Señor, dame consciencia de mí mismo
y, a la vez, ese valor de la inconsciencia, que te salva
de cada miedo nocturno,
de los silenciosos fantasmas,
sin forma ni existencia,
que no son más que inquietud, pero, tan evidentemente, te tocan
con el frío impersonal de sus dedos,
con el aliento vacío
que son ahora
sus palabras.
Comprendo su inmenso dolor
por no haber sido elegidos para nacer, pero eso
tampoco es razón
para que giren en mi torno,
se muestren
en el doloroso encerado negro de mi imaginación
con esa ausencia de forma, carencia de sentido
con que por no haber sido han de permanecer al margen
del infinito libro de la eternidad,
miniados de oro y lapislázuli
en todo
su inimaginable horror.
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