sábado, 28 de abril de 2007

Una habitación grande, en una esquina del caserón, llena de gente, y sin embargo estábamos solos con nuestras dos juventudes aferradas a las gargantas y a los corazones, todavía diferenciados por la inquietud tímida, exploratoria con que nos enfrentábamos a la llamada del otro lado de nuestra soledad. Una mesa en medio, todavía. No habíamos descubierto, pero de algún modo sabíamos que las esquinas de la mesa marcaban los límites de nuestra inviolada intimidad, llena de curiosidades y deseos. Sobre la mesa, dos vasos de vino. Hacíamos por ellos, que lo importante aquella tarde no era el vino, sino disponer de un espacio donde echar y entremezclar palabras tuyas y palabras mías y encender un tímido crepitar del fuego incipiente. Los vasos dejaban en la madera de la mesa dos círculos próximos, pero ni siquiera tangentes. Recuerdo tus manos. Delgadas, expresivas, inquietas, pero a la vez pausadas de movimientos como pensativos. Aún nos costaba identificarnos, llamarnos por unos nombres que acabábamos de aprender para concretar lo que sólo hasta entonces habían sido sueños, imaginación de la tarde recién llegada y sin embargo casi huida sin habernos atrevido a decir las palabras soñadas y en cambio hablar ¿de que hablamos? Cualquiera sabe de qué hablamos, si tuvimos todo el tiempo, porque era el primer día, nuestra primera cita, ya irrepetible en tu vida y en la mía, tuvimos la cabeza aturdida por el revuelo de las ideas de cómo iba a ser, sin dejarnos vivir realmente aquel momento en que nuestras manos se tocaron, nos miramos y sonreíamos sin saber si disculparnos o aferrarnos uno a otro con aquel vago terror y aquel atroz deseo de compartirnos.

1 comentario:

A N A D O U N I dijo...

Yo recuerdo que los inicios tenían tanto de ilusión que parecía estar viviendo un sueño. Entonces te preguntabas ¿por qué yo? Y la vida te parecía fantástica.