza es una inconsciente. Ignora, pese a estar concebida como virtud capaz de adentrarse por delante de nosotros, que más allá sólo hay más camino, mayor incertidumbre, curiosidad más grande, necesidad más imperiosa, todo ello insaciable. Somos proyectiles lanzados con fuerza progresiva, que deben arder a lo largo y quemarse en cierto momento de su trayecto, con consecuencias inimaginables. Para Quien nos lanza, tomándonos de su carcaj aparentemente vacío, todo es y está completo y conocido, incluso el destino en que se hinca lo que queda de nosotros cuando aparentemente hemos desaparecido de la nube de flechas de que formamos parte. Desaparecido de lo que fuimos, estamos siendo y seremos. Convertidos en aquello para que existimos desde que sabemos que somos trayecto, parte, individualización de un concepto, indispensable e insignificante porción de un todo que no existiría sin cada una de nuestras individualidades, que, sin embargo no necesita para ser y estar, de ahí el privilegio de que nadie sabe por qué, hemos dispuesto, de vivir, que es ya convivir de un modo u otro, para siempre. Siempre, un inimaginable concepto que puede paradójicamente enunciarse con una sola palabra de siete letras y dos sílabas.

lunes, 2 de abril de 2007

Todos se han ido, quedamos
en la casa,
el silencio y yo, deambulan
mis pensamientos, flotan
en un mar de recuerdos,
todavía,
supongo que porque no he comprendido del todo la vejez,
en una catarata de proyectos,
que tengo que empezar a comprender
que superan el tiempo que me queda.
Leo en un folleto que se proyecta publicar un tomo con los diarios completos de Ionesco, y eso, unido a la condición de lunes del día de hoy, me trae a sumergirme de modo deliberado en una aproximación al teatro del absurdo del maestro, y concretamente al clima de Rinoceronte, única de sus obras que tuve oportunidad de ver representar en una teatro de la Capital, donde yo entonces residía en mi condición de estudiante oficial –digo lo de oficial porque estudiante lo es uno, por lo menos lo soy, a lo largo de toda la vida, con la variabilidad de que ser estudiante oficial, obligatorio, aficionado, inconsciente, etc. Lo común es la curiosidad. Hay una porción de gente, entre que figuro, a que le gustaría enterarse de la prodigiosa multitud de cosas y de conceptos que nos rodean y se nos escapan o que sólo captamos en uno o varios de sus matices o de sus facetas. Y encima está el hecho terrible de que cada vez que algo se aprende, esa aportación hace crecer a nuestro alrededor la sombra, que es conciencia, de lo que ignoramos. Cuanto más aprendo más mayor es mi convicción de que crece la apreciación de la dimensión de lo que ignoro, volviendo atrás, era yo estudiante oficial y me deslumbró Rinoceronte. Después leí La cantante calva y empecé a darme cuenta de la condición laberíntica del deslumbrante fenómeno de vivir en un mundo realmente incomprensible, dotado de un atisbo de la facultad de comprender. Recuerdo aquella tarde. Con muchos de sus detalles. Otros, como suele ocurrir, los he perdido. La memoria no funciona como una filmoteca, sino como un álbum de fotografías, sólo realmente útil para su coleccionista, que es el único capaz de poner en la mirada la porción indispensable para que el recuerdo esté integrado por un momento, en tiempo y espacio, una mota de polvo brillante que flota en un rayo de sol, dotado de vida.
La casa está llena de niños que corren,
un tropel de niños y un perro
y alrededor
como un copo de niebla, un mosquitero, una voluta
de humo
transparente, brillante, como aire nuevo,
envolviendo su bola de nieve,
el alboroto de su gritos, los ladridos,
de vez en cuando,
ese ominoso silencio
en medio del cual, alguno,
uno de los niños o el perro
está oculto, alterando el orden general,
la disposición adulta de las cosas:
pintando la pared de alegres colores,
cortando hilachas de una cortina nueva,
experimentando cómo puede romperse un vaso
para que los cristales se esparzan como la nieva,
como gotas de espuma.
