jueves, 26 de abril de 2007

En las casas antiguas, de esa gente privilegiada que suele tener enormes casas laberínticas, ideales para cuando se es niño perderse jugando al escondite, hay siempre en algún lugar y muchas veces en varios, álbumes de fotografías.

Ahora ya no se hacen tantos, pero cuando los de mi generación éramos niños, se empezaban a hacer muchas fotografías, cada vez más, que se nota las que son más antiguas porque suelen estar en sus álbumes con tendencia a abarquillarse y pasar a colores amarillento o sepia. Se advierte que las fotografías van siendo cada vez más numerosas y frecuentes, primero en blanco y negro fijos, incluso contrastadas por medio de filtros –si has sido medianamente aficionado a la fotografía- y por fin de color, de nuevo las más antiguas de colores desvaídos, algunos casi perdidos del todo, y, cada vez, más fijos, brillantes y duraderos.

Está, en esos álbumes, la pequeña historia, contada a trancos, de la familia conocida y de la de los que se perdieron ya en las curvas que traza la imaginación del tiempo.

Entre fotografía y fotografía, está lo de verdad importante, lo que fue ocurriendo, día por día, para que se construyera una saga familiar del estilo de su tiempo, con las rutinas, los sobresaltos, lo súbito, alternándose con lo cotidiano. En las fotografías sólo figuran primero los grandes acontecimientos, después cualquier acontecimiento, por último, las cosas de todos los días, contadas ése porque alguien llevaba una cámara justo en el momento de producirse.

En inefable libro Orhan Pamuk nos cuenta lo del álbum de fotografías del salón de casa de su abuela: “cada nueva mirada a aquellas fotografías me mostraba la vida real y me enseñaba la importancia de ciertos momentos extraídos de ella, protegidos contra el tiempo y subrayados al colocarlos en un marco”. Justo lo que yo quería decir, pero mejor dicho, con esa clara concisión que no ha perdido expresividad.

El libro, que va, creo por las nueve ediciones cuando yo lo descubro, es un delicioso recorrido por la infancia del autor, reciente premio Nóbel, enmarcada por su ciudad, de la que dice apenas haber salido, pero lo hace en cambio con extraordinaria frecuencia, muchas veces al día en ocasiones, por la puerta de una imaginación que se abre a la infinidad de los mundos.

Pensándolo un poco, ¿de qué sirve a estos personajes cada vez menos preparados para el acto, más al natural, hasta parecer, de puro disimulo, que no estaban enterados de que les retrataban, de qué a esos más antiguos, sobre todo a los que están en la segunda fila o en los extremos y eran tíos lejanos o personajes que habían ido a casa de visita, si se ha perdido memoria de cómo se llamaban, de a lo que vinieron y si serían de verdad aquellas barbas y aquellos bigotes tiesos, engominados, bajo los sombreros, las boinas, las pamelas, la luz inexorable, que, cuanto más intensa, más se va comiendo los colores y difuminando los segundos planos primero, después el asunto de la fotografía?

1 comentario:

A N A D O U N I dijo...

Hoy le decía a Sestea que me tiene que hacer copia de las fotos que tiene en alguno de los campos de trabajo en los que estuvimos hace años. Recuerdo la última vez que las vi y mi reflejo en el espejo se parece poco al que era.

No creo que haya un programa informático fiable que nos pueda mostrar como seremos con 30 años más.

Esa gente no se dio cuenta porque me veía todos los días. Mis cambios físicos eran imperceptibles.

Ahora es evidente que ya no soy el mismo.

Abrazos.