miércoles, 4 de abril de 2007

Era, en mi niñez, como parte de la Semana Santa, como el lunes, el martes, etc., todos santos, miércoles santo. Y había oficio de tinieblas, que al apagar la última vela con un soplo de solemnes latines cantados con voz de bajo, rompía en un estruendo de matracas que restallábamos en corro, como se defienden los caballos del lobo, cabeza con cabeza y tocotó, tocotó, las grandes matracas de roble y de castaño, tacatá las de abedul, más frágiles. Ahora ni tapan los altares con aquellos inmensos cortinajes lívidos, tejidos de luz, sucia, de luna. La luz más primaveral de la luna se tiñe, en Semana Santa de humores lívidos y de remordimientos sin voz. ¿Para qué tapar los altares si no los miran más que los turistas, que se dan con el codo y ¿te fijaste …? Los turistas se fijan como si fuésemos incas supervivientes en un valle perdido, más acá, pero poco, del círculo de los dinosaurios. Examinan y detallan las figuras semiocultas en sus hornacinas, estudian los relieves desgastados de los capiteles. De reojo, nos miran a nosotros, su espectáculo, con los costaleros, los descalzos, los flagelantes, los capirotes, este crepitar de lucecitas de vela, de lámpara, de trémulas llamas de entre fe, esperanza y caridad semientendidas, en ocasiones, disparatadas, mezcla de ingenuidad y escepticismo. Alguien canta una saeta, que huele, más que suena, a azahar, cera y miel. Desde donde sea comoquiera que mire, el buen Dios nos mira, mira, estoy seguro. Por eso todo este lío del universo sigue girando, creciendo desoncertante, incomprensiblemente, ¿por qué tendríamos que entenderlo?

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