martes, 10 de abril de 2007

Mandó que lo quemasen, lo dejó escrito,
pulcramente ordenado con su letra admirable, en el testamento
ológrafo,
que dejó escondido bajo el cajón secreto, que todo el mundo conocía
de su viejo escritorio,
y el alma, desahuciada por el fuego voraz
entró a trompicones en el bronce
cubierto de verdín,
cagado de palomas,
del busto que le habían erigido en el parque de su ciudad natal.
Quedó presa allí,
y noches hay,
cuentan los vagabundos que se echan a dormir por el verano
sobre las huellas de meada que dejaron los perros del invierno,
que, si escuchas con atención,
la oyes gemir,
pero también podrían ser
suspiros
del viento.

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