lunes, 16 de abril de 2007

Me contaron hace poco la historia del viejo indio de la montaña andina que cuida de la hoguera en que nace el futuro, esa niebla, más tarde concretada en retazos nuevos de tiempo y de espacio en que los hombres viviremos las estrecheces del presente Hablaban de intentar visitarlo, pero ¿para qué? –les pregunté-, si es probable que no disponga más que de un breve cobijo sin comodidades y ni él mismo sepa de la trascendencia de lo que hace. En su día, no recordará quién le encargo de mantener encendida su hoguera hasta el fin de los tiempos, pero habrá olvidado ya, si se lo explicaron, para qué sirve y como es posible que de los retorcidos maderos que echa al fuego, raíces de arbustos, ramas desgajadas por cualquier temporal olvidado, brote nada menos que el futuro de todos los humanos. ¿Qué haríamos allí? No es más que otro mensajero, un testigo, si queréis el único sacerdote de una religión olvidada o el centinela de otra civilización olvidada de regresar a donde un día estuvo tal vez de paso.

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