-¿Lo de siempre?
Otra vez la palabra que se excede. No hay “siempre”, de este lado del espejo, más acá de la puerta, como no hay tampoco “nunca”. Si acaso, cabe decirle al camarero, como yo esta mañana de toses, irritadas por la conjunción del aire acondicionado del coche, el de la habitación del hotel y mi catarro todavía tierno, que si, que gracias, que lo de costumbre, es decir, un zumo de naranja, un café con leche y unos churros.
Como estoy solo, mientras viene el camarero, remato la página de los diarios de Ionesco que estaba leyendo y concluyo dándole la razón: cuando escribimos conscientes de que alguien puede llegar a leer lo que nosotros estamos escribiendo, algo se pone en medio, filtra lo que escribimos, dejamos de ser sinceros y disfrazamos de retórica, adornamos de virtudes o de cualidades lo que podría haber sido una sincera conversación con nosotros mismos. En definitiva, representamos nuestro papel.
Que claro que pueden ser varios: desde la vestimenta de todos los días, que ya se ajusta de tal modo a nuestro perfil que ha llegado a parecerse a una realidad, hasta perifollos propios del humor del día, charreteras que el humos o la amargura van aderezando al caso.
Ya en el vestíbulo, enfrente, hay una señora, probablemente extranjera, enfrascada en perder y recuperar unas veinte hojas de papel cuyo tamaño oscila entre el de la holandesa o el folio, en su mayor parte, y el medio folio. Los manosea, se le caen dos o tres, unas veces al suelo, otras por entre los brazos del sillón. Los ordena, los desordena de nuevo, ora le falta uno u otro, los rebusca inquieta. En un espectáculo fascinante que contemplo con disimulo y continúa cuando he de irme a mi reunión de esta mañana, que consiste en escuchar el engolado informe vacío de media docena de jóvenes ejecutivos autodeslumbrados por su trabajo.
En efecto –pienso-, ya lo decía el camarero: lo habitual. Recuerdo que hace muchos años, bajo este cielo, en esta misma época del año, cuando el catedrático se quedaba en la rutina y repetía, yo cerraba los ojos y me inventaba un relato que jamás se escribía, después y se me olvidaba. ¡Qué pena! No haberlos ido dejando apuntados aunque no fuese más que en los márgenes de aquellos tomazos donde hace tanto estuve convencido de que residía gran parte de la sabiduría. Muchos los conservo, aunque ahora digan algunos que hay cosas que cambiaron profundamente, porque si no la sabiduría entera, guardan destellos, síntomas, señales, huellas a que sin duda ha de regresar la humanidad para cimentar de veras sus próximas soluciones de las viejas y más importantes preguntas.
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