La casa está tan pletórica de niños
que vivir se ha convertido en una pieza de música,
un estallido de rock,
jazz de Nueva Orleáns,
algo así como un rayo de sol lleno de hermosas partículas de polvo,
que brillan,
cosa de magia
o de milagro.
Tal vez sea domingo por eso.
Un domingo no es día como los demás. No me preguntéis cómo ni por qué lo sé. Los perros, por ejemplo, saben que hay días diferentes a lo largo de cada semana. Días en que los humanos, por la razón que sea y con una habitualidad interesante para los perros, se comportan de modo diferente. Un comportamiento que por alguna razón interesa a los perros, les afecta. Tienen que entrar, salir o aguantarse las ganas de hacer algo con motivo de la más o menos sutil diferencia de comportamiento de los seres humanos, de los jefes de la cuadrilla de que se saben miembros. Mi perro, el sábado por la tarde, sabe que sale a dar su paseo vespertino cosa de hora u hora y media antes de lo que es habitual y hora o media hora antes que los demás días, se coloca al lado de la puerta y aguarda, y si tardo, inicia una especie de lamento, y si tardo más, busca la correa y me la trae en la boca y la deja a mi lado, lo más cerca que puede, me mira y mueve el rabo: ¿vienes o qué? Tal vez es instintivo que yo sepa que es domingo y por ello razonable que me comporte de modo diferente, con una dosis incorporada a cada acto del día de algo que si no es pereza pura, se le parece.
Justo esta tarde sin sol
me gustaría ser niño, ir bajo al ala abohardillada del desván,
con mi revista infantil bien sujeta,
dispuesto a convivir con Tim Tyler y Spud,
o con Flash Gordon y Dale y el doctor Zarcov,
hasta donde diga que continuará en el próximo número.
Ser niño.
Que todavía no hubiese ocurrido nada,
que el mundo
fuese todavía ese jardín del Edén, de la infancia,
que algunos humanos hemos tenido el privilegio
de disfrutar sin darnos cuenta
con esta tan increíble ingratitud.
No hay sábado sin sol, dice la canción. Ni sábado sin sol ni doncella sin amor. Bueno pues si lo uno es tanta verdad como lo otro, aseguro que puede haber doncella sin amor, porque hoy es sábado y hay que ver la que está cayendo con esa tenacidad de la lluvia menuda, agobiante. Es día de refugiarse en la novela más ademada a cada modo de afrontar el día. Que es en cada ocasión, vete a ver por qué, distinto. Días de lluvia o de tormenta hay en que la necesidad literaria se encamina sin vacilar a una novela humorística, otros que va sin dudar hacia otra policíaca, y aún dentro de lo policíaco, distingue entre los protagonistas, o si se prefiere los autores o los protagonistas clásicos, y los modernos, mucho menos sofisticados, humanizados, que han perdido aquellas facultades increíbles de lord Peter Wimsey o Philo Vance, Neyland Smith o Charlie Chan, y en cambio, como Spade o Maigret, Wallander o Beck, e incluso Belletti y Montalbano, se han pasado a las filas más humanamente escépticas del vivir moderno, prácticamente desprovisto de la magia, ahora convertida en ternura o en misericordia, por incapacidad de amar que estamos empezando a desarrollar los hombres, con esta pérdida de la facultad de quemarse en un amor que antes teníamos e inspiró obras de cualquier clase de arte, todas inmortales. Pensadlo. Yo hoy opto por un volumen nuevo, de ciencia ficción, que habla de monstruos que suben a curiosear desde lo más hondo de los mares. Son ciegos, pero ya en el primer capítulo el autor dice que están aprendiendo a salir del agua y que tal vez logren volar. Ya no llueve. La fantasía es tal que he desatado mi velero y estoy desatracando del cobijo de puerto, poniendo proa a otro mundo, dentro de éste. A poco tiempo que pase, dejaré incluso de oír la inexorable voz del locutor del televisor de la habitación de al lado